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Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre DíazЧитать онлайн книгу.

Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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salud bastante frágil 2, y aun así viví hasta los 76 años, que por aquella época eran muchos. Aparte de esto, gracias a Dios, era capaz de poner mi salud al servicio de los otros y, por tanto, tenía fuerza moral y psicológica 3. Con respecto a las enfermedades, mi apreciación tiene sus raíces en mi propia experiencia personal. Como conté en mis Confesiones, un libro de alabanza a Dios, «siendo aún niño fui preso repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte» 4. Este cólico me produjo un intenso dolor que me duró un buen tiempo. La enfermedad fue lo suficientemente grave como para pensar en bautizarme –de modo especial mi madre, Mónica, alarmada por la violencia del ataque–, algo que entonces se retrasaba bastante tiempo. Pero, cuando vieron que me había curado rápido, no me administraron el bautismo. Pudo ser una sencilla indigestión ocasionada por aquellas frutas demasiado verdes que comí 5 u otra clase de enfermedad que no recuerdo. Tampoco sé si llamamos al médico o no. Por otro lado, en el juego era ambicioso y me esforzaba, por lo menos, en igualarme a los demás. Por tanto, siendo muchacho, era robusto 6.

      Esta no fue la última vez que estuve al borde de la muerte. De joven, en el año 383, cuando tenía 29 años, estaba en Roma como huésped de un maniqueo 7 y «fui recibido con el azote de una enfermedad corporal […] cargado con todas las maldades que había cometido contra ti [oh Dios], contra mí y contra el prójimo, además del pecado original, en el que todos morimos en Adán» 8. «Parecía que se trataba de una grave enfermedad de carácter infeccioso» 9. Pero, gracias a Dios, me restablecí y me salvé «en cuanto al cuerpo, para tener a quien dar después una mejor y más segura salud» 10.

      Cuando era joven, tenía miedo a los dolores, a la muerte y a la pérdida de mis amigos. En Los soliloquios escribí así:

      Agustín: A mi parecer, solo me turbarían tres cosas: el miedo a la pérdida de los amigos, el dolor y la muerte.

      Razón: Amas, pues, la vida en compañía de tus queridísimos amigos, y la buena salud, y la vida temporal del cuerpo, pues de lo contrario no temerías perderlas.

      Agustín: Confieso que es así 11.

      Tres años después, en el verano del 386, «debido al excesivo trabajo literario, había empezado a resentirse mi pulmón y a respirar con dificultad, acusando los dolores de pecho que estaba herido y a negárseme a emitir una voz clara y prolongada; me turbó algo al principio, por obligarme a dejar la carga de aquel magisterio casi por necesidad o, en caso de querer curar y convalecer, interrumpirlo ciertamente» 12. Tenía dolores en el pecho, dificultades respiratorias y debilidad en la voz. Por eso, en el otoño del 386, mi amigo Verecundo me ofreció hospitalidad en una casa en Cassiciacum, no muy lejos de Milán.

      Además de esto estaba atormentado «con un dolor de muelas», dolor de dientes, y «como arreciase tanto que no me dejase hablar, se me vino a la mente avisar a todos los míos presentes que orasen por mí» 13 ante el Señor, Dios de toda salud. No tenía ninguna fuerza para hablar y, por tanto, «escribí mi deseo en unas tablillas de cera y las di para que las leyeran. Luego, apenas doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel dolor. ¡Y qué dolor! ¡Y cómo huyó! [...] Nunca desde mi primera edad había experimentado cosa semejante» 14.

      Poco tiempo después, cuando tenía 32 años, al terminar las vacaciones de la vendimia, anuncié a los estudiantes milaneses mi renuncia como profesor oficial de retórica por dos razones. Por una parte, había determinado consagrarme al servicio de Dios y, «por otra, no podía atender a aquella profesión por la dificultad de la respiración y el dolor de pecho» 15. El problema de la respiración y el dolor en el pecho continuaba, aunque nunca decía qué tipo de enfermedad en el pecho tuve 16.

      Los problemas de las infecciones, los problemas respiratorios y los problemas con la voz que tuve, los tres fueron importantes en mi profesión de retórico antes de convertirme a la Iglesia católica. Estos problemas de salud influyeron mucho cuando, cerca del año 397, escribí una regla para servir como referente a todos los religiosos.

      Alrededor del año 389 viajé desde Tagaste a Cartago, pero, como escribí en una carta 17 a Nebridio –un amigo íntimo mío, que murió a una edad precoz y que venía de una familia rica, lo cual no garantizaba la salud en mi mundo–, porque el trayecto no fue corto y además, con mi debilidad corporal, no podía hacer lo que quería. Entonces tomé la decisión de renunciar en absoluto a querer más de lo que podía 18.

      Hacia la mitad del año 397 estuve otra vez enfermo. Recuerdo que, en una carta 19 que escribí al hermano Profuturo por la muerte del primado Megalio, decía al inicio que había estado «bien por lo que toca al espíritu, cuanto place al Señor y según las fuerzas que se ha dignado infundirme; pero, en cuanto al cuerpo» 20, había estado en cama. Ni podía caminar, ni mantenerme en pie, ni sentarme, por la hinchazón y dolor de las hemorroides 21. Además, pedí que rogara por mí «para que utilice con temperancia los días y para que tolere con buen ánimo las noches» 22.

      En el año 410, a la edad de 56 años, me retiré a una villa en el campo, en las afueras de Hipona, a causa de mi salud 23, a fin de restablecerme 24. En una carta de respuesta 25 a Dióscoro, sobre las cuestiones del Orator y de los libros De oratore, de Cicerón, confesé que «yo no hubiese osado tratarlos si no me hubiese sacado de Hipona una convalecencia, en la que me sorprendió la llegada de tu emisario. Algunos días después se me han presentado de nuevo la fiebre y los achaques. Por eso te remito la respuesta algo más tarde de lo que en otro caso hubiese podido remitirla» 26.

      En el 411, en una carta a Albina, Piniano y Melania, ofrecí excusas por mi ausencia, y es que, «o por mi estado de salud o por mi complexión», no podía tolerar el frío, aunque habían venido de tan lejos solo para visitarnos 27. La humedad, a causa del clima costero de Hipona, penetraba en mis huesos.

      En la primavera del 414, ya a los de 60 años, tuve que excusarme de asistir a asambleas. Decía a Ceciliano que yo no podía sobrellevar tanto peso, pues, aparte de mi propia debilidad, notoria para todos los que me conocían íntimamente, se me había echado encima la vejez, enfermedad común del género humano 28.

      Ya cerca de la Navidad del 425 29 aludí a mis achaques en un sermón en Hipona. En aquel momento dije que

      mucho he hablado; disculpad esta vejez locuaz, pero tímida y débil. Como veis, los años me acaban de hacer anciano, más por la debilidad de mi cuerpo desde hace ya tiempo. De todos modos, si Dios quiere y me da fuerzas, no os defraudaré en lo que os he dicho. Orad por mí para que, mientras el alma more en este cuerpo y tenga fuerzas, muchas o pocas, pueda serviros en la palabra de Dios 30.

      Como había dicho unos quince años antes 31 en otro sermón, que pudiera ser una buena descripción mía: «Uno es hombre: nace, crece, envejece. Múltiples son los achaques de la vejez: aparecen la tos, las flemas, las legañas, la angustia y la fatiga. Así pues, envejece el hombre y se cubre de achaques; envejece el mundo y se cubre de tribulaciones» 32.

      La cuestión de la voz siempre me ha dado algunos problemas. Hablé mucho y dicté muchas obras sin cansarme. Recuerdo un hecho en relación con mi voz, en el 426, durante la designación de mi sucesor en la cátedra de Hipona 33, cuando tuve que parar al menos seis veces para que la gente se callase y se mantuviese en sumo silencio antes de hablar y pronunciar unas palabras.

      Cerca del final de mi vida, en el tercer mes del asedio de mi ciudad, enfermé con unas fiebres 34, además de que la enfermedad de la vejez estaba más presente. Tenemos todo el escenario desde la perspectiva de mi amigo Posidio en la biografía sobre mí:

      Así lo hizo él en su última enfermedad, de la que murió, porque mandó copiar para sí los Salmos de David que llaman de penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared, ante los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente; y para que nadie le distrajera de su ocupación,


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