El último de la fiesta. Dioni ArroyoЧитать онлайн книгу.
le intentaba transmitir el animal? ¿Era esa la mejor manera de morir? ¿Escogiendo tu propio final en el momento elegido? Se golpeó la coronilla con el lápiz intentando dejar de darle vueltas a la cabeza, intentando no pensar y concentrarse en la tediosa lección del profesor, pero su cabeza ardía de pensamientos que se amontonaban uno tras otro.
Ausente de cuanto le rodeaba, intentó aterrizar para lamentar de nuevo que en clase fueran cuarenta y cinco chavales amontonados como en una lata de sardinas y que, para más desgracia, apenas le llegase la luz natural a su pupitre. Sin dejar de mirar el reloj de la pared, sintió verdadera ansiedad porque llegasen las seis de la tarde. Aquella jornada se había convertido en un puro hastío.
Sonó el timbre y suspiró aliviado. Todos se levantaron sin esperar a que el profesor terminase su aburrido discurso, en el que protestaba porque, mientras los niños del centro disfrutaban de las partidas de ajedrez por ordenador, los de su barrio perdían el tiempo vagabundeando por las calles, lo que les auguraba un destino poco halagüeño. Sin darle tiempo a concluir, salieron en tropel al angosto y lúgubre pasillo. Entre las sombras corrieron pisándose unos a otros, hasta alcanzar la puerta de salida y abandonar el pabellón, bajo unos cielos grises y la mortecina luz del crepúsculo. Él disimuló alejándose de Luis y de los demás, buscando a las chicas que salían del otro edificio, hasta que su vista encontró a quien buscaba. Sus pupilas se dilataron y el corazón pareció despertar. Ella salía sonriente, con la mochila a su espalda y su enorme melena rubia y lisa cayendo sobre los hombros. Cuando se le aproximó otra compañera, ambas rieron con placidez. Observó cómo varios profesores les escoltaron hasta el final de las escaleras, y allí se mezclaron con el resto, saliendo todas con la típica algazara estudiantil. Demasiado lejos de su posición, pero lo suficiente para que no la perdiera de vista y disfrutase de aquella cándida sonrisa. Aquel era el mejor momento del día.
Fuera del Centro Educativo, en la misma acera paralela a la calle y como ya empezaba a ser habitual, les esperaba una numerosa comitiva de adultos sin intención de darles la bienvenida. En esta ocasión eran más que otros días, y gritaban encolerizados. Marco y el resto de su clase se vieron absorbidos por aquella turba, una manifestación desordenada de adultos con los rostros indignados, y entre ellos, los profesores, que a empellones y a duras penas, intentaban pedirles que se marchasen. Marco tuvo la impresión de que las imágenes que se veían por la tele eran idénticas a lo que se vivía en la realidad; hasta qué punto el mundo de los mayores era un caos en el que todos parecían cada vez más enojados.
—Tú, sí, tú, ¡mírame bien! ¿Eres un chico o una máquina? ¡Contesta!
Un hombre fornido de unos cincuenta años lo acababa de zarandear como a un muñeco; Marco levantó la vista para comprobar su mirada de odio, su rabia descontrolada que desencajaba la expresión, mientras con aquellas manos poderosas apretaban sus flácidos hombros con riesgo de partirle en mil pedazos. Le impactó su fuerte olor a sudor y a ajo, y fue incapaz de abrir la boca, había enmudecido por el temor a recibir un buen guantazo de aquellas manazas que, como arpones, lo sostenían igual que a un vulgar maniquí.
—Déjeme, que me hace daño —musitó entre dientes sintiendo que su corazón se aceleraba.
—¡Joder, no hay quien los distinga, son igualitos a nuestros hijos! —Otros adultos gritaron con frustración, mirando a la multitud de chicos que intentaban escabullirse de aquella marabunta.
—Tú qué eres, ¿una chica o una máquina? ¡Vamos, responde! —A Marco se le paralizó el corazón. Una mujer obesa y cincuentona se había dirigido a ella, y con una de sus zarpas le sujetaba la mochila para que se detuviese—. ¡Quiero que me lo digas!
Marco no estaba dispuesto a consentirlo, y a pesar de su fragilidad, avanzó decidido hacia ella, impulsado por las fuerzas de reserva que se hacen presentes en los momentos necesarios. Otros chicos le frenaban el paso, pero, entre empujones, consiguió tocar su hombro y sorprenderla. El escalofrío que sintió debió de ser contagioso, porque ella giró el rostro para saber quién acababa de poner una mano sobre su hombro, y cuando le vio, se asustó, pensando que quería agredirla.
—¡Señora, suéltela! —se escuchó a sí mismo gritar estas palabras, que nacieron de su garganta con voz estridente y desafiante; enfrentarse a un adulto era una actitud prohibida, pero nada de eso le importó tratándose de quien se trataba, y aunque sabía que se podía ganar un tortazo de campeonato, lo asumió sin el menor temor. Miró de refilón aquel rostro femenino y resplandeciente que le cautivaba a diario, y antes de que pudiera añadir algo más, su vista se nubló y sintió que la sangre le brotaba por la nariz—. No, no, ahora no, por favor…
Perdió el conocimiento y cayó al suelo como un fardo. Por lo menos esa acción no pasó desapercibida para el resto, que se alejaron como si tuviese la lepra, mientras alguno decía que si sangraba, era porque se trataba de un niño y no de una máquina. Los gritos se fueron apagando al tiempo que se dispersaba la muchedumbre. Algunos profesores corrieron para socorrer a Marco, creyendo que alguien le había golpeado; y ella, que se alejaba deprisa y asustada, volvió la cabeza para observar a ese chico que no había visto en su vida, confundida pero agradecida a un mismo tiempo.
Lástima que él estuviera ya inconsciente.
3
—A ver, majete, vamos a repetirlo una vez más. ¿Cómo te llamas?
—Marco, soy Marco… —musitó con la voz quebrada y sin saber dónde se encontraba.
—Muy bien, Marco. Has tardado en responder pero por lo menos has acertado. Acaban de llegar tus padres para verte. ¿Sabes dónde estás? —La incómoda luz de una linterna vacilaba entre sus ojos, y cuando por fin se apagó, a su alrededor se vio empapado por un deslumbrante fogonazo en el que el blanco era el color omnipresente.
—En el Centro, ¿verdad? Estoy en el Centro Educativo... saliendo de clase.
—Veamos, ¿y cómo se llama tu colegio?
—Se llama —titubeó unos instantes—: Centro Educativo Escritor Domingo Santos.
—Es normal que te encuentres desorientado, Marco. Verás, para tu información, ahora mismo te encuentras en el hospital municipal. Cuando recobres la memoria, recordarás que sufriste otro de tus ataques y no te dio tiempo a acudir al botiquín.
—¿Sangré por la nariz? Había… mucha gente gritando alrededor. —Su voz sonaba vacilante y débil, y se correspondía con su mente, que, entre tinieblas, iba despejando los recuerdos.
—Tranquilo, muchacho, no te dé vergüenza. —Al menos la voz, que procedía de alguien agradable con el rostro oscurecido por la luz de la ventana a su espalda, le resultó cariñosa y le produjo confianza. Por fin conversaba con un adulto inteligente y amable—. Esta vez no tuviste mucha hemorragia... pero perdiste el conocimiento y eso es lo que me preocupa. Ya conoces el protocolo, ¿verdad, Marco?
—Sí. Si se me nubla la vista y empiezo a sangrar, debo correr hasta la sala del botiquín para que me pinchen y se me pase.
—Claro, eso es, muy bien, muchacho. Una insignificante infiltración en la cabeza y enseguida se te pasarán todos los males. Buen chico. Ahora te dejo con tus padres. —Le atusó los cabellos y se marchó para dar paso a sus progenitores, que entraron con el gesto demudado y serio por la puerta.
—Menudo trompazo te has dado, pero estás hecho un toro y no tienes más que un insignificante rasguño en la cabeza. —La voz de su padre resonó profunda y gutural en aquella habitación, era una voz que siempre le asustaba, a la que nunca se llegaba a acostumbrar; una voz desconcertante y poderosa, como si fumase un paquete de tabaco negro cada día. Afortunadamente, su progenitor estaba ausente casi toda la semana, trabajando jornadas maratonianas, por eso siempre era un ser extraño y desconocido para él—. Estoy muy orgulloso de ti, Marco, pero tienes que estar pendiente y seguir las recomendaciones cada vez que sufras un ataque.
—Sí, papá, pero había mucha gente y no me dejaban retroceder, no me dio tiempo.
—Lo sé, hijo, lo sé. La culpa la tienen esas malditas máquinas que han metido