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Tormenta de fuego. Rowyn OliverЧитать онлайн книгу.

Tormenta de fuego - Rowyn Oliver


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que ese se hubiese resistido a la detención con una patada directa al hígado.

      Suspiró dispuesta a ignorar la bronca que su capitán estaba a punto de propinarle. Cuando un minuto después ninguno de los dos había hablado, Max seguía frente a ella, tal vez demasiado cerca.

      —¿Me ha oído?

      ¡Cómo no hacerlo!

      Jud intentó no resoplar.

      Estaba convencida de que, desde que Max Castillo había tomado las riendas de su comisaria, sustituyendo al capitán Gottier, había perdido oído a base de gritos.

      No era un secreto para nadie que no se caían bien y no obstante ella era una buena policía, le escuchaba y obedecía porque era su deber. Llevaba haciéndolo desde que llegara a la comisaría con su aire de cowboy, sus rudos modales y ese tufo a superioridad que no gustaba a nadie. Bueno, quizás a algunos les diera igual que Max Castillo, el nuevo capitán tejano, hubiese tomado el relevo al viejo capitán Gottier, en lugar de Trevor Donovan, el compañero de Jud, y quien a sus ojos se merecía ese ascenso más que nadie.

      —Le he oído perfectamente —dijo sin descruzar los brazos, pero sin querer seguir pareciendo beligerante.

      —¿En serio?

      En un movimiento rápido, Max cogió el brazo de Jud, por lo que ella no pudo menos que demostrar su sorpresa agrandando los ojos al sentir su mano cerrándose en torno a su bíceps.

      Cuando Max se dio cuenta de que la estaba tocando la soltó de inmediato, pero con una orden seca la hizo seguirle.

      —Ven aquí, ahora.

      Adentrándose en el callejón, lejos de las miradas de los demás, rodearon el coche y se quedaron en la parte trasera, lejos de miradas indiscretas.

      Un tipo sensato se hubiese quedado bien a la vista para que Jud no pudiera acusarlo de intimidación, o cualquier otro delito, pero Max, a pesar de que esa valquiria le sacaba de quicio, no estaba dispuesto a que sus impertinencias y expresiones airadas les hicieran blanco de burlas en el departamento de policía de Seattle. Tenía un par de cosas que decirle y lo haría en privado.

      —¿Está segura de que me ha oído? —Esta vez bajó el tono de voz. Sus palabras apenas se escucharon como un susurro que escupía con los dientes apretados.

      —Eso he hecho.

      —¿En serio?

      Jud resopló, el capitán a veces parecía corto de entendederas.

      —¿Cuándo me ha oído? —le gritó esta vez perdiendo la paciencia ante su actitud que era de todo menos sumisa—. ¿Cuando le grité que no persiguiera al sospechoso armado con una semiautomática? Porque yo vi perfectamente cómo desobedecía una orden directa.

      Eso ya se lo había dicho antes, ¿debía recordárselo?

      Jud alzó una ceja y respiró hondo.

      Su trasero enfundado en unos vaqueros estrechos tocó la pared de ladrillos del callejón. Cruzó los brazos y la americana entallada que llevaba se tensó en su espalda.

      Jud se negó a dejar de mirar a Castillo y, no obstante, estaba decidida a tragar y a no protestar en contra de las desacertadas decisiones de Max…, pero era muy difícil.

      En honor a la verdad, había estado de acuerdo con la orden hasta que Trevor se vio obligado a perseguir al sospechoso por el callejón. Y como bien había dicho el capitán, iba cargado con una semiautomática, ¿cómo creía ese imbécil que iba a dejar a Trevor solo?

      —Mi compañero estaba en peligro.

      —Su compañero estaba bien cubierto.

      ¡Ni de coña!

      —¿En serio?

      Ante el tono impertinente de Jud, Max resopló. Iba a suspenderla como siguiera con esa actitud tan irrespetuosa.

      —Sí, bien cubierto —sentenció—. En la otra calle había un dispositivo policial esperando. Siete agentes armados. Trevor lo sabía y solo tenía que azuzarle a que corriera hacia allí. Y eso hizo, pero usted se tuvo que meter en medio.

      Tomó una bocanada de aire, pero siguió en silencio. Si Jud iba a decir alguna palabra murió en su boca antes de salir.

      A pesar de que Max vio su mirada escéptica, supo que estaba cediendo, quién sabe si hasta darle la razón.

      Ella por su parte se tragaría la lengua antes de utilizarla para alabarle. ¡Maldito fuera! Si esa era la estrategia que Max tenía en mente, el capitán debería habérsela comunicado y no dejarla al margen.

      —No tenía noticias de semejante dispositivo —le espetó enfurruñada.

      Ella y Ryan, su inseparable compañero, siempre habían sido los refuerzos de Trevor, deberían haberles comunicado esa opción.

      —No tenía por qué hacerlo —la cortó apoyando un brazo contra la pared de ladrillo y acercándose todavía más a su rostro—. De hecho, solo tenía que obedecer una orden directa de su superior. Esa que le di expresamente esperando que no interviniera.

      —Dijo que me ocupara de los rehenes que salían por la puerta trasera, pero de eso podía ocuparse Ryan…

      —¡Usted! —gritó furioso de nuevo—. Usted es quien debería haberse ocupado, no salir corriendo tras de un delincuente armado.

      —Trevor…

      —Tenía apoyos suficientes, tal y como yo planeé. Su cometido era vigilar que los rehenes salieran de la tienda y cubrirlos. ¡Pero no! ¿Qué día hará algo de lo que se le dice?

      —Quizás si confiara más en sus agentes…

      ¡Eso ya era el colmo!

      Apretó los puños ante el pálido rostro de Jud.

      —¡Informo a mis agentes de lo que creo conveniente! ¡Yo soy el capitán! —gritó exasperado.

      —No crea que puedo olvidarlo —dijo sin apartar la mirada, pero en apenas un susurro.

      Max pareció darse por vencido. Entrecerró los ojos y se inclinó todavía más sobre ella.

      —Siento que le fastidie que alguien mucho más permisivo con usted no sea el capitán, pero en mi comisaría mando yo —dijo en un tono bajo y amenazante—, recuérdelo, O’Callaghan, antes de que me haga perder la paciencia. Está a esto —juntó el dedo índice y el pulgar sin apenas dejar espacio entre ellos— de que la aparte de las calles.

      Jud se mordió el labio inferior, si decía todo lo que pensaba acerca de que él fuera el capitán, estaba convencida de que la suspenderían de empleo y sueldo, y no quería arriesgarse a que le retiraran la placa.

      —Vi a mi compañero correr tras el sospechoso, necesitaba refuerzos…

      —¡Clark era sus refuerzos!

      Jud puso los ojos en blanco y resopló. Esa afirmación aún le sentó peor. ¿Quién demonios era Clark? Otro maldito tejano.

      ¿Desde cuándo la migración del tórrido Dallas al húmedo Seattle se había acentuado tanto que tenía que lidiar con cowboys todos los días? Jud no daba crédito.

      Clark acababa de llegar de Dallas, sin duda debió de conocer a Max allí, pues desde su llegada parecía deshacerse en halagos hacia él.

      No es que el nuevo le cayera mal, pensó Jud. Era reservado, pero su número de arrestos era alto y, aunque algunos creían que su energía a la hora de llevarlos a cabo se podía considerar fuerza policial desmedida, lo cierto era que su índice de casos resueltos iba en aumento.

      Los chicos parecían admirarle.

      Clark era un tipo alto y fibroso, de pelo corto y una minúscula cicatriz en la mejilla que no afeaba su aspecto. Y, no obstante, Jud no confiaba en él. Y su instinto rara vez le fallaba.

      Como


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