Эротические рассказы

Tormenta de fuego. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.

Tormenta de fuego - Rowyn Oliver


Скачать книгу
un adolescente y un coche de policía había aparcado frente a la puerta de su casa. El rancho estaba en silencio a esas horas de la noche y las luces iluminaron las paredes de su habitación situada en la planta de arriba. No olvidaría las luces silenciosas de las sirenas, los llantos de su madre y la mirada perdida de su padre cuando bajó corriendo al porche y encontró al capitán Gottier, por entonces inspector, dándoles la terrible noticia.

      Carraspeó y miró por encima del hombro cuando notó los ojos húmedos. No quería que sus agentes le vieran así. No importaba los años que pasaran, para él era como si en ese aspecto el tiempo se hubiese detenido en aquel instante. Incluso con frecuencia se despertaba de noche y volvía a ser ese adolescente desconcertado, asustado.

      El asesino de su hermana fue apodado el descuartizador de Dallas, precisamente por descuartizar a sus víctimas y dejar los pedazos colocados de un modo que, el muy hijo de puta, seguramente consideraba artístico. Volvía a colocar los miembros perfectamente cercenados como si la víctima estuviera durmiendo plácidamente. Incluso algunas aparecían con los rostros sutilmente maquillados y sus cabelleras peinadas.

      Después de matar a una decena de mujeres, finalmente desapareció, al menos de Dallas.

      Los asesinatos del mismo estilo empezaron a ocurrir en diferentes lugares: Chicago, Nueva York… Pero en cada una de las ciudades siempre se había atrapado al asesino, dejando la duda de si alguno de esos criminales había perpetuado los asesinatos de Dallas o eran simples imitadores. Ninguno jamás confesó. Y quizás por ello Max siempre supo que el original jamás había sido encontrado.

      Finalmente, un imitador había aparecido en Seattle y, poco después de que llegara Max, había vuelto a matar en Dallas. Las fotos que le había dado Gottier eran pruebas irrefutables. Había vuelto. Parecía que jugasen al gato y al ratón, pero, si era así, Max no estaba dispuesto a perder la partida.

      —¿Tiene alguna hipótesis? —le había preguntado Max con la mirada perdida, zambullido en sus propias conjeturas.

      —No lo sé, Max —le había respondido igualmente serio—, quizás el imitador estuvo siempre en Seattle y el auténtico descuartizador jamás se marchó de Dallas. Solo se estaba tomando un descanso.

      —¿Un descanso? —Max meneó la cabeza—. Seguro que tiene más que ver con su orgullo herido. Un imitador que no era de su agrado. Es posible que quisiera reivindicar que el auténtico seguía vivo.

      —Quizás está cansado, ya es viejo… Puede que quiera que lo atrapemos.

      Max no descartó esa idea.

      En la sala de descanso, Max apretó los puños al recordar las palabras de Gottier.

      —Se ríe de nosotros —le había dicho el viejo capitán—. Desde el principio llevé el caso y después tú. ¿No crees que nos está diciendo que quiere que seamos nosotros quienes lo atrapemos?

      Él había sido incapaz de dar con él mientras estuvo en Dallas, todas las pistas le llevaban a callejones sin salida. El asesino parecía burlarse de él entre las sombras. Pero tenía que atraparle, lo juró ante la tumba de su hermana.

      —Necesito tu ayuda, Max. Estoy demasiado viejo y cansado. Necesito averiguar la relación entre el asesino de Seattle y Dallas. Tienes que ayudarme.

      Y lo haría. Max cerró los ojos y apoyó las manos sobre la encimera donde estaba la cafetera, se inclinó hacia ella y suspiró buscando algo de calma en aquellas imágenes crudas que danzaban en su cabeza.

      —Vaya —dijo una voz femenina justo a su espalda—, no sabía que le gustara tanto la cafetera que compré.

      Max levantó la cabeza de la cafetera industrial y miró por encima del hombro.

      Se incorporó y encaró a la pelirroja que acababa de entrar en la habitación de descanso.

      —Es adorable —dijo refiriéndose a la cafetera.

      Max dibujó en su rostro una sonrisa triste.

      Jud entrecerró los ojos, no del todo segura de si el capitán se estaba burlando de ella o no. Sea como fuera, a ese hombre le pasaba algo. No engañaba a nadie con esa pose de tipo duro. Sus ojos delataban que no había dormido mucho y hasta parecían húmedos por alguna razón, que Jud creía que no era una alergia.

      Esperó a que él le dijera algo, pero se limitó a mirar la taza de café y echarle azúcar.

      —Está muy callado —se aventuró a decir.

      Jud apretó los labios y se acercó a la cafetera.

      Se quedó a su lado en silencio, pero mirándolo de reojo. Él también la observó sin decir nada. Como siempre, la agente llevaba su americana vieja, una camiseta, esta vez negra, y sus botines de tacón grueso. Su cola de caballo se balanceó cuando se movió para buscar el café molido. Siguió observándole, pero al ver que no decía nada después de unos segundos, volvió a desviar la mirada.

      —Tengo mucho en qué pensar.

      Fue apenas un susurro, pero lo suficientemente alto como para que Jud lo escuchara. Asintió sin saber qué más decir. El tono, poco beligerante del capitán, le confirmó que efectivamente Castillo tenía alguna clase de problemas.

      —¿Puedo ayudarle en algo?

      Cuando Max alzó la cabeza, sorprendido por su tono amable, sus miradas quedaron atrapadas.

      Sabía que ella le estaba ofreciendo ayuda, y había sido realmente útil en muchas ocasiones a la hora de confirmar sus hipótesis, y quién sabe si de elaborar una nueva. Pero con el caso del descuartizador de Dallas… no estaban autorizados oficialmente a investigar el caso. Gottier podría hacer la vista gorda, pero…

      —De momento… creo que estoy bien.

      Max volvió a abstraerse y bebió un sorbo de café.

      —Como guste —lo dijo no muy convencida de que no debiera insistir. Pero antes de que pudiera pensárselo mejor, Max se dio media vuelta y se marchó.

      Capítulo 5

      Jud miró al capitán salir de la sala de descanso y chasqueó la lengua con disgusto. Debería haber aprovechado para tener un par de palabras con él. Tenía algo importante que decirle. Soltó aire y acabó de llenarse la taza de café.

      El capitán no estaba nada bien, por mucho que fingiera todo lo contrario. Jud empezaba a tenerlo calado. Pero tampoco iba a meterse en sus asuntos. Por experiencia era mejor dejar en paz a los hombres con problemas. Luego una siempre salía recibiendo alguna que otra patada sin haberla pedido y todo por querer ayudar. Pero, aunque no le hablara de su falta de concentración y esos ojos tristes… tenía algo que decirle. Solo le hacía falta encontrar la manera.

      «¡Es fácil!», se dijo Jud apretando el puño con fuerza y sacudiéndolo para darse ánimos. Solo tenía que entrar en el despacho del capitán con cualquier excusa y después esperar a que él le prestara atención.

      Después debía decírselo sin tapujos: «Voy a montar una fiesta. Estás invitado».

      Jud asintió con la cabeza cerrando los ojos.

      Era súper fácil.

      No…, no lo era. Se deshinchó como un globo. Pero después de dejar que la cafeína actuara en su cuerpo dos minutos más, se sintió más esperanzada.

      Salió de la sala y sobre su mesa dejó la taza de café y cogió unos informes que Max le había solicitado esa misma mañana.

      Era pan comido.

      Esperaría antes de salir y diría: «Por cierto… Hago una fiesta de inauguración de mi nueva casa…».

      Baah. ¡Patética, Jud!

      Soltó aire y perdió la poca esperanza de que aquello saliera bien.

      La puerta del despacho estaba abierta, la golpeó con los nudillos,


Скачать книгу
Яндекс.Метрика