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La sorpresa del millonario. Kat CantrellЧитать онлайн книгу.

La sorpresa del millonario - Kat Cantrell


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el corazón, sino toda entera: mente, cuerpo y alma. Se había enamorado de Gage hasta tal punto que no se dio cuenta del estallido hasta que él le dijo despreocupadamente que la relación había terminado y que si quería la ropa que había dejado en su casa.

      Nueve años después, seguía sin poder avanzar, sin ser capaz de volver a enamorarse, de olvidar y de perdonar.

      Por eso le temblaban las manos.

      Lo único positivo era que Gage no se había percatado de su consternación. No había lugar para las emociones ni en su trabajo ni en su vida. Era la lección más importante que había aprendido de su antiguo tutor. Por suerte, él había aceptado su consejo de que pidiera cita sin protestar mucho.

      Le pitó el teléfono para recordarle que quedaban cinco minutos para la reunión que había convocado; cinco minutos para volver a pensar en qué debía hacer Fyra con la filtración. Alguien había hablado del descubrimiento revolucionario de Harper incluso antes de que la FDA lo aprobara o hubiera una patente.

      Cinco minutos, cuando necesitaba una hora. Había aparecido por sorpresa el hombre que llevaba casi una década poblando sus pesadillas. Y algunos sueños húmedos.

      Debía controlar las emociones que sentía. La filtración la había enfurecido y estaba dispuesta a hallar al culpable. La empresa no solo había perdido una posible ventaja frente a la competencia, sino que no había garantía alguna de que esa persona no filtrara la fórmula secreta o la robara.

      Cinco minutos no eran suficientes para que se le tranquilizara el corazón antes de ir al encuentro de sus mejores amigas, que se darían cuenta inmediatamente de que le pasaba algo y de que ese «algo» tenía nombre masculino.

      Se retocó el maquillaje. Presentar tu mejor rostro no solo era el lema de la compañía, sino el suyo personal. La filosofía fruto de la ruptura con Gage había dado origen a una empresa multimillonaria. Ningún hombre volvería a estropearle el maquillaje.

      Fortalecida, ensayó una fría sonrisa, salió del cuarto de baño y se topó con Melinda, la recepcionista.

      –Hay un hombre en recepción que insiste en que tienes una cita con él.

      Era Gage. Se puso aún más nerviosa.

      –No tengo cita con nadie. Voy a una reunión.

      –Se lo he dicho, pero insiste en que habías programado la cita y en que ha venido desde Austin para verte –Melinda bajó la voz–. Se ha disculpado e incluso ha sugerido la posibilidad de que hayas citado a dos personas a la misma hora.

      ¿No había límite a su descaro?

      –¿Lo he hecho alguna vez?

      –Nunca. Pero yo… Bueno, me ha preguntado si no me importaba consultártelo y parecía tan sinceramente…

      –¿Qué hace Gage Branson en recepción? – preguntó bruscamente Trinity Forrester, la directora de mercadotecnia, . Puesto que había sido el hombro sobre el que Cass había llorado en la universidad, en la pregunta había un trasfondo del tipo: «Sujetadme o le corto los dedos».

      Cass reprimió un suspiro. Ya era tarde para que Melinda lo echara antes de que alguien lo viera.

      –Ha venido a hacerme una propuesta de negocios. Ya me ocupo yo de él.

      Aquello era estrictamente un asunto de negocios, y antes muerta que reconocer que no podía manejar a un competidor en su territorio.

      –Muy bien –Trinity se cruzó de brazos–. Tú te ocupas. Lo echas a la calle de una patada en su bien formado trasero. Es una pena que ese hombre tenga tantos problemas de salud.

      Melinda miró a las dos alternativamente.

      –¿Qué le pasa? –susurró.

      –Tiene una terrible alergia al compromiso y a la decencia –dijo Trinity–. Y Cass lo va a echar con clase. ¿Puedo ser testigo?

      Cass negó con la cabeza mientras ahogaba un gemido. Aquello era asunto suyo y no quería espectadores.

      –Será mejor que hable con él en mi despacho. Trinity, ¿les dices a Alex y Harper que tardaré unos minutos?

      –Muy bien. Pero si nos vas a privar del espectáculo, más vale que nos cuentes los detalles.

      Seguida de Melinda, que evidentemente, llegados a ese punto, no quería perderse nada, Cass se dirigió a recepción.

      Gage, de brazos cruzados y con la cadera apoyada en el mostrador como si fuera suyo, la miró y sus ojos castaños se iluminaron al tiempo que le dedicaba una sonrisa que a ella le produjo un cosquilleo en el vientre. Empezaban mal.

      Ella le indicó el pasillo con la cabeza.

      –Cinco minutos, señor Branson. Llego tarde a una reunión.

      –Señor Branson, me gusta cómo suena –dijo él guiñándole el ojo–. Con el debido respeto.

      Flirteaba de forma tan espontánea que ella se preguntó si se daba cuenta. Puso los ojos en blanco, le dio la espalda y se dirigió rápidamente al despacho.

      Él la alcanzó sin esfuerzo. Era más alto, a pesar de los tacones que ella llevaba. Su poderosa masculinidad dominaba un pasillo que a ella siempre le había parecido suficientemente ancho cuando la acompañaba otra persona.

      –¿Intentas recorrer un kilómetro en un minuto? No puedes ganarme aunque lo hagas descalza, y mucho menos con esos tacones –los miró con aprobación–. Me gustan.

      Ella sintió un calor repentino.

      –No me los he puesto para ti.

      ¿Por qué se le había ocurrido que era buena idea hablar con él en el despacho? Debería haber ido a la reunión y encargar a Melinda que lo echara.

      Pero él habría vuelto a presentarse hasta que ella hubiera accedido a recibirlo.

      Así que se libraría de él de una vez por todas.

      Capítulo Dos

      Cuando Cass se detuvo ante la puerta del despacho, Gage enarcó una ceja al leer la placa de color púrpura.

      –¿Directora de mejoras?

      –Cuestión de marca. Somos muy cuidadosas con todos los aspectos de la empresa. Tuve un tutor que me enseñó algunas cosas al respecto.

      Él sonrió sin hacer caso del sarcasmo. Ella había extendido el brazo para que la precediera al entrar y él no perdió la oportunidad de rozarla al hacerlo. Ella fingió que la piel que le había tocado no le cosquilleaba.

      –Sí, hablamos varias veces de estrategias comerciales. A propósito, conduzco un Hummer verde por cuestiones de marca.

      Cass había decorado el despacho, desde el cristal del escritorio a la alfombra, con el color púrpura de la marca de la empresa.

      –¿Porque quieres que todos lo vean y crean que GB Skin carece de conciencia ecológica y que su dueño es detestable? –preguntó ella con dulzura, antes de que él hiciera bromas sobre la decoración.

      Una cara empresa del centro de la ciudad había decorado los modernos despachos. No había sido barato, pero había merecido la pena. La empresa era suya, y le encantaba. Hacía tres años que se habían trasladado a aquel edificio, cuando Fyra había logrado por primera vez cincuenta millones de ingresos anuales.

      Fue entonces cuando supo que iban a triunfar.

      Haría lo que fuera necesario para que la empresa siguiera adelante.

      Él rio y se sentó en una silla púrpura.

      –Veo que sabes el nombre de mi empresa. Estaba empezando a pensar que te daba igual.

      –Se me da muy bien lo que hago y, por supuesto, conozco el nombre de mis competidores –Cass se había quedado cerca de la puerta, que había dejado abierta–.


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