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Grace y el duque. Sarah MacLeanЧитать онлайн книгу.

Grace y el duque - Sarah MacLean


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de todo lo que ocurría en Londres y en el negocio—. Dos años —dijo Veronique.

      —¿Qué?

      —Han pasado dos años desde tu última dosis de realidad.

      —¿Cómo lo sabes? —preguntó Dahlia ignorando el calor que subía a sus mejillas.

      —Porque me pagas para saberlo.

      —Desde luego te pago para que sepas de mí…

      —¿Realidad? —preguntó Zeva.

      —¿Podemos dejar de llamarlo así? —dijo Dahlia mientras depositaba su copa en la bandeja de un lacayo.

      No importaba que Veronique tuviera razón ni que hiciera dos años que no buscaba… compañía. Ni que hubiera una razón particular para ello.

      —¿No fue hace dos años cuando el duque de Marwick volvió a Londres y empezó a causar estragos?

      —¿Fue entonces? —preguntó Dahlia, ignorando la sacudida que le produjo su nombre—. No lo sé. No ando pendiente del duque de Marwick.

      «De todos modos, se ha ido…».

      —Ahora ya no —dijo Veronique en voz baja.

      —¿Qué? —Dahlia la miró con los ojos entornados.

      —Solo comentaba el tiempo que ha pasado —respondió Veronique.

      —No lo suficiente, diría yo —añadió Zeva moviendo las cejas—. Si no, habría estado más satisfecha. —Veronique resopló, y Dahlia puso los ojos en blanco—. Y pensar que se supone que este es un lugar adecuado…

      En el momento oportuno, se oyó un chillido acentuado por un fuerte «¡Aargh!», y Dahlia se giró para descubrir que el pirata Tomas había cargado a su dama sobre el hombro. Las faldas se movían en todas direcciones, revelando unas medias de seda de gasa sujetas con elaboradas cintas también de seda, de color rosa.

      Mientras la observaba, la condesa enmascarada soltó otro gritito de placer y enseguida empezó a golpear a Tomas en sus anchos hombros.

      —¡Déjame bajar, bruto! Nunca revelaré la ubicación del tesoro.

      El francés deslizó una mano por la parte posterior del muslo de la dama, lo bastante arriba como para que Dahlia imaginara que había llegado a unas curvas amplias y secretas.

      —¡Ya conozco la ubicación de tu tesoro, moza! —gritó él confirmando sus suposiciones.

      Mientras el resto de la sala vitoreaba y aplaudía el entretenimiento, la condesa se deshizo en risas y Tomas comenzó a subir las escaleras para dirigirse a la habitación seis, donde una gran cama aguardaba cualquier actividad que la pareja quisiera practicar.

      —Oh, sí. Muy adecuado —replicó Veronique.

      —Como decía antes, si las damas de Londres desean jugar a ser más atrevidas por tener una reina, las ayudaremos en sus propósitos. Y este mes las ganancias extra se compartirán con el personal, vosotras dos incluidas, si dejáis de incordiarme. —Dahlia sonrió.

      —No me negaré, eso está claro —dijo Zeva deteniéndose en el extremo del salón, donde una discreta salida conducía a través de un pasillo oscuro a la parte delantera del club y una sala de recepción estaba lista para los invitados adicionales—. Sin embargo…

      —Vamos, Zeva —dijo Dahlia—. Eres la única persona del mundo capaz de ver problemas en doblar los beneficios.

      —Tu reina ha aumentado los beneficios, sí, pero también el número de clientas. —Zeva era todo números. Giró por el pasillo y dejó a Dahlia sin otra opción que seguirla—. Hoy hemos recibido a nueve clientas nuevas sin cita previa.

      Al oír estas palabras, uno de los miembros de la seguridad de Veronique apareció en la puerta más cercana a la entrada del club e hizo un gesto que daba a entender que estaba sucediendo algo que requería la experiencia de la dueña. Con un movimiento de cabeza, miró a Dahlia y a Zeva.

      —Vamos a ver qué está pasando.

      No era raro que alguien llegara sin avisar. La doble promesa del club era la discreción y el placer, y las socias solían ir y venir a su antojo, deseosas de probar la amplia oferta del 72 de Shelton Street. Pero nueve mujeres era un número mayor de lo habitual, algo que iba a poner a prueba los recursos del club.

      —Recordad: a más socias, más poder —dijo Dahlia mientras ella y Zeva avanzaban rápidamente por el pasillo. Cada socia del club se convertía en un activo potencial para Dahlia y sus hermanos, a menudo relacionado con el Parlamento, con los agentes de Bow Street, con el barrio pudiente de Mayfair y con los muelles de Londres.

      —¿Y pondrás más habitaciones arriba?

      —Hay otras formas de entretenerse además de en una cama —dijo Dahlia. Las clientas tenían acceso a salas de cartas y comedores, a teatros y bailes. Todo cuanto podían desear estaba ahí para ellas.

      —¿Tú crees? —Una ceja negra se arqueó como respuesta.

      Sin duda…, la mayoría de las socias iban por la compañía.

      —¿Qué socias han venido hoy?

      Zeva enumeró la lista de las asistentes de esa noche: tres esposas adineradas y dos mujeres más jóvenes, españolas, que se unían a ellas por primera vez.

      —Todas tienen citas.

      Las tres habían llegado a la sala de recepción antes de que Dahlia pudiera preguntar quién más estaba presente. Y entonces ya no tuvo que preguntarlo.

      —¡Dahlia, querida!

      Dahlia se volvió hacia el saludo cantarín y sonrió al aceptar el abrazo de la alta y hermosa mujer que se le acercaba.

      —Duquesa… —Dahlia se apartó del abrazo—. Y sin máscara, como siempre —añadió.

      —Oh, por favor… —La duquesa de Trevescan agitó la mano en el aire—. Todo el mundo sabe que soy un escándalo; creo que se decepcionarían si no frecuentara Shelton Street.

      La sonrisa de Dahlia se convirtió en una mueca. La duquesa no había exagerado su reputación: era la viuda alegre, pero, en lugar de un marido muerto, le habían regalado uno ausente: un duque desaparecido que no sentía devoción por la animada vida londinense y vivía en una remota finca en las salvajes Islas Sorlingas.

      —Siempre me sorprende verla en las noches que no son de Dominio.

      —Tonterías. El Dominio es para el espectáculo, querida —dijo inclinándose hacia ella—. Esta noche es para los secretos.

      —¿Secretos desenmascarados?

      —No son mis secretos, cariño. Soy un libro abierto, como dicen. —Sonrió—. Los secretos son de las demás.

      —Bueno. Sea cual sea la razón, le estamos muy agradecidas. —Dahlia sonrió.

      —Estás agradecida por el dinero que gasto aquí —dijo la duquesa riendo.

      —Por eso también —admitió Dahlia. La duquesa había sido una clienta clave desde el principio, alguien con acceso a las estrellas más brillantes de Mayfair, y un apoyo incondicional para las mujeres que deseaban explorarse a sí mismas, su placer y el mundo que habitualmente se ofrecía a los hombres. Ella y Dahlia se tenían el respeto mutuo de dos mujeres que comprenden el inmenso poder de la otra, un respeto que podría haber sido la semilla de la amistad, pero que nunca habían cultivado, por la única razón de que ambas guardaban demasiados secretos para que resultara una amistad sincera.

      Secretos que ninguna de las dos mujeres había intentado averiguar, algo que Dahlia agradecía, pues sabía que, con la motivación adecuada, la duquesa de Trevescan sería sin duda una de las pocas personas en el mundo capaz de descubrir su pasado.

      Un pasado que no tenía interés en volver a recordar jamás.

      El


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