Grace y el duque. Sarah MacLeanЧитать онлайн книгу.
de plata.
El salón ovalado del número 72 de Shelton Street era uno de los más exuberantes de Londres, decorado con lujosos azules y verdes que se mezclaban con tonos champán y chocolate; y todo ello antes de que las clientas fueran recibidas por lo que realmente venían a buscar.
Dahlia echó un vistazo al salón, diseñado para servir a varios propósitos. Las clientas esperaban allí mientras se preparaban las habitaciones de arriba, donde dispondrían de la comida y la bebida que hubieran pedido y de los complementos que desearan. Las damas elegían los refrigerios allí mismo; las cocinas del 72 de Shelton eran famosas por su gran variedad de manjares, y Dahlia se aseguraba de que las mesas estuvieran a rebosar de las preferencias de las clientas habituales.
Anotaban los caprichos de todas las señoras y se los facilitaban con la mayor discreción. Una prefería la tumbona verde junto a la ventana; otra sentía aversión por los frutos secos; otra se sentaba en el rincón más oscuro, aterrorizada por la posibilidad de que la reconocieran, y aun así era incapaz de resistirse al influjo del club.
No es que fuera fácil reconocer a nadie. Incluso en los días más tranquilos, las clientas debían llevar máscaras para asegurarse el anonimato. Las más nuevas solían escoger máscaras menos complicadas, algunas tan sencillas como un antifaz negro, pero otras se parapetaban tras magníficas elaboraciones, diseñadas para mostrar el poder y la riqueza de su portadora sin revelar su identidad. En ese momento había seis mujeres enmascaradas en el salón, y todas ellas disfrutaban del tercer propósito de la sala: la compañía.
Junto a cada mujer había un acompañante masculino cariñoso, vestido para satisfacer la fantasía de la dama en cuestión: Matthew, con su apuesto uniforme de soldado, agasajaba a una solterona de edad avanzada con una máscara de color malva decorada con cuentas; Lionel, con una vestimenta de etiqueta oscura por la que Brummell renunciaría a su carrera y a su dinero, susurraba al oído de la joven esposa de un viejo conde; y Tomas, con la camisa amplia, los pantalones ajustados y el pelo largo recogido en una coleta, un parche en el ojo y una cicatriz torcida en la ceja, agasajaba a una dama con una imaginación desbordante… que sabía muy bien lo que quería: a Tomas.
Sonó una carcajada fuerte, auténtica y decididamente más libre que la que su dueña solía soltar en Mayfair; Dahlia no tuvo que mirar para saber que procedía de una marquesa viuda que reía con la baronesa casada a la que había amado desde que eran niñas. Más tarde, irían a una habitación del piso superior para compartir el placer de su mutua intimidad.
En el extremo más alejado del óvalo, donde las ventanas daban al Garden, Nelson, uno de los acompañantes más solicitados del club, y que recibía buenos dividendos por sus habilidades, se inclinaba hacia el oído de una viuda particularmente rica. La condesa viuda en cuestión tenía más de cincuenta años y solo acudía al 72 de Shelton Street cuando Nelson estaba disponible.
Ambos se rieron cuando él hizo una sugerencia, sin duda escandalosa, y le hizo un gesto a un lacayo con una bandeja de plata cargada de champán. Ya de pie, Nelson la animó a levantarse, tomando dos copas en una mano y a la viuda de la otra, y la acompañó a la escalera exuberantemente decorada con una magnífica alfombra para desplazarse a la sala que les habían preparado. Los amantes pasaron justo por delante de Dahlia y Zeva, pero Nelson no prestó atención a la dueña del club, sino que permaneció pegado a su dama.
—Si no lo conociera bien —dijo Dahlia en voz baja cuando la entrada privada a las habitaciones del personal se abrió detrás de ella—, diría que pronto perderemos a Nelson, porque se mudará a un lugar más distinguido.
—Estoy segura de que no sabes lo mejor —intervino Veronique, que se encontraba tras ellas.
—¿De verdad? —Dahlia le lanzó una mirada.
—Se ha puesto a su disposición todas las noches de esta semana —respondió Zeva en voz baja. Los empleados del club podían elegir a sus clientas y, aunque las citas regulares eran bastante frecuentes, citas diarias regulares eran algo digno de mención.
—Mmm… —dijo Veronique—. Creo que está más que dispuesto a… levar anclas.
—Ajá —convino Dahlia con un sabio asentimiento—. Así que la viuda se ha asegurado a su propio almirante.
—No bromearás tanto cuando perdamos a uno de nuestros mejores hombres. —Zeva soltó una carcajada.
—Todo lo contrario. Si Nelson es feliz con la viuda, le deseo lo mejor. —Dahlia cogió una copa de champán de la bandeja que pasaba y brindó en el aire—. Por el amor.
—Dahlia, brindando por el amor —se burló Veronique—. No se encuentra bien.
—Bobadas —dijo ella—. Estoy rodeada de amor: mis dos hermanos siguen viviendo sus idilios, y mira esto. —Agitó una mano para abarcar la habitación—. ¿Has olvidado a qué me dedico?
—Tú te dedicas a la fantasía —la corrigió Zeva—. Es algo totalmente diferente.
—Bueno, pero esta fantasía es poderosa —comentó Dahlia—. Y, seguramente, en algún momento la fantasía se convierte en realidad.
—No te vendría mal tener tu propia fantasía de vez en cuando —dijo Veronique echando una mirada cínica a las parejas que tenían delante—. Deberías aceptar alguna de las ofertas que te hacen los hombres cada dos por tres.
Dahlia llevaba más de seis años dirigiendo el club, tras decidir que no había ninguna razón para que las damas de Londres no tuvieran el mismo acceso al placer que los caballeros sin experimentar vergüenza ni albergar temor a salir perjudicadas.
Tras contratar a Zeva y Veronique, el trío había convertido el 72 de Shelton Street en un club de señoras, especializado en satisfacer las expectativas y los deseos de una clientela exigente. Contrataron a los mejores cocineros, al mejor personal y a los hombres más guapos que encontraron, y construyeron un lugar famoso por su discreción, el respeto, la seguridad y los altos salarios que ofrecía.
Y por el placer que proporcionaba.
A todo el mundo menos a Dahlia.
Como propietaria del club, Dahlia no se beneficiaba de las ventajas de las clientas por varias razones. Entre ellas, que los hombres del club, por muy bien pagados que estuvieran, eran sus empleados.
—Fantasead vosotras si queréis. —Echó una mirada irritada a sus lugartenientes.
Nunca sucedería. Pero no por los motivos de la dueña del club; Veronique estaba felizmente casada con un capitán de barco que, aunque pasaba demasiado tiempo en el mar, la amaba sin medida. Y, aunque a Zeva nunca le faltaba compañía, se aburría con facilidad y mantenía sus relaciones lejos del número 72 de Shelton Street para no complicar su inevitable final.
—Dahlia no necesita fantasías —añadió Zeva con una sonrisa dirigida a Veronique—. Apenas necesita la realidad, aunque Dios sabe que de vez en cuando le iría bien.
—Cuidado. —Dahlia miró a la otra mujer. A lo largo de los años había tenido uno o dos amantes que, como ella, no estaban interesados en nada más que en el placer. Pero una noche solía bastar, y no había tenido ningún problema en poner fin a su relación con ellos. Aun así, no pudo resistirse a morder el anzuelo de Zeva—. Ya he vivido suficiente realidad.
Las dos mujeres se volvieron hacia ella con las cejas arqueadas.
—¿De verdad? —Fue Veronique quien habló primero.
—Por supuesto. —Tomó un sorbo de champán y miró hacia otro lado.
—¿Cuándo fue tu última dosis… —preguntó Zeva, toda inocencia— de realidad?
—Me temo que no es de vuestra incumbencia.
—Oh, claro que no lo es… —Veronique sonrió—. Pero nos gustan los cotilleos.
Dahlia puso los ojos en blanco.
—No lo sé. Estoy ocupada. Dirigiendo un negocio. Pagando tu sueldo.
—Mmm…