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Tormenta de fuego. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.

Tormenta de fuego - Rowyn Oliver


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esparcieron sobre la mesa y el suelo ante la mirada atenta de Jud, que vio cómo aquellas fotografías clamaban por su atención.

      —Maldita sea.

      Se lanzó a por ellos y los recogió del suelo, no sin antes echarles un vistazo. Fotografías de asesinatos. Parpadeó cuando sus pupilas se clavaron en ellas. Las macabras imágenes atraparon su mirada, no podía disimular su interés.

      Como si el tiempo se detuviera observó con detenimiento cada detalle. ¿Ese era un caso nuevo? Observó el membrete de la policía de Dallas y entrecerró los ojos intentando atar cabos y averiguar qué hacía aquello ahí, sobre la mesa del capitán.

      Max era de Dallas, no era muy difícil sumar dos más dos.

      Se incorporó lentamente, después de haber recogido todas y cada una de ellas. Todavía con los ojos fijos en las fotos se acercó a la mesa, obligándose a dejarlas colocadas dentro del informe.

      —¡O’Callaghan!

      Jud dio un respingo al escuchar la voz del capitán al entrar en su despacho.

      —¡Me cago en la puta! —Casi se le para el corazón—. Quiero decir… Esto…

      —¿Me traes los informes que te pedí?

      —Sí —fue lo único que pudo decirle mientras en su mano aún sostenía algunas de las imágenes.

      Era inútil fingir que no estaba fisgando.

      Max se la quedó mirando. En sus manos podía ver claramente los informes del último crimen del descuartizador de Dallas.

      —Creo que eso no es tuyo.

      Max cerró la puerta con un golpe seco y ella no se inmutó por haber sido pillada en falta. Simplemente amontonó las fotografías y los folios del informe.

      En silencio actuó como si no hubiera estado mirando donde no debía.

      —Le traía los informes que me pidió esta mañana y…

      —¿Sí?

      —Y hay otra cosa.

      Max la miró con curiosidad.

      —Eso ya lo veo. —Max pensaba que le pediría una disculpa por haber estado fisgoneando, pero claro, Jud era Jud, y al parecer él nunca la entendería.

      —Nada relacionado con el trabajo —dijo ella quitándole importancia.

      Él alzó una ceja y se la quedó mirando.

      Pasaron varios segundos y los ojos verdes de Jud lo miraban fijamente mientras buscaba el valor de decirle algo.

      —Me tiene en ascuas, O’Callaghan.

      Se dirigió a su escritorio y, antes de sentarse en su silla, le arrebató las fotografías de las manos y las dejó sobre la mesa. Jud hizo un movimiento inconsciente, como si se cuadrara ante su superior, pero distaba mucho de haber perdido el interés en lo que acababa de descubrir.

      —Si no es sobre trabajo, ¿qué tenemos que hablar usted y yo?

      «¡Vale! Tipo borde. Dios… Podría hablarle de tantas cosas», pensó Jud. Pero se mordió la lengua. Ese hombre era su jefe y, aunque no lo fuera, le caía mal. Muy mal, se recordó.

      Carraspeó y vio cómo él hacia un gesto imperceptible con las manos, señal de impaciencia.

      —¿Y bien?

      La sonrisa radiante que Max dispensaba a sus compañeros en la cubierta del barco desde luego jamás iba dirigida a ella. Jud no podía decir si se debía a que era porque estaban en horas de trabajo o porque a ella jamás le había sonreído con camaradería. Se dijo que era lo segundo. Si bien la trataba con formalidad, no era como los demás. Y si Jud se había dado cuenta, los demás miembros de la comisaría también.

      Cerró los ojos por un momento. Eso podría dar lugar a habladurías, y Dios la librara de semejante suplicio. Tenía que ser objetiva. Volver a ser una persona amable y cordial, como con los demás agentes, claro está, sin pasarse.

      Que el jefe le cogiera demasiada confianza tampoco sería nada bueno.

      Al ver que Jud vacilaba, Max la apremió con la mirada.

      —Siéntese —dijo finalmente mirándola con fijeza, como si no se fiara de ella—, está claro que va para largo.

      «Bien», se dijo Jud. «Por su tono de superioridad sigue siendo el mismo».

      —No, No es necesario. Es solo una tontería. —«¡Allá voy!»—. He invitado a los compañeros al estreno de mi nuevo apartamento.

      «Bien, Jud. Ni que fuera la premier de una peli con alfombra roja».

      —¿Se ha mudado? —preguntó algo sorprendido.

      Ella asintió.

      «Claro, cuando la gente se muda o compra una casa hace una fiesta», pensó Max. Eso era exactamente lo que él debería haber hecho después de firmar los papeles de compra de su nueva casa. Pero ni se le había pasado por la cabeza hacer una inauguración oficial. Alguna cena con los chicos sí, pero no invitar a gente de la oficina que, sin duda, no le caía demasiado bien. Y eso era exactamente lo que estaba pasando en el caso de Jud: le estaba invitando cuando Max sabía que no era santo de su devoción.

      —Es esta noche, sobre las nueve, después del trabajo —dijo ella escuetamente—. Puede venir.

      Jud casi pone los ojos en blanco por sus palabras.

      «¿Puede venir? Vaya, Judith, qué apetecible. Seguro que lo has convencido».

      —Lo que quiero decir… —Carraspeó—. Es que todos estarán allí: Ryan, Trevor…, los demás chicos de la comisaría.

      —Ajá.

      —Venga. Sobre las nueve. —«Sí, Jud. Ahora, después de esta orden, seguro que espera la noche con impaciencia. Qué educación, Judith, mamá estaría orgullosa».

      —Ssss… sí, gracias —vaciló Max—. Le diré a los chicos para ir juntos y me pasaré.

      —Bien.

      Jud asentía como un autómata. Estaba orgullosa de lo bien que lo había hecho. Así los chicos no podrían recriminarle nada, ni echarle en cara que el capitán no había asistido porque ella no era lo suficientemente amable con él.

      Le sonrió forzada mientras su mente no paraba de imaginarse a Max Castillo paseando por su salón recién decorado por el exquisito gusto de Claire y Gaby. Verlo en su cocina, tomando una cerveza en su sofá… No sabía si podía soportar ver al capitán en un ambiente relajado y cotidiano.

      Fuera de la oficina, Max era algo diferente, menos rígido…, más atrayente. Y atracción era la palabra. Porque puede que no le cayera del todo bien, pero nada podría hacerle dudar que sentía cosas por ese hombre cuando lo veía vestido de sport, camiseta blanca o vaqueros. «¡Por favor! ¡Vaqueros ajustados!», gritaba su mente: «¡Ponte vaqueros, por Dios! ¡Ponte vaqueros!».

      —Venga informal.

      «Chica lista», se dijo. «Informal, vaqueros… Seguro que lo ha pillado».

      Al ver que él parpadeaba, Jud se dispuso a salir de allí, pero cometió el error de deslizar su mirada por encima de la mesa del capitán.

      Se paró a medio paso y observó inconscientemente las fotografías.

      Al darse cuenta, Max puso una mano sobre ellas y las acercó hacia sí, después las puso dentro de la carpeta correspondiente. Pero era demasiado tarde, ya sabía que Jud las había visto y por eso ahora fruncía el ceño.

      Él meneó la cabeza y sonrió sin humor.

      Casi podía ver el cerebro de Jud funcionar a toda máquina, como un perfecto engranaje atando cabos y rememorando detalles de lo visto. Estaba seguro de que se había fijado en algunos detalles del informe abierto sobre la


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