La sorpresa del millonario. Kat CantrellЧитать онлайн книгу.
y vamos a hablar.
Ella no se movió. No se iba a acercar a él, después de que en el aparcamiento hubiera notado su aliento en el rostro y la hubiera afectado como lo había hecho. Al menos, al lado de la puerta le llevaba ventaja.
–No, gracias. Estoy bien aquí.
–No vas a quedarte de pie. Esa táctica solo funciona si la empleas con alguien que no sea quien te la enseñó.
Que él se hubiera dado cuenta de sus intenciones empeoró las cosas.
–Gage, las ejecutivas de Fyra me esperan en la sala de juntas. Déjate de rodeos. ¿A qué has venido?
Él no se inmutó.
–Los rumores sobre tu fórmula son ciertos, ¿verdad?
Ella se cruzó de brazos.
–Depende de lo que hayas oído.
Él se encogió de hombros.
–«Revolucionaria» es la descripción que más circula. Parece que la fórmula opera sobre las células madre para regenerar la piel, lo que cicatriza las heridas y elimina las arrugas. Nanotecnología en su máxima expresión.
Ella no pareció inmutarse.
–No voy a confirmarlo ni a negarlo.
Intentó respirar sin que Gage se diera cuenta de lo alterada que estaba. La filtración era peor de lo esperado. Cuando, el día anterior, Trinity había entrado en el despacho de Cass para enseñarle la nota en una revista digital, esta había leído horrorizada las escasas líneas sobre el producto que Fyra iba a lanzar al mercado. Pero ambas afirmaron que podía haber sido mucho peor. La revista daba muy poco detalles, sobre todo acerca de la nanotecnología, y esperaban que aquello fuera todo lo que había transcendido sobre el producto.
Parecía que no era así.
Era un desastre, que la aparición en escena de Gage empeoraba.
Él la observó detenidamente. Su aguda mirada no se perdía nada.
–Si mis fuentes son correctas, esa clase de fórmula debe de valer unos cien millones, que estoy dispuesto a pagar.
Ella cerró los ojos. Una cifra semejante era importante y, como directora general, debía presentar la oferta a las demás para analizarla. Pero conocía a sus amigas: coincidirían con ella en que la fórmula no tenía precio.
–Ya te he dicho que no está a la venta.
Él se levantó de repente y avanzó hacia ella. Cuanto más se le acercaba, más se le aceleraba el pulso, pero parpadeó con frialdad como si estuviera acostumbrada a hacer frente diariamente a hombres tan increíblemente atractivos como él.
–Lo inteligente es tener en cuenta todas las posibilidades –dijo él apoyándose en el marco de la puerta, muy cerca de ella–. Si la vendes, no tendrás que preocuparte de los detalles, como la aprobación por parte de la FDA, los costes de producción, etc. Te embolsas los millones y dejas el trabajo a otros.
Cass aspiró su olor a bosque y a hombre.
–No me asusta el trabajo –afirmó mientras intentaba no retroceder y apartarse de la línea de fuego. Era una lucha de voluntades y, si ella huía, él se daría cuenta de lo mucho que la afectaba.
Gage era un chamán místico y carismático. Bastaría con que la mirara para que ella lo siguiera a su mundo de hedonista placer. Al menos eso era lo que había sucedido en la universidad. Había aprendido algunos trucos desde entonces, además de a proteger con un escudo su frágil interior.
No pudo apartar la mirada de sus ojos mientras él le colocaba un mechón de cabello detrás de la oreja y sus dedos se detenían en ella más de lo necesario.
–¿De qué tienes miedo? –musitó él mientras su expresión se dulcificaba.
«De ti».
Cass tragó saliva. No sabía de dónde había salido ese pensamiento.
Gage no la asustaba. Lo que le asustaba era la facilidad con la que, en su presencia, olvidaba controlar sus emociones.
Aquel juego del gato y el ratón se había adentrado en un terreno peligroso.
–De los impuestos –masculló ella de forma estúpida y sin hacer caso de cuánto se le había acelerado el pulso.
¿Cuánto hacía que nadie la acariciaba? Muchos meses. Se había forjado una reputación de devoradora de hombres entre los hombres solteros de Dallas, lo cual había aumentado su popularidad, ya que ellos trataban de llamar su atención para poder cantar victoria. Generalmente no les hacía caso, porque aquel asunto la agotaba.
Y no perdía de vista que la razón de que masticara a los hombres y los escupiera estaba frente a ella. Era un hombre peligroso y no debía olvidar el daño que le había hecho.
Entonces se percató de que estaba manejando mal la situación.
No estaban en la universidad ni Gage era su tutor. Eran iguales. Y estaban en su terreno, lo que implicaba que era ella la que llevaba la batuta.
Si él quería jugar, ella jugaría.
Después de haberle colocado el mechón tras la oreja, Gage se quedó sin excusas para seguir tocándola.
–Gage –murmuró ella con voz ronca–. La fórmula no está a la venta y tengo una reunión. Así que creo que ya está todo dicho, a no ser que me ofrezcas algo mejor.
La vibración sensual que emanaba de su cuerpo lo envolvió, atrayéndolo hacia ella. La idea de acariciarla se tradujo en una potente, rápida y molesta erección.
–Puede que se me ocurra algo –dijo él en el tono más bajo que le permitían las cuerdas vocales. Vaya, ella le había afectado incluso la voz.
«Vamos, recuérdale por qué la fórmula solo debe vendértela a ti». Debía centrarse y evitar pensar en ella. Bajó la mano.
–Has hecho cosas estupendas aquí, Cass. Estoy orgulloso de lo que has conseguido.
Se cruzó de brazos para no recorrerle el cuello con el meñique. La mitad inferior de su cuerpo no había captado el mensaje de que el objetivo era que ella se excitara, no lo contrario.
–¿Recuerdas el proyecto en el que te ayudé para la clase del doctor Beck?
Fue entonces cuando comenzaron a acostarse. Él no recordaba que Cass lo atrajera entonces de forma tan magnética. Seguro que quería desnudarla, pero a los veinticuatro años quería desnudar a las mujeres en general. Ahora tenía gustos más refinados, pero ninguna de las mujeres con las que había salido lo había enganchado de esa manera ni tan deprisa.
Claro que nunca volvía a ver a sus antiguas amantes. Tal vez cualquiera de ellas lo afectaría del mismo modo, si lo hacía, pero lo dudaba.
Ella entrecerró los ojos.
–¿El proyecto en el que tenía que crear una empresa sobre el papel, un plan de mercadotecnia, un logotipo y todo lo demás?
–Sí, ese. Sacaste matrícula de honor, si la memoria no me falla. Pero no lo hiciste sola. Te orienté a cada paso, te enseñé. Te infundí tus cualidades como directora general.
Había hecho tan buen trabajo que allí estaba, como un imbécil, en su empresa, negociando sobre un producto de Fyra que era mejor que el suyo. ¡Qué paradoja!
Ella esbozó una sonrisa indulgente, que él no confundió con una amistosa.
–Tienes buena memoria, pero si quieres ofrecerme algo más, hazlo ahora.
–El éxito que has tenido… –señaló el despacho con la mano, sin dejar de mirarla– es increíble. Pero no has llegado hasta aquí sola: yo soy un factor importante en ese éxito.
–En efecto –afirmó ella rápidamente–. Me enseñaste algunas de las cosas más