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E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan MalleryЧитать онлайн книгу.

E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery


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fama de ser una persona con la que resulta cómodo trabajar. No pedirá grandes requisitos. Siempre y cuando los edificios cumplan con la normativa vigente y no pretendamos vulnerar ninguna legislación, nos pondrán las cosas fáciles.

      –Estupendo –Rafe no pretendía construir ninguna porquería, pero tampoco quería perder una oportunidad de ganar dinero–. Pensar que todo esto empezó porque mi madre quería comprar un viejo rancho y ahora va a convertirse en uno de nuestros proyectos más importantes...

      –Siempre y cuando la jueza dicte sentencia a nuestro favor...

      –Lo hará. Heidi no podrá conseguir el dinero a tiempo.

      –Además, podemos mostrarle nuestro proyecto como una forma de ayuda a la comunidad –añadió Dante–. Me temo que tu cabrera va a terminar en la calle.

      Dante se echó a reír, pero Rafe no se unió a sus risas. Aunque continuaba deseando ganar, le resultaba difícil imaginar Castle Ranch sin Heidi y sus cabras. ¿Adónde irían si tenían que abandonar el rancho?

      Se dijo a sí mismo que no era su problema, pero no estaba seguro de creerse a sí mismo. Ya no.

      –Podríamos cederle un terreno para las cabras.

      Dante se echó a reír.

      –Vamos, Rafe, pero si tú nunca le has dado nada a nadie.

      Su socio continuaba riéndose cuando colgó el teléfono. Rafe se sentó y fijó la mirada en la ventana. Los beneficios por encima de todo. Siempre había creído en ello. El dinero era la única salida, la única manera de seguir en la cumbre. Había sido pobre y el pasado continuaba condicionándole.

      Cuando estaba en el instituto, le habían hecho leer Lo que el viento se llevó, y después había visto la película. Sus compañeros de clase se habían echado a reír al ver a Scarlett O’Hara con un nabo marchito entre las manos y poniendo a Dios como testigo mientras juraba que jamás volvería a pasar hambre. A él no le habían hecho gracia aquellas palabras. Las había vivido.

      Aceptaba las cestas de comida que le entregaban jurándose que cuando creciera, sería el hombre más rico que jamás había conocido. Que nadie volvería a aprovecharse de él. Que siempre ganaría.

      Dante tenía razón. No tenía sentido entregarle terreno a Heidi. Cuando la jueza dictara sentencia y él se quedara con el rancho, Heidi tendría que marcharse. Él se quedaría con todo.

      Heidi esperaba ansiosa mientras Cameron McKenzie auscultaba el corazón de Perséfone. Ya había examinado a la cabra, le había revisado las patas y las pezuñas y le había palpado la barriga. El veterinario se quitó el estetoscopio de los oídos.

      –Está perfectamente.

      Heidi soltó la respiración que había estado conteniendo.

      –¿Estás seguro? Me parece increíble todo lo que ha caminado hoy. Ha ido hasta las obras del casino y ha vuelto.

      –A las cabras les gusta caminar. ¡Es una cabra muy saludable!

      Cameron se levantó y palmeó cariñosamente a la cabra. Perséfone le hociqueó la mano.

      –Ahora solo falta que encontremos la manera de mantener a Atenea encerrada –señaló May desde la puerta del cobertizo.

      –Es una chica inteligente –respondió el veterinario mientras recogía sus cosas–. Va a hacer falta asegurar mejor esa puerta.

      –Este es el tercer cerrojo que pongo –le explicó Heidi–. No es fácil tener una cabra más inteligente que yo.

      –Deberíamos decirle a Rafe que se ocupe de ello –le propuso May a Heidi–. Se le dan bien ese tipo de cosas.

      Heidi no estaba segura de que hubiera algo que a Rafe no se le diera bien, lo cual lo convertía en un hombre peligroso. No podía dejar de pensar en él, de preguntarse qué estaría haciendo o qué pensaba hacer a continuación. Cuando le sonreía, sentía algo muy dulce en su interior. Pero aquel hombre significaba problemas y ella ya tenía más que suficientes.

      Salieron los tres del cobertizo. Cameron miró por encima del establo, hacia el corral en el que pastaban las llamas.

      –Estás haciendo maravillas con mi práctica veterinaria –le dijo a May–. He tratado a algunas alpacas, pero no a llamas. Tendré que ponerme al día.

      –También tengo ovejas –le advirtió May.

      –Las ovejas son fáciles. ¿Algún otro animal en camino?

      May sonrió.

      –No quiero estropear la sorpresa.

      «¡Oh-oh!», pensó Heidi.

      –¿Lo sabe Rafe? –le preguntó.

      –Por supuesto que no –contestó May–. Me diría que es una locura. Tendrás que esperar para verlo, como todos los demás.

      Heidi alzó las manos.

      –¡De acuerdo, de acuerdo!

      Desvió después la mirada hacia la casa. Rafe estaba hablando por teléfono en el porche, lo recorría de un extremo a otro, concentrado en una intensa conversación.

      –Estaré encantado de atender cualquier otro animal que traigas al rancho –se ofreció Cameron–. Encantado de conocerte, May.

      –Igualmente.

      Se estrecharon la mano y Cameron se volvió hacia Heidi.

      –¿Ya estás mejor?

      –Sí, gracias por venir. Supongo que no debería haberme preocupado tanto por la cabra.

      –Me gusta que mis clientes sean así. Sabes lo mucho que me conmueve.

      Se volvió hacia la camioneta y montó en ella.

      –Qué hombre más amable –comentó May mientras Cameron ponía el motor en marcha. Se despidió de ellas con la mano y giró hacia el camino de entrada al rancho–. Y muy atractivo.

      Heidi pensó en el pelo oscuro de Cameron y en sus ojos verdes.

      –Supongo que sí, pero nunca he pensado en él de esa manera.

      –¿Está casado?

      –Sí, se caso hace dos meses. Pero tampoco habría importado que fuera soltero. No es mi tipo.

      –¿No hay química?

      –Ninguna.

      –Ya veo –May miró entonces hacia el porche–. Es difícil predecir cuándo va a enamorarse el corazón.

      Heidi abrió la boca y la cerró. Aquello era un campo minado. Era preferible alejarse de cualquier tipo de conversación sobre aquel tema, pensó. Y si fuera una mujer inteligente, se alejaría también de Rafe. Pero en lo que a él se refería, no parecía particularmente brillante.

      En cualquier caso, aunque pudiera arriesgarse a seguir sintiendo, se mantendría bien lejos de su cama. Porque cruzar esa línea supondría jugarse todo lo que tenía.

      Las fiestas de la primavera de Fool’s Gold siempre caían en el fin de semana del Día de la Madre. Muchos padres aprovechaban la ocasión para llevar a sus mujeres a la fiesta y dejar que eligieran ellas su regalo. El domingo por la mañana los vendedores de comida servían un menú especial y los diseñadores de joyas solían hacer un buen negocio.

      Las fiestas comenzaban el viernes por la noche con un concurso de chile. Los ganadores, y los perderos, vendían las entradas a lo largo de todo el fin de semana. El sábado por la mañana se organizaba un desfile en el que participaban niños en bicicleta arrastrando remolques decorados con lazos y flores. Los perros de las familias, también disfrazados para la ocasión, acompañaban a los niños.

      Rafe hizo una mueca al ver a una gran danesa desfilando disfrazada.

      –¿Pero qué es eso? –musitó–. ¿Dónde queda


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