Imitación del hombre. Ferran ToutainЧитать онлайн книгу.
había venido de fuera, con la inmigración. Consecuente con su lógica, al ejercer su oficio de corrector de catalán, cada vez que encontraba en un texto una referencia al Front d’Alliberament Gai de Catalunya, sustituía la i latina de la palabra gai —con la que la organización quería catalanizar el término inglés gay—* por una i griega; no porque tuviera el criterio de respetar la forma original de las palabras tomadas de otras lenguas, pues el hombre era siempre muy partidario de la adaptación ortográfica, sino para dejar bien claro que la lengua catalana no podía tener relación alguna con esa clase de cosas.
En la cultura judeocristiana, la homosexualidad se ha visto durante siglos como una práctica aberrante, pero no hay manera humana de entender qué diferencia moral puede haber entre buscar las partes íntimas de una persona del propio sexo y buscar las del sexo contrario. Se trata, en ambos casos, de un comportamiento más natural que los que se observan en la mayor parte de las actividades sociales, porque las partes íntimas no las busca nadie que no esté poseído por el trasiego del erotismo, que es una de las pocas pasiones humanas que podemos atribuir del todo a la Naturaleza.
Sin embargo, el acto sexual, todo acto sexual, en tanto que pone su mayor interés en los órganos del cuerpo que utilizamos alternadamente para copular o excretar, no puede dejar de ser percibido por algunas personas como aberrante. Son seres anormales, violentados en lo más profundo de sus naturalezas por las ideas recibidas, hasta el punto de no poder comprender que es precisamente ese interés, en virtud del cual lo más vulgar se transmuta en lo más sublime, lo que da al goce sexual su innegable trascendencia. Si el apareamiento no requiriera el contacto con las partes íntimas, los puritanos no le opondrían probablemente la más mínima objeción, pero entonces el sexo perdería toda su espiritualidad.
Si bien en la vida humana no existe, con toda probabilidad, nada que cree una ilusión mayor que el sexo, y por esta sola razón ya tiene mucha más importancia que la mayoría de las cosas que hacemos en este mundo, sus variantes no son en realidad nada más que preferencias personales tan irrelevantes para la vida social como el gusto que uno puede hallar en una determinada tendencia culinaria. Y tan absurdo como resultaría que una persona fuera menospreciada o penalizada por su afición a la comida exótica o a la cocina de diseño, es que las inclinaciones sexuales de cada individuo puedan provocar el rechazo, el escándalo o la persecución legal por parte de otros individuos, como ocurría en la sociedad que conocí en mi infancia y como sigue ocurriendo en muchas sociedades del presente. De hecho, incluso resulta más absurdo, porque uno se ve obligado en ciertas ocasiones a compartir menús que detesta y, en cambio, nadie se ve forzado, por etiqueta social, a participar en prácticas sexuales de las que no quiere saber nada. Ahora bien, siendo como es el deseo sexual una de las pocas experiencias humanas en las que el sistema nervioso manda más que la pulsión imitativa, sería mejor celebrarlo con discreción en lugar de obligarlo a participar en el carnaval de las identidades colectivas.
Algunos machos heterosexuales ostentan públicamente su condición paseándose por las playas con aires de semental, y hay también ejemplares del sexo femenino que despliegan todos los estereotipos de la hembra en celo. Se complacen en el mismo tipo de exhibición que aquellos homosexuales de los que se suele decir que «tienen mucha pluma», pero el reclamo es una tendencia general de las especies y, en justicia, a estos últimos no se les puede reprochar nada que a su vez no haya que reprochar, ya no únicamente a los sementales de las playas (si unos muestran la pluma, los otros muestran el pelo) o a las féminas ardientes, sino también a los hombres que se hacen el hombre en cuanto se les presenta la ocasión de interpretar el papel y a las mujeres que procuran encarnar en toda circunstancia el ideal de feminidad.
Muy distinta consideración merece, por el contrario, el homosexual identitario, aquel que, a imitación de las actuales feministas, dedica la vida a exigir que le sean reconocidos los privilegios de las especies protegidas. Como todas las personas que se desplazan en manada, esa clase de individuo vive torturado por obsesiones minimalistas y tolera muy mal el simple hecho de que se le llame homosexual en lugar de gay o lesbiana. En una tertulia radiofónica, una periodista que destaca por su afán de denuncia y su voluntad de influencia se indignó con un compañero de mesa que usó la palabra homosexual para referirse a las mujeres que se aparejan con otras mujeres: estaba convencida de que homo significaba ‘hombre’ y le parecía muy lamentable que la mentalidad patriarcal no se dignase a conceder derechos de género ni siquiera en un asunto de tan obvia diferenciación identitaria como el que se discutía en aquel momento.
En una sociedad que ha reconocido la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, el homosexual identitario, condenado como los nacionalistas y los puritanos a estar siempre pendiente de las ofensas morales, se ve abocado a negar con su propia actitud la normalidad a la que cree aspirar. Para adquirir, pues, normalidad completa, el homosexual debería renunciar a la irritabilidad identitaria y aceptar sin problema la naturaleza risible de sus costumbres, un atributo que podría situarle en un perfecto plano de igualdad con el heterosexual, el cual no tiene nada que envidiarle en ese punto.
IMITACIÓN Y CONTRAIMITACIÓN DE LAS TÍAS. Por pudor, algunos tíos —y más en particular algunas tías—, abonados a los mismos principios morales que los compañeros de trabajo de aquel fumador de pipa sorprendido en un antro clandestino, renunciaban a airear en público sus obsesiones sexuales y se limitaban a recordar el cumplimiento de las obligaciones religiosas, las normas de decencia o las virtudes del ahorro y del levantarse temprano todas las mañanas, y no perdían ocasión de hacer notar que pasaban un disgusto muy gordo cuando un sobrino se dejaba barba o pelo largo o una sobrinita los sorprendía un buen día con una forma de vestir un tanto indecorosa. Tal disgusto podía convertirse en un sufrimiento prolongado si se llegaba a saber que los sobrinos llevaban con sus respectivas parejas una perfecta vida matrimonial sin haber pasado nunca por la sacristía. Mientras, por reacción contraimitativa, los sobrinos fueron asimilando su propio código de honor. Si corría la noticia de que alguno de ellos, cediendo a la presión familiar, había pasado finalmente por la sacristía, sus conocidos se escandalizaban como unas tías, y se sabe que esos escándalos llegaban a romper de vez en cuando muy sólidas amistades. El comentario inoportuno de un colega que pudiese dar a entender una cierta tendencia de su parte a apreciar el ahorro o a levantarse temprano (o a no apreciar en absoluto algunos artículos del código de honor, de los cuales era sin duda el más importante el que incitaba a vivir peligrosamente en cualquier momento y lugar) no rompía la amistad pero provocaba el sarcasmo.
La banalización del concepto nietzscheano de vivir peligrosamente es una de las ideas recibidas más solicitadas que se hayan inventado jamás. En su versión popular, inseparable, desde el romanticismo, de una cierta manera de entender la juventud, no llega a desplegar todas sus posibilidades hasta la aparición de los movimientos contraculturales de la segunda mitad del siglo XX. En relación con otras ideas perversas de la derecha tradicionalista y la izquierda revolucionaria, la exaltación del riesgo puede reclamar, ciertamente, la misma superioridad moral que posee el suicidio sobre el asesinato: la maldición que profiere no recae sobre los demás sino sobre uno mismo, pero los que sucumben a ella hasta el extremo de perder la vida no dejan de morir por una idea, como los anarquistas, los comunistas, los fascistas o los integristas islámicos. Algunos se han regido, y siguen rigiéndose, por ese principio porque no conciben que la libertad pueda ser otra cosa que experimentar intensamente el peligro de partirse el cráneo encima de una moto con la sangre llena de sustancias euforizantes; otros lo adoptan a ciegas o sin estar muy convencidos de su necesidad: la imitación se muestra a menudo más potente que el instinto de supervivencia. Absorbidos, entre las décadas de los setenta y los ochenta, por el consumo de heroína adulterada y otras formas de autodestrucción, los pobres sobrinos horrorizados por la prudencia de sus tías hacen pensar en aquel episodio monstruoso de Las aventuras de Pinocho en el que los niños, emborrachados por las diversiones prohibidas que encuentran en el País de los Juguetes, donde la libertad no conoce límites y no hay que dar explicaciones a nadie, no descubren hasta que ya es demasiado tarde que han empezado a transformarse en asnos.
IMITACIONES NACIONALES. Borges dijo de García Lorca que fue un andaluz profesional. A diferencia de otros profesionales de la nacionalidad, Lorca no se empleó únicamente en ese oficio, pero la expresión es afortunada. En este mundo pueden verse de continuo ingleses,