Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
dudas –admitió el otro algo amoscado–. Mas por lo que ahora os estoy preguntando es por su capacidad de aglutinar a su alrededor a las fuerzas rebeldes.
–¿De qué fuerzas rebeldes me estáis hablando? –se escandalizó el de Sigüenza poniéndose en pie de un salto para comenzar a pasear nerviosamente de un lado a otro de la estancia–. Que yo sepa de lo único que se habla aquí es de una humilde carta a la reina.
–No tan humilde.
–¿Ah, no?
–No, en absoluto. ¿O es que acaso no habéis reparado en que se hace mención a un derramamiento de sangre? ¿Es humilde quien habla de derramar sangre?
–Se refiere a la de su gente, no a la de los españoles.
–¿Os imagináis que se dejarían matar como corderos? Si hay lucha caerán algunos de los nuestros.
–¡Lógico! –admitió Fray Bernardino–. Pero resulta evidente que no quieren luchar a ningún precio.
–No veo por parte alguna tal evidencia.
–Decid más bien que no os conviene verla –puntualizó el franciscano–. Y no se me antoja justo.
–Os recuerdo que estáis aquí como consejero, no como crítico –masculló molesto el gobernador, al tiempo que se servía una copa de su amado licor de guindas–. Decidme qué opináis sobre esa india y no especuléis sobre unos planes que aún no tengo muy claros.
Fray Bernardino, al que las pulgas o los piojos habían comenzado de pronto a agredir con especial fruición en la entrepierna, se volvió para rascarse sin llamar en exceso la atención de su interlocutor, y cuando se sintió reconfortado, replicó con voz entrecortada por el esfuerzo:
–La principal misión de un consejero estriba en advertir sobre los errores que pueda cometer, dado que, una vez cometidos, de poco sirven las palabras. –Lanzó un breve suspiro de alivio–. Y en este caso, iniciar un nuevo enfrentamiento armado se me antoja una equivocación.
–No son de la misma opinión mis capitanes.
–Un militar sin guerra es como un cura sin parroquia –sentenció el otro mordaz–. Y de Vos depende escuchar a quien os habla movido por motivos personales, o a quien lo hace libre de cargas.
–Yo os escucho.
–Como al viento que dejará de soplar mañana. Y os recuerdo que Sus Majestades han expresado más de una vez públicamente que los intereses de los indígenas deben primar sobre los de cualquier otro por importante que sea.
–Públicamente –recalcó con intención Ovando–. Pero en privado mis órdenes son controlar la situación a toda costa, puesto que hasta que no ejerzamos un dominio total sobre La Española no estaremos en condiciones de emprender el asalto al continente.
–Asalto es una palabra muy dura, y a mi modo de ver plagada de connotaciones negativas –sentenció Fray Bernardino–. Y me espanta mirar hacia delante e imaginar en qué puede convertirse lo que nació como una hermosa labor evangelizadora. Cada día llegan más y más hombres de armas y cada día menos pastores de almas.
Aquella era una verdad tan evidente, que ni tan siquiera alguien tan proclive a la retórica como Ovando encontraba argumentos válidos con los que combatirla, e incluso a él mismo le preocupaba el hecho de que casi cada mes arribaran grandes naves cargadas de desesperados aventureros que creían ver en las tierras de aquella orilla del océano la solución a todos sus problemas. El continuo flujo de nuevas bocas que alimentar, nuevos cuerpos a los que dar cobijo, y nuevos brazos a los que ofrecer un trabajo digno, comenzaba a proporcionarle innumerables quebraderos de cabeza, robándole demasiadas horas del día dado que su afán por centralizar el poder le obligaba a hacer frente a una infinidad de cuestiones absurdas que con frecuencia le exasperaban. Sobraban capitanes, soldados, abogados, vagabundos, campesinos, comerciantes y prostitutas, a la par que faltaban médicos, artesanos, maestros de obras y arquitectos capaces de planificar una ciudad destinada a convertirse en capital de un imperio en ultramar.
–Me envían los desechos… –se quejaba, con amargura–. ¡Basura!, cuando lo que tan magna empresa necesita es lo mejor de cuanto pueda dar España.
Y es que en buena lógica, lo mejor que en ese campo tenía España en aquella época, y que por desgracia no era gran cosa, prefería quedarse en Toledo, Sevilla o Barcelona, a lanzarse a una incierta aventura por tierra de salvajes.
En lo más íntimo de su ser el gobernador Ovando echaba de menos a los intelectuales y artesanos judíos, y sin osar comentarlo ni aun con el fiel Fray Bernardino, a menudo se sorprendía a sí mismo calculando la cantidad de prodigios que conseguiría llevar a cabo si le permitieran rodearse de un puñado de los cientos de miles de judíos y moriscos que habían sido expulsados de la península diez años antes.
En su opinión, aquella era gente que sabía hacer bien las cosas, a la que gustaba el trabajo, sobria, eficaz y diametralmente opuesta a la pandilla de inútiles borrachines que infestaban las tabernas de Santo Domingo, y que no pensaban más que en fanfarronear sobre las fabulosas hazañas que llevarían a cabo en un futuro.
Fray Nicolás de Ovando tenía muy claro que el español era un pueblo que siempre estaba pensando en construir un fantástico futuro partiendo de un desastroso presente, y cada vez que se asomaba a la balconada del alcázar para tomar conciencia del manicomio en que se había convertido aquel perdido rincón del Paraíso, se echaba las manos a la cabeza y clamaba al cielo para que tuviera a bien enviarle a alguien que le ayudara a poner un poco de orden en semejante caos.
Le habían enviado a edificar los cimientos de un imperio con ayuda de hombres que tan solo pensaban en destruir, y a levantar ciudades con quienes preferían quemarlas.
–Menos espadas y más paletas de albañil es lo que necesito –mascullaba–. Menos ballestas y más hoces; menos caballos enjaezados y más mulas que tiren de los carros.
Lo decía, aunque en el fondo le constaba que para poder alzar allí una ciudad, alguien tenía que haber luchado antes espada en mano por dominar aquella tierra. Y le constaba también que Santo Domingo era tan solo el comienzo; la cabeza de puente; el punto de partida desde el que semejante cuerda de fantoches alborotadores se lanzarían a conquistar el Nuevo Mundo.
Y eso le aterrorizaba.
El gobernador Fray Nicolás de Ovando, caballero de la Orden de Alcántara, doctor por las universidades de Valladolid y Salamanca, hombre culto y prudente pero cuyo principal defecto era un ciego racismo, ofrecía, no obstante, un curioso contraste en su compleja y desconcertante personalidad, puesto que pese a sentirse castellano hasta la médula y adorar a su patria experimentaba un profundo desprecio y casi aborrecimiento por la mayoría de sus compatriotas.
Aunque a decir verdad, lo que Fray Nicolás de Ovando aborrecía no era a su gente, sino la ignorancia en que se encontraba inmersa una sociedad recién salida de una guerra que había durado casi ocho siglos y que se esforzaba por olvidar todo lo bueno que los invasores les habían proporcionado, sin molestarse por aportar nada a cambio.
No habían pasado más que diez años desde la conquista del último reino moro de Granada y la expulsión de los judíos, pero ya había quienes se empecinaban en negar toda evidencia de la incontestable influencia que sus culturas habían tenido en la sociedad española, alzando el execrable pendón de un cristianismo a ultranza, incluso en cuestiones que hubieran obligado a sonreír a no ser porque en ocasiones llegaba a convertirse en algo trágico.
Un simple gesto, una exclamación, e incluso el hecho de no escupir al pasar ante una antigua mezquita o una sinagoga, podía acarrear una grave acusación que acababa por conducir al más inocente ante las mismas gradas de un tribunal de la Santa Inquisición.
Fray Nicolás de Ovando se consideraba a sí mismo un buen cristiano con una sincera fe nacida de su profundo amor a Dios y no del miedo a su cólera, y tal vez era por ello por lo que se sentía tan íntimamente ligado a quien, como Fray Bernardino de Sigüenza, anteponía dicha fe a cualquier otra consideración política.
Pero