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Tiempo pasado. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Tiempo pasado - Lee Child


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pues. Había escuchado algo.

      Esperó que se repitiera. Algo que consideró una debilidad evolutiva. El producto no era aún perfecto. Era todavía un proceso de dos pasos. Una vez para despertarte, y una segunda vez para decirte qué era. Mejor hacer las dos cosas juntas, seguro, en la primera vez.

      No escuchó nada. Ya no muchos sonidos seguían siendo sonidos para el cerebro reptiliano. El paso o el siseo de un antiguo depredador era poco probable. Las ramitas de bosque más cercanas como para ser pisadas y rotas sonoramente estaban a kilómetros de distancia más allá de los límites de la ciudad. No mucho más asustaba al córtex primitivo. No en el reino del sonido. A los sonidos más nuevos se los procesaba en otro lado, en la parte frontal del cerebro, que estaba bien alerta de los raspones y chasquidos de las amenazas modernas, pero que no tenía la antigüedad como para despertar de un sueño satisfactorio y profundo a una persona.

      ¿Entonces qué lo despertó? El único otro sonido verdaderamente antiguo era una petición de ayuda. Un grito, o una súplica. No un chillido moderno, o un festejo o unas carcajadas. Algo profundamente primitivo. La tribu, siendo atacada. En la parte más lejana. Una alarma temprana y distante.

      No escuchó más nada. No se repitió. Salió de debajo de las sábanas y prestó atención a la puerta. No escuchó nada. Agarró una almohada de plumas y tapó la mirilla. Ninguna reacción. Ningún disparo en el ojo. Miró fuera. No vio nada. Un pasillo brillante y vacío.

      Corrió las cortinas y miró la ventana. Nada ahí. Nada en la calle. Oscuridad total. Todo tranquilo. Se volvió a meter en la cama y le dio unos golpes a la almohada para que recuperase la forma y se volvió a dormir.

      Patty Sundstrom también se despertó un minuto pasadas las tres. Había dormido cuatro horas y entonces algún tipo de agitación subconsciente se había abierto camino y la había despertado. No se encontraba bien. No por dentro, como sabía que debería. En parte tenía el retraso en la cabeza. En el mejor de los casos llegarían a la ciudad promediando el día siguiente. No las mejores horas para hacer negocios. Por encima de lo cual estaban los cincuenta dólares extra por la habitación. Además del coche que era una cantidad desconocida. Podía costar una fortuna. Si se necesitaban repuestos. Si se tenía que adaptar algo. Los coches eran geniales hasta que no lo eran. Aun así, el motor había arrancado cuando salieron de la oficina. El tipo del motel no parecía muy preocupado al respecto. Puso cara de que todo iba bien. No fue hasta la habitación con ellos. Lo que también estuvo bien. Odiaba cuando la gente la perseguía, para mostrarle dónde estaba el interruptor de la luz, y el baño, juzgando sus cosas, actuando de forma servil, queriendo una propina. El tipo no hizo nada de eso.

      Pero igual no se encontraba bien. No sabía por qué. La habitación era agradable. Estaba recién renovada, tal como habían dicho, cada centímetro. Los tableros de las paredes eran nuevos, y el techo, y las molduras, y la pintura, y la alfombra. Nada arriesgado. Ciertamente nada llamativo. Parecía una actualización de lo que fuera que hubiera habido antes ahí por tradición, pero recién puesto a punto y auténtico y pulcro y sólido. El aire acondicionado era fresco y silencioso. Había un televisor de pantalla plana. La ventana era un modelo caro, con dos gruesos paneles de vidrio sellados con juntas térmicas, que tenían una persiana eléctrica en el espacio entre uno y otro. No tenías que tirar de una cinta para cerrarla. Apretabas un botón. No se habían ahorrado nada. El único problema era que la ventana no se abría. Lo que le habría preocupado en caso de incendio. Y en general le gustaba en una habitación una corriente de aire nocturno. Pero en conjunto era un lugar decente. Mejor que la mayoría de los que había visto. Quizás incluso valía cincuenta dólares.

      Pero no se encontraba bien. No había teléfono en la habitación, ni señal de móvil, por lo que después de media hora habían vuelto a la oficina para preguntar si podían usar el teléfono del motel para pedir una comida caliente. Pizza quizás. El tipo en la recepción había sonreído con una sonrisa entre apenada e irónica y había dicho que lo lamentaba, pero que estaban demasiado alejados como para entregas. Nadie llegaba hasta ahí. Dijo que la mayoría de los huéspedes iban en coche hasta un diner o un restaurante. Shorty tenía aspecto de ir a enfadarse. Como si el tipo estuviera diciendo: la mayoría de los huéspedes tienen coches que funcionan. Quizás algo que ver con la sonrisa entre apenada e irónica. Después el tipo dijo: “Pero eh, nosotros tenemos pizzas en el congelador allá en la casa. ¿Por qué no venís a comer con nosotros?”.

      Lo que fue una comida rara, en una residencia vieja y oscura, con Shorty y el tipo y otros tres iguales a él. Misma edad, mismas pintas, con alguna especie de misma conexión de onda entre ellos. Como si estuvieran todos en una misión. Tenían algo de nervioso. Después de conversar un poco ella llegó a la conclusión de que eran todos inversores que estaban totalmente embarcados en el mismo nuevo emprendimiento. El motel, asumió. Asumió que lo habían comprado y que estaban intentando sacarlo adelante. Como fuera, eran todos extremadamente correctos y corteses y conversadores. El tipo de la recepción dijo que su nombre era Mark. Los otros eran Robert, Steven y Peter. Todos hicieron preguntas inteligentes acerca de la vida en Saint Leonard. Preguntaron sobre el exigente viaje en coche hacia el sur. Otra vez Shorty tenía aspecto de irse a enfadar. Pensaba que lo estaban tratando como a un estúpido por salir de viaje con un coche en malas condiciones. Pero el tipo que dijo que era el que se ocupaba de los quads, que era Peter, dijo que él hubiera hecho exactamente lo mismo. Puramente por razones estadísticas. El coche había funcionado durante años. ¿Por qué asumir que iba dejar de hacerlo ahora? Las probabilidades decían que iba a seguir funcionando. Siempre lo había hecho hasta entonces.

      Después dijeron “buenas noches” y volvieron caminando a la habitación diez, y se fueron a dormir, salvo que ella se volvió a despertar cuatro horas más tarde, agitada. No se encontraba bien, y no sabía por qué. O quizás sí. Quizás simplemente no lo quería admitir. Quizás era ese el problema. La verdad era que, en el fondo, ella suponía que probablemente estaba enfadada con Shorty mismo. El gran viaje. La parte más importante de su plan secreto. Salió con un coche en malas condiciones. Era tonto. Era más tonto que sus propias patatas. ¿No podía invertir un dólar por adelantado? ¿Cuánto habría costado, en un taller con un cupón? Menos que los cincuenta dólares que estaban pagando por el motel, eso seguro, que Shorty la estaba también molestando para que le reconociera que era un lugar raro gestionado por gente rara, lo que para ella era un conflicto, porque realmente ella sentía que un grupo de jóvenes amables la estaban rescatando, como caballeros en brillantes armaduras, de un aprieto enteramente ocasionado por un productor de patatas tan tonto como para no hacer revisar su coche antes de emprender un viaje de más de mil quinientos kilómetros a, ¡sí!, otro país, con, ¡sí!, algo muy valioso en el maletero.

      Tonto. Quería aire. Salió de la cama y caminó despacio hasta la puerta. Giró el pomo, y apretó su otra mano contra el marco para equilibrar, así podía abrir la puerta sin hacer ningún ruido, porque quería que Shorty siguiera durmiendo, porque no quería tener que lidiar con él ahí mismo, tan enfadada como estaba.

      Pero la puerta estaba atascada. No se movió en lo más mínimo. Comprobó que estuviera correctamente destrabada de adentro, y probó el picaporte hacia ambos lados, pero no pasó nada. La puerta estaba atascada. Quizás no la habían ajustado correctamente después de la instalación. O quizás se había hinchado con el calor del verano.

      Tonto. Muy tonto. Esta era la ocasión en la que Shorty le podía servir. Era bajito, compacto, fuerte y macizo. De andar cargando por ahí bolsas de patatas de cincuenta kilos. ¿Pero lo iba a despertar y le iba a pedir? Ni de casualidad. Volvió en silencio a la cama y se metió al lado de él y miró el techo, que era liso y auténtico y pulcro y sólido.

      Reacher se volvió a despertar a las ocho de la mañana. Haces brillantes de un sol fuerte entraban por los bordes de las cortinas. Había polvo en el aire, flotando ligeramente. Había unos sonidos apagados de la calle. Coches esperando, después moviéndose. Un semáforo al final de la manzana, presumiblemente. Ocasionalmente el escándalo asordinado de un claxon, como si un tipo adelante hubiera mirado para otro lado y se hubiera perdido el verde.

      Se duchó, y rescató sus pantalones de abajo del colchón, y se vistió, y salió en busca del desayuno. Encontró


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