Tormenta de fuego. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.
tanto tiempo, pero apretó los labios al entender que al capitán no le gustaba su boca sucia—. Dos días, será perfecto.
—Sí, tengo que sopesar los pros y contras de que me ayudes en este asunto en Dallas.
Ella asintió, con poco convencimiento.
Se quedó de pie en silencio y esperó a que Max dijera algo más, pero él simplemente negó con la cabeza y le señaló la puerta.
A pesar del suspiro y de salir del despacho resoplando, Jud estaba convencida de que al final Max aceptaría su ayuda.
—Gracias, capitán —se escuchó que decía antes de cerrar la puerta.
—… O’Callaghan.
Cuando Jud se sentó en su sitio tras el escritorio, Ryan la miró esperando una explicación.
—¿Y bien? ¿Has hablado con el capitán? —le preguntó Ryan lanzándole la grapadora que ella cogió al vuelo.
—¿Por qué debería haber hablado con él?
Ryan ladeó la cabeza como un cachorro desconcertado.
—Por la inauguración de tu casa.
—¡Sí! —dijo como si hubiera recordado la cordura—. Eso le he dicho.
—¿Y vendrá?
Jud se encogió de hombros.
—Joder, espero que sí. —Se quedó mirando la figura del capitán sumido en su papeleo—. Espero que acepte. No pienso aceptar un no por respuesta.
Capítulo 7
La velada transcurría con normalidad.
Gracias a Dios, Jud había tenido tiempo para hacer la compra, aunque tampoco es que se hubiera complicado la vida. ¡Si alguien quería canapés que se lo montara el mismo! No obstante, había nachos para parar un tren, salsas varias, sándwiches y cerveza rubia y negra. No tenía que conducir, porque estaba en casa, por lo que estaba contenta de haber comprado cervezas a cantidades industriales. Agradecida, vio que sus compañeros comían con apetito y se paseaba por su nueva casa con una cerveza en la mano. Algunos tenían la boca llena de patatas fritas o galletitas saladas. Los polis eran ruidosos y había un ambiente distendido que la hizo sentirse satisfecha y orgullosa de su compra. Era una casa bonita, con un salón comedor amplio y cocina abierta, aunque lo que más le gustaba a Jud era el jardín trasero.
Iba hacia allí cuando alguien llamó a la puerta. Cuando la abrió de un tirón, su sonrisa se congeló en la cara. Era lo que siempre sucedía cuando aparecía ese cowboy despeinado ante ella.
—Buenas tardes, capitán.
—O’Callaghan —fue lo único que dijo cuando sus ojos se cruzaron. Después depositó toda su atención en Ryan.
—Hemos venido juntos, ya sabes… —dijo su compañero rubio—. El medio ambiente…
Lo cierto es que Castillo y Ryan se llevaban bien y no era extraño verlos juntos de vez en cuando.
—Sois los últimos en llegar.
Ryan se encogió de hombros. Llevaba una camiseta blanca y estrecha que dejaba ver cuán bien formado estaba su torso. Los vaqueros ajustados no dejaban lugar a dudas de lo mucho que se machacaba en el gimnasio. Ryan era carne de gimnasio, pero no al estilo de lucha libre, más bien al estilo Brad Pitt en sus mejores tiempos.
—Pasad, Trevor ya está aquí con Claire y Gaby.
Gaby había sido una buena adquisición, era la mejor amiga de Claire, y Jud había descubierto que podía tener una boca tan sucia como la suya. Cuando volvió a encontrársela por casualidad en una cafetería cerca del centro, la reconoció y entablaron una amistad que le había proporcionado noches de risas locas y más de una situación embarazosa. Gaby era pura energía y muy divertida. Claire, la esposa de Trevor, era todo lo contrario, pero los polos opuestos se atraen, y eran amigas desde hacía años. Ahora las tres solían quedar en las noches de solo chicas y Jud admitiría que estaba encantada.
Los chicos se reunieron en el salón, a excepción de Gaby, que parecía haberse perdido por el patio trasero de la casa. Jud observó a sus compañeros desde la cocina. Iba a reunirse con ellos cuando Clark apareció a su lado.
—Gracias por haberme invitado a la inauguración. Una fiesta estupenda.
—Gracias.
A Jud le gustaría decirle algo más, pero debía admitir que el tejano no le daba buena espina. Quizás fueran sus prejuicios respecto a los hombres de ese estado, pero no podía asegurarlo. Dio un trago a la cerveza y sus ojos se clavaron en los recién llegados. Era una cocina abierta y podía ver a los chicos desde allí. Ryan atacó los nachos y la salsa. Suspiró, hasta ese momento no había habido ningún accidente en el sofá con la salsa de tomate. Rezó para que siguiera así.
Ryan, con el buen humor de siempre, saludó a todos mientras cogía una cerveza bien fría de un cubo con hielo con sal. Max se quedó mirándola un momento, hasta que se dio cuenta de que sus miradas quedaron atrapadas más segundos de lo socialmente aceptable. Después el capitán miró a Clark y este le saludó con un movimiento de cabeza.
—Pensé que no te llevabas bien con el capitán —le dijo Clark.
Jud dejó la cerveza a medio camino de sus labios y lo miró de reojo. No dijo nada. No sabía qué contestarle, pero le sorprendió que su animadversión fuera tan evidente hasta para un recién llegado. Igual sí debía trabajar en ello.
—Pues lo cierto es que no es así —dijo Jud—. Si me disculpas, voy a saludarle.
No supo con qué cara había dejado a Clark, pero le traía sin cuidado. Que se metiera en sus asuntos, pues realmente le traía sin cuidado su opinión.
Dejándolo algo desconcertado, se escabulló. Rodeó la barra americana que separaba el salón de la cocina y vio cómo Max se adelantaba para saludarla.
En la mano llevaba una botella de vino que iba acompañada con un lacito rojo.
—Esto es para ti —le dijo nada más encontrarse en un lado del salón.
—Gracias —dijo ella con una timidez que no sabía de dónde había salido.
«Joder, Jud, pareces una puta colegiada delante de su profe favorito del que está enamorada».
—Es bueno, vaya —se sorprendió al ver la marca y procedencia.
Era un vino caro.
—No sabía qué traerte, pensé en una planta, pero…
Puso una cara triste. Jud captó enseguida a qué se refería.
—Sí. Has visto el reguero de cadáveres que desfila sobre mi escritorio y te lo has pensado mejor.
—Exacto. —Sonrió.
Jud tenía tendencia a comprarse miniplantas que siempre acababan en la papelera. Si era cierto que los cactus absorbían la radiación del ordenador, no lo sabía, pero algo los secaba hasta pudrirse. Morían, no porque ella quisiera, sino porque decidían pasar a mejor vida a pesar de que su dueña se esforzara en mantenerlos con vida. De acuerdo, que ese esfuerzo no implicaba regarlas con la regularidad que estas necesitaban, pero al menos lo intentaba. Ni hablar de tener mascotas. Una vez Trevor le dejó a Rex un fin de semana y pasó unos días horribles esperando que inexplicablemente el pastor alemán la palmara en cualquier momento a causa de una meningitis canina o algo por el estilo. Por fortuna, ese perro del demonio era malo a rabiar. Y mala hierba nunca muere.
—Bueno… Gracias —dijo finalmente—. Todo un detalle.
Se miraron a los ojos por un instante que se hizo eterno.
«¡No te ruborices, estúpida!».
Sonrió para ocultar su nerviosismo. No podía