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Tormenta de fuego. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.

Tormenta de fuego - Rowyn Oliver


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si dijera que no ha sido difícil —contestó intentando mantenerse inexpresivo.

      Mientras decía esas palabras, miró a Jud, que era la primera que no le quiso dar la bienvenida.

      —Ya veo que eso ha quedado atrás. —Palmeó el hombro a ambos—. Me alegro de que mis mejores agentes trabajen codo con codo para atrapar a los malos.

      —Creo que trabajaremos más de lo que se cree.

      Jud puso los ojos como platos ante las palabras de Max, ¿en serio le estaba diciendo al capitán que iban a trabajar juntos en el caso del descuartizador de Dallas? O eso, o era un chiste sexual. Y Jud no supo cuál de las dos cosas era peor.

      —Jud me acompañará a Dallas.

      «Pues sí», se dijo boquiabierta. «Se lo acaba de soltar en la cara».

      Por unos instantes, Gottier no se movió y su rostro quedó totalmente inexpresivo. Hasta que finalmente dijo muy serio:

      —Creo que es la mejor decisión que has podido tomar. —Miró a Jud tan intensamente que la hizo retroceder un paso—. Estoy deseando verte por Dallas. Sé que juntos estaréis cada vez más cerca de ese hijo de puta.

      Max y Jud asintieron, sin saber cuán ciertas eran esas palabras.

      ¡Oh! Cómo le gustaba la idea de que Jud acompañara a Max. Eso significaba tenerla más cerca, en su terreno. Significaba mucho más para él de lo que ninguno de los presentes se podía imaginar.

      Vio cómo los dos jóvenes se miraban y tuvo la necesidad de hacerle daño, sintiendo el placer que siempre le provocaba herir a un miembro de la familia Castillo.

      —Esto es para ti —dijo a Jud.

      Extendió la mano y le ofreció las flores. Se regodeó cuando la mirada de Max volvió a oscurecerse.

      —Oh… esto… gracias. —Sonrió, algo contrariada.

      Jud las cogió y por un momento pensó en que no tenía ni un puto jarrón en toda la casa.

      Alzó la vista y se topó con la expresión sombría de Max, él seguía mirando las flores y cuando sus miradas se cruzaron supo que algo había pasado. Miró de nuevo a Gottier y los tres pudieron notar la tensión, aunque el viejo capitán fingió que nada pasaba. Dispuesta a terminar con ese silencio incómodo, Jud le hizo entrar.

      —Pase. Ahí están Trevor y los chicos. Yo voy a poner esto en agua. —Pero no se movió del sitio.

      Gottier se alejó jovial, no sin antes palmear la espalda de Max, que se negaba a moverse del sitio.

      —¿Te encuentras bien? —le preguntó Jud.

      Él no dijo nada, pero asintió.

      —Creo que saldré un rato al porche para tomar el aire.

      —Claro, estás en tu casa. —Jud asintió preocupada cuando Max volvió a mirar las flores—. ¿Seguro que estás bien?

      —Por supuesto —afirmó por última vez antes de salir fuera.

      No, no estaba bien, se dijo Max.

      Cada vez que veía algo que le recordaba a su hermana Alice, dejaba de estarlo. Y aunque en gran medida, de alguna u otra forma, siempre estaba presente, también era cierto que a veces el dolor se hacía insoportable. Porque era un dolor no esperado. ¿Quién iba a pensar que el capitán Gottier se presentaría con las mismas flores que habían dejado sobre el cadáver de su hermana? Pobre capitán, ni siquiera debía de acordarse de ellas, ni de los detalles… ¿O quizás sí?

      Suspiró frotándose la nuca con cansancio.

      No, no se acordaba, solo él había grabado a fuego en su memoria todo lo concerniente a esos casos.

      Se quedó sentado en la mecedora del porche y perdió la noción del tiempo mientras se sumía en sus oscuros pensamientos. Por la entrada principal, Jud despedía a sus amigos y de vez en cuando, algún agente de la comisaría levantaba su mano dándole las buenas noches antes de bajar los escalones del porche. La casa se iba vaciando a medida que se acercaba la medianoche y él seguía meciéndose con aire sombrío. Debería entrar a despedirse, pero se estaba realmente bien.

      Dejó la cómoda mecedora y se acercó a los largos escalones del porche donde se sentó para observar la escasa actividad del vecindario.

      Solo el sonido de su teléfono móvil lo distrajo de sus oscuros pensamientos. Lo sacó de su bolsillo y vio la palabra «Mamá» en la pantalla. Evocó enseguida la imagen de su madre, que le llamaba a alta horas de la noche porque sabía que de día era imposible contactar con él.

      Sonrió sin humor.

      —Hola, mamá —dijo al descolgar.

      —Hola, hijo.

      Al escuchar la voz de su madre se sintió culpable. Cerró los ojos, pero no dejó de tener esa sonrisa triste en la cara ni un momento.

      La llamaba poco, y por el tono amoroso de su voz sabía lo mucho que le echaba de menos, y aun así, ningún reproche. Quizás alguna que otra vez dejaba caer que debía volver a su hogar, pero no insistía cuando Max le contestaba que necesitaba más tiempo.

      —¿Qué tal te va todo? —preguntó su madre, que parecía no haberle llamado por ningún motivo en especial.

      —Seguramente mucho mejor que tú. Estoy convencido de que las chicas te están volviendo loca con la boda.

      Un resoplido y Max rio sin poder contenerse.

      —Y pensaste que después de María todo iba a ser fácil.

      María era su hermana mayor, la primera en casarse, y su boda fue un auténtico calvario, porque, precisamente, su hermana no se caracterizaba por ser una mujer de ideas fijas. Era voluble y le encantaba cambiar de opinión en el último momento. Y cambiar de opinión a escasos días de una boda podía ser un auténtico caos.

      Esta vez su madre pensó que sería mucho más sencillo. Pero se equivocó.

      —Por lo que se ve, hijo mío, cada boda es un mundo —le aseguró su madre—. Ahora resulta que nos peleamos por los centros de mesa, tu hermana quiere unas flores…

      Max sonrió con tristeza al pensar en las margaritas y lirios y desconectó de la conversación por un instante mientras su madre le contaba con detalle cómo serían los nuevos centros.

      —Te echo de menos, mamá —dijo sin pensar.

      En la otra parte de la línea se hizo el silencio. Su madre paró de hablar y, aunque no la veía, estaba seguro de que le sonreía con cariño y sobre todo preocupación.

      —Hijo mío, ¿todo bien?

      Max asintió con la cabeza, aunque sabía que su madre no podía verle.

      —Está aquí el capitán Gottier…

      —¿Mathew? —preguntó contenta—. Dale recuerdos de mi parte, hijo. Aunque no sé si estoy enfadada con él por haberte recomendado para el puesto de capitán en esa ciudad horrible.

      —Seattle no es horrible.

      —No es Dallas, ni nuestro rancho —dijo muy seria—, así que es horrible.

      Todo lo que para María Castillo no era su hogar, era un lugar espeluznante dejado de la mano de Dios.

      —Me dijo que os habíais visto no hace mucho.

      —Es cierto —dijo la mujer—. Ahora que está en Dallas, viene a menudo a casa. Incluso se ofreció a ayudarnos en la boda.

      —Pobre hombre.

      Su madre rio.

      —Sí, le dispensé de tener que pasar por semejante calvario.

      Unos segundos de silencio.

      —No te noto demasiado bien,


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