Cultura política y subalternidad en América Latina. Luis Ervin Prado ArellanoЧитать онлайн книгу.
de esas perspectivas fue el estudio de las clases medias, otro grupo que no había interesado mucho a los historiadores marxistas. Una indagación en torno a las clases medias en el contexto de los estudios subalternos seguramente le parecería errónea a algunos de nosotros. Sin embargo, Ranajit Guha, el fundador de los Subaltern Studies en la India, pensaba que en última instancia la subalternidad era una categoría relativa, una relación de poder que podía cambiar debido a las circunstancias: uno es subalterno sólo en relación a un poderoso.19 Mi último libro, The Vanguard of the Atlantic World, ha sido criticado por abandonar las clases populares o por confundir lo popular con las clases medias, pero muchas veces en la historia de las Américas —del norte y del sur— los momentos de alianza entre las clases populares y medias fueron los desafíos más potentes que debió enfrentar el
poder, y estas relaciones fueron, y son, centrales para entender la trayectoria de la nación.20
Sin embargo, creo que la razón más importante del atractivo de los estudios subalternos se encontraba en el deseo de relatar una historia de subalternos que hubieran afectado y cambiado la historia de la nación. Las historias clásicas de la resistencia popular usualmente terminaban con la derrota de las clases populares. Era una historia heroica, claro, pero una historia que iba contra el Estado y la nación y que no había dejado huellas salvo como inspiración de movimientos futuros.21 Por eso casi siempre se habían enfocado en movimientos obviamente radicales, como una rebelión de esclavos o un movimiento laboral socialista o comunista. Entonces, no había muchos estudios sobre las clases populares colombianas decimonónicas, porque no había muchas rebeliones de esclavos o movimientos socialistas en el siglo diecinueve. Sin esos movimientos, los subalternos fueron considerados apolíticos, sin interés en la nación, o tal vez sólo clientes de patrones poderosos o carne de cañón.22 Lo que impulsó los estudios subalternos fue, pues, el deseo de superar la dicotomía resistencia-acomodación para averiguar cuál había sido la política de los subalternos.
Por eso, los historiadores empezaron a preguntar, ¿cómo entraron los subalternos en la vida de la nación, sin determinar de antemano que no tenían interés en la política más allá de sus pueblos? Y, claro, esta fue la meta original de los Subaltern Studies en la India, donde el problema de la nación era la cuestión fundamental del proyecto de Ranajit Guha.23 Esta nueva historiografía ha transformado completamente nuestra comprensión del siglo diecinueve. Porque como lo dijo Tulio Halperín Donghi, el siglo diecinueve había sido considerado en la historia como “la larga espera”, entre la colonia y el siglo veinte.24 Ahora es el centro de debates históricos muy fructíferos. Aquellos estudios subalternos transformaron completamente el estudio de la política de modo que ahora es más y más difícil justificar un estudio de la política que no considere también la política subalterna.25
No obstante, aunque estas historias han dominado los debates en las últimas décadas, sus efectos en las grandes narrativas (“master narratives” en inglés) todavía son mínimos. Las historias subalternas necesitan desafiar las grandes narrativas, o sea, las narrativas hegemónicas de la historia. Durante veinte años hemos escrito numerosas historias sobre la política de los subalternos. Pero, ¿hemos visto cambios en los grandes libros sobre las historias nacionales o regionales? Por ejemplo, todas las obras de quienes hemos investigado a los subalternos, ¿cómo cambiarían El nacimiento de los países latinoamericanos de Bushnell y Macaulay o La historia contemporánea de América Latina de Tulio Halperín Donghi?26 Y, ¿de ser posible que cambiemos estas narrativas, sería factible encontrar un equilibrio entre una historia que le reconozca a los subalternos su importancia para influir y cambiar la cultura política de la nación y una historia de la explotación y la violencia que soportaron muchos subalternos? Una preocupación que tengo sobre mi propio trabajo es mi insistencia en que las clases populares han tenido algún éxito y algún peso como agentes de la historia, y, por otro lado, que en la historia política de Colombia también ha habido éxitos democráticos. Sin embargo, tal vez haya perdido de vista, u ocultado, algo importante: la historia de la represión y la violencia que las clases populares sufrieron, especialmente en sus sitios de trabajo. ¿Es posible un equilibrio, es decir, una síntesis entre la victimización y la iniciativa? ¿Cómo podemos escribir una historia que relate la represión, especialmente el poder del capitalismo, pero que también muestre las posibilidades de emancipación que existieron en el pasado? No sé la respuesta, pero creo que la unión de la historia social y la historia política puede ser un sendero fructífero. Pienso que las mejores obras son las que reúnen las historias más viejas de arrendamiento, de modelos de propiedad territorial, de género, de formas de trabajo, y, claro, de resistencia, con la nueva historia política. Este tipo de estudios lo he llamado “historia social de la política”.27
Por supuesto, este esfuerzo sólo ha comenzado, y hay mucho trabajo que nos toca hacer, pero los artículos de este volumen demuestran la fecundidad del campo. Sin embargo, aunque en la historiografía política de los subalternos hay tantas investigaciones necesarias en cuanto a la construcción del Estado y la nación, me gustaría sugerir otro sendero que la historia subalterna también necesita seguir: la historia intelectual.
¿La historia intelectual (o conceptual)? ¿No es ésta la historia más aislada, más conservadora, más tradicional? ¿Por qué queremos meternos en ella? Pues tal vez porque una historia subalterna intelectual pueda salvar la historia intelectual como salvó la historia política. Debemos recordar que en los años noventa hubo preocupación porque la historia política se estuviera muriendo, no había mucho interés en ella y la mayoría de historiadores hacían historia social e historia cultural. Era vista como un campo bastante conservador que sólo estudiaba a las élites y a los poderosos, exactamente como muchos ven hoy la historia intelectual.
Y creo que no es polémico decir que la historia intelectual ha pasado de moda y ha sido reemplazada por la historia cultural. Esa debilidad de la historia intelectual es en gran parte culpa suya. Por décadas ha sido muy conservadora en sus sujetos y sus métodos de investigación y me parece que ese tipo de historia todavía es básicamente una lista, una progresión, del pensador tal que influyó en el pensador tal, el cual influyó a su turno en el pensador fulano, y así sucesivamente. Lo que le falta a esa historia es la interacción de estas ideas con la sociedad en un sentido más amplio. Como lo ha planteado Francisco Ortega en su trabajo, la preocupación de los historiadores intelectuales ha sido si sus sujetos colombianos han entendido “correctamente” las ideas de los pensadores europeos. Ortega discute esto en lo relativo a la influencia de Jeremy Bentham en Colombia: en vez de entender cómo fue que los colombianos decimonónicos usaron las obras de Bentham para crear sus propias y originales ideas sobre el honor, el orden y la moralidad política —el propósito de Ortega en su importante libro—28 los historiadores han estado preocupados por cuáles de sus sujetos históricos entendieron “verdaderamente” a Bentham.
Esta metodología tradicional va de la mano con un eurocentrismo muy fuerte en muchas obras de historia intelectual.29 John Headley, en The Europeanization of the World: On the Origins of Human Rights and Democracy, ha insistido en que fueron Europa y Estados Unidos —y solamente Europa y Estados Unidos— donde se crearon la democracia y la idea de derechos universales. Headley desprecia todos los esfuerzos no europeos considerándolos insostenibles y sin respaldo institucional.30 Tristemente, como lo discutiremos luego, este estereotipo