Las rumbas de Joan de Sagarra. Enrique Vila-MatasЧитать онлайн книгу.
douceur
d’aller là-bas vivre ensemble!”
Pero pierde siempre el tren. Todos lo sabían menos él. Aunque solo él puede escribir: “El expreso acaba de salir. El quinto sigue jugando al millón. Pago el Picon y echo a andar en dirección a las Ramblas. Cenaré algo por ahí y luego iré al Romea. Miércoles, 18 de noviembre: una vez más he perdido el tren”. Solo él, muy pocos como él, puede escribir con tanta amargura, porque sabe lo que es el sufrimiento, la cotidianeidad pobre y vacía, la rabia y el hastío; porque solo él, y muy pocos como él, ha luchado tan desesperadamente consigo mismo y con los otros; porque solo él, y rarísimos como él, ha querido marcharse y lo ha creído posible...
Lo que viene después es evasión. No evasión estúpida a mundos maravillosos, a paraísos artificiales, sino evasión total, hermana del suicidio. Se toma un Picon, dos, tres, veinte. Y, en casa, un fármaco, dos, tres, veinte, hasta que se duerme, hasta que desaparece definitivamente.
Pero al día siguiente, todo vuelve a empezar:
“Al quinto Picon logré dormirme. Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Leí un artículo de Arbó en el que elogiaba a los hippies y aquel otro de Aranguren en el que, como español, nos prometía contarnos las relaciones de la CIA con la hispanidad. Tomé dieciséis cucharaditas de bicarbonato. Y nada, la rata seguía ahí, en el bidet, en la nevera, comiéndose los geranios, leyendo el último papelín de Porcel... La rata, la rataza, asoma el bigote por el televisor... La rata, la rataza, sigue ahí, encima de la máquina, inquietante”. Sí: al día siguiente todo vuelve a empezar.
“El día de siempre continuará, continúa. Con hiel y rata”. Eso es lo que explícito o entre líneas se lee en todos y cada uno de sus escritos periodísticos, en los mejores y en los peores, en los de antes y en los de ahora. Él mismo sabe que de los quinientos o seiscientos artículos que ha publicado en dos años y medio, solo unos pocos, dos docenas tal vez, o tal vez menos, son los que de verdad y a fondo expresan su dolorido sentir, su nota más vital y desgarrada, y que los otros, los restantes, son solo florituras del estilo, virutas de su ciencia y experiencia, restos de su naufragio.
Pero esto importa poco, como importa poco el número de poemas de un poeta que debemos limpiar antes de conseguir su antología imprescindible, su fruto verdadero sobre el que viven y del que se alimentan los demás poemas, los demás artículos, válidos estos como máximo para establecer la geografía de su lucha, sus tácticas y llaves, sus enemigos más frecuentes, sus engaños y trampas para seguir viviendo, las marcas de los específicos con que se cura las heridas.
Lo que interesa es aquella experiencia básica: la que le da un carácter concretísimo como persona; la que hace de él un escritor auténtico, aunque solo escriba artículos breves, a veces mínimos, en la prensa diaria; la que inquieta al lector y le alcanza un poco más allá, a veces mucho más allá de la coraza de costumbres y de tópicos. La que con su palpitación obliga al lector, más que a preguntarse si tiene o no razón en lo que escribe, a preguntarse por el hombre que lo escribe: ¿quién es él?
Conocí a Joan de Sagarra a principios de 1967 en una representación teatral de una obra sobre el Vietnam por el grupo El Camaleó, de Jordi Teixidor y Jordi Bayona. Hacía unos meses que yo había regresado a Barcelona, después de años de dar vueltas por el mundo y por España, y con un apasionamiento que todavía me dura intentaba recuperar mi país, vivirlo y entenderlo, hacerlo mío. Él me ayudó, como nadie, en este intento de volver al Born, aunque me puso en guardia contra el fácil enamoramiento patriota y localista, propio de quien regresa; y eso le debo, entre otras cosas. Recuerdo que en aquel primer encuentro observé ya su carácter tal como es: sensible e inestable, pero poseído por una fuerza agresiva tremenda. Al terminar la representación, mientras algunos discutían sobre el sentido intelectual de la obra y sobre la validez y calidad de los argumentos, él insistía tan solo en la fuerza y la vida que en algunos momentos emergía del texto, de la función, de los actores.
Y así eran sus críticas teatrales de entonces en El Correo Catalán: mucho más atentas a los juicios de valor de los sentidos y a los niveles del aburrimiento, la alegría, el dolor o la sorpresa, que a los juicios literarios de la argumentación, el discurso y la temática. Aquellas observaciones, subrayadas por una buena información sobre las obras y corrientes actuales, le convirtieron pronto en el crítico más leído de Barcelona, y el más temido, hasta que las envidias y los intereses le acusaron de intrusismo, pues no tenía –ni tiene– el carnet de periodista, y le hicieron saltar de su tribuna escrita.
A las pocas semanas de conocernos ya nos veíamos cada día; cambiábamos impresiones, discutíamos las noticias y los hechos diarios, nos prestábamos libros y, con frecuencia, iba a buscarle al periódico para cenar en cualquier parte, recorríamos las Ramblas, jugábamos unas partidas al futbolín en el Texas, o al millón en cualquier bar, íbamos al teatro o a La Cuca Fera, encontrábamos a amigos, bailábamos en el Jazz-Colón, y la fiesta podía terminar en Mataró o en su casa escuchando a Ovidi Montllor o a la Marlene Dietrich.
Poco a poco me fui enterando de su vida. Nació en París el 8 de enero de 1938, en el exilio de sus padres, cuando ya el prodigioso autor de las Memòries y de Vida privada, Josep Maria de Sagarra, tenía cuarenta y cinco años. Al estallar la guerra contra Alemania se refugiaron en el sur, en Banyuls, en San Sulpice, en Prades. Y a los dos o tres años, amnistiado Sagarra por sus títulos de nobleza, regresó la familia a Barcelona, por poco tiempo, porque las dificultades de publicar en catalán hacían muy difícil la existencia material y espiritual. El año 1947 ya volvían a París para una estancia que pudo ser definitiva, pero que en realidad fue solo de unos meses. Joan tenía entonces nueve años, pero pudo vivir intensamente la vida de París con su mundo de noche, sus hoteles, restaurantes, teatros; conoció a Sartre, a Giacometti, a Yolanda, una querida de Faruk, a Stokowsky y a su mujer –una Vanderbilt–, a Marcel, un barman que le enseñó a preparar cócteles y a jugar al póquer, a una modelo de Coco Chanel, a un húngaro judío, amigo de su padre, cabecilla de la resistencia en Buchenwalt, y a muchos exiliados; oyó a la Piaf, y desde el gallinero sufrió su primer shock teatral en la Comédie Française, con el Británico. Yo comprendo muy bien que, en memoria de ese año, capital para él en su experiencia viva, se adorne con guirnaldas de citas francesas en sus representaciones periodísticas, y que diga, más que cualquiera, que Catalunya es una provincia cultural de Francia, y que se vaya a veces por la noche al Pastís y exija a la patrona que le ponga aquel disco, justo aquel disco de la Edith Piaf.
Terminado el bachillerato en el colegio de los jesuitas y la carrera de Derecho, aún volvió una vez más a París, para quedarse. Estudió teatro en la Sorbona, se interesó por Antonin Artaud recién redescubierto por la crítica, hizo su tesis sobre él y trabajó intensamente, como nunca había trabajado, como ya nunca más trabajaría. Fue ayudante de Raymond Rouleau –colaborador de Artaud en el teatro Jarry– en el montaje de un Ubú encadenado y de un Tío Vania de Chéjov, mientras estudiaba los textos artaudianos en la Biblioteca del Arsenal. Se interesaba, al propio tiempo, por la arquitectura teatral, por el cine ruso, francés y americano, por la literatura de la generación beat, por la canción y por cualquier tipo de espectáculo.
La influencia de Artaud en la idea que del teatro tiene Joan de Sagarra es evidente, y yo la pude comprobar ya, como he dicho, el mismo día que le conocí; pero, además, el espíritu y la sombra del genial demoníaco parecen revelarse en muchas de las cosas que Sagarra escribe, e incide en su mismísima concepción de la vida. Sagarra tiene mucho de rebelde artaudiano, agresivo y teatral, caótico e intenso. Por más distintas que sean sus figuras corporales, enteco Artaud y pícnico Sagarra, hay en los dos un cierto parentesco de fantasía desbordante, de asociación de imágenes poéticas, de terrores difusos y cósmicos, de ratas y de gritos, de exabruptos violentos, de frases agresivas sin concepto. Obsesivo, constante en sus gustos y sus fobias, es en cambio Sagarra muy inconstante como aquel en la acción, y los dos miran sus propias obras breves como amagos de un gesto, insuficiente y vago, de rechazo del mundo y de amarga lucidez de la conciencia.
Pero si Sagarra puede hacer suyas muchas de las declaraciones