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E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan MalleryЧитать онлайн книгу.

E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery


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prolongar aquel momento todo lo posible, Heidi posó las manos en sus hombros. Rafe era puro músculo bajo sus dedos. Todo virilidad para su feminidad. La agarró del brazo, la atrajo hacia él y deslizó la lengua por su labio inferior.

      Heidi abrió inmediatamente los labios. Antes de que Rafe hundiera la lengua en su boca, ya empezó a derretirse. El calor fluía en su interior, haciendo que sus senos se hinchieran e incitándola a presionar los muslos.

      Quería abrazarle y entregarse completamente a aquel momento. Quería algo más que su lengua acariciando la suya. Quería tenerlo desnudo, tomando y complaciéndola, haciendo todas las cosas que a un hombre le gustaba hacer con una mujer. En lo que a Rafe se refería, podía no estar dispuesta a perder el corazón, pero, al parecer, estaba dispuesta a poner todo su cuerpo en juego.

      Aun así, estaban sentados en un parque y el único espacio horizontal con el que contaban era un banco. Le devolvió el beso, entregándose al deseo que la inundaba y diciéndose que con eso bastaba. Y casi se creyó a sí misma.

      Rafe se separó de ella. Le brillaban los ojos con algo que Heidi esperaba fuera deseo.

      –Muy agradable –musitó Rafe y se aclaró la garganta–. Podemos seguir aquí sentados durante unos minutos, ¿verdad?

      Aquella pregunta la confundió.

      –¿Por qué deberíamos...? ¡Ah!

      Exacto. Porque si se levantaban en aquel momento había cosas que serían más que obvias. Se arriesgó a dirigir una mirada fugaz a su regazo y vio que una erección impresionante acababa de hacer acto de presencia. Se estremeció.

      Rafe le tomó la mano y le besó la palma.

      –Si quieres que podamos levantarnos de aquí, tendrás que dejar de mirarme de esa forma.

      Heidi estuvo a punto de preguntar: «¿de qué forma?», pero tenía la sensación de que ya sabía a lo que se refería.

      Probablemente le estaba mirando como si fuera el único hombre sobre la faz de la tierra.

      Rafe cambió de postura. Se sentó mirando hacia el frente con un pie apoyado en la rodilla contraria. Le pasó el brazo por los hombros a Heidi y la atrajo hacia él.

      –Hablemos de algún tema neutral –le sugirió–. Y si eres capaz de hablar con voz chillona, también me serviría de ayuda.

      Heidi se echó a reír.

      –¿Qué tiene de malo mi voz?

      –Es muy sensual.

      Heidi se aclaró la garganta. No se le ocurría nada que decir.

      –Nunca me has hablado de tu cita.

      –Y no pienso hacerlo.

      –¿Y tienes alguna otra en perspectiva?

      Rafe la miró con sus ojos oscuros brillando de diversión.

      –¿Podríamos no hablar de mis citas?

      –Claro. Eh, dentro de varias semanas viene la feria a la ciudad.

      –¿Tu feria? ¿La gente que te enseñó a odiar a los lugareños?

      –Sí, y no fueron ellos los que me enseñaron. Aprendí sola.

      –¿Y vendrá alguien que pueda enseñarme a domar un león?

      –La feria no es un circo. En esta feria solo vienen atracciones y juegos.

      –Siempre me ha encantado la noria.

      –Pues tendrás una.

      –¿Te montarás conmigo?

      Heidi negó con la cabeza.

      –No, me mareo.

      –Eres una cobarde.

      –Y tú un lugareño.

      Rafe se echó a reír. A él podía gustarle su voz, pero a Heidi le encantaba el sonido de su risa. La hacía sentirse a salvo y feliz, sobre todo cuando la estrechaba contra él.

      Y eso era peligroso. Afortunadamente, ella no era de las que se enamoraban con facilidad.

      Heidi terminó de ordeñar y les sirvió a los gatos la leche todavía caliente.

      –Debería poneros una cámara –se le ocurrió mientras sus invitados lamían la leche–. Una de esas cámaras que se les ponen a los animales. Así averiguaría dónde vivís.

      O podría, simplemente, preguntar. Estaba segura de que alguien sabría quién era el propietario de aquellos gatos. De todas formas, le gustaba el misterio, continuar fingiendo que aquellos felinos disfrutaban de una vida secreta apasionante cuando salían del rancho.

      Recogió el taburete, se aseguró de que las cabras tuvieran suficiente agua y se dirigió hacia la casa. Nada más entrar, percibió el olor del café. Mientras vertía la leche en las botellas que dejó después en la nevera, se decía a sí misma que se alegraba de que May se hubiera despertado temprano y hubiera hecho café. De que Rafe no fuera el único que estuviera esperándola cuando entró en la cocina. Porque no quería esperar nada de él. Y la verdad era que la anticipación casi la superaba, porque poder desayunar con Rafe era a menudo la mejor parte del día.

      Cada vez le resultaba más difícil recordarse que era el enemigo. Estar a su lado era... agradable. Le hacía reír, y a ella le encantaba estar junto a él. En otras circunstancias, se habría arriesgado a ofrecerle su corazón. Pero las circunstancias eran las que eran y si olvidaba las intenciones de Rafe, corría el peligro de perderlo todo.

      Heidi apartó la leche, cerró la puerta de la nevera y se dirigió a la cocina. Rafe permanecía apoyado contra el mostrador. Los ojos le brillaron al ver entrar a Heidi.

      Consciente de la dureza del trabajo del rancho a lo largo del día, Rafe normalmente se duchaba antes de cenar en vez de a primera hora de la mañana. Y había algo especial en la ligera tosquedad de su imagen. A Heidi le gustaba la sombra de barba que cubría su rostro y su pelo ligeramente revuelto. Llevaba una camisa de algodón a cuadros arremangada hasta los codos y unos vaqueros viejos con un desgarrón a la altura del bolsillo.

      En algún momento durante todo aquel tiempo, había dejado de ser un hombre trajeado. Era, simplemente, Rafe. Y Rafe estaba resultando ser cada vez más peligroso.

      –Buenos días –la saludó mientras le tendía una taza de café.

      –Hola.

      Heidi vio que ya había añadido la crema e imaginó que también el azúcar, justo como a ella le gustaba.

      –¿Cómo estaban las chicas? –preguntó Rafe mientras se dirigía hacia la mesa.

      –Muy bien. Contentas de verme.

      Se sentaron el uno frente al otro, como hacían casi todas las mañanas. Era el único rato que pasaban juntos antes de que aparecieran May, Glen y los trabajadores.

      Rafe tenía varias hojas de papel sobre la mesa que le tendió.

      –He estado pensando en tus jabones y en el queso y he hecho algunas llamadas.

      Heidi bajó la mirada y vio tres nombres y tres números de teléfono. Al lado de cada nombre figuraba el de un país: China en dos ocasiones y otra Corea.

      –Son representantes de ventas que distribuyen su producto por toda América y Asia. Ahora mismo el queso de cabra está en un gran momento.

      Heidi bajó la mirada hacia aquel papel, intentando comprender.

      –¿Y quieren que les llame?

      –Les interesa tu producto y saben cómo empezar el negocio en esos países. Tú no correrías ningún riesgo, porque no necesitas utilizar más infraestructura que la que ya tienes. ¿Por qué inventar la rueda? –señaló el segundo nombre de la lista–.


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