El invencible. Stanislaw LemЧитать онлайн книгу.
de forma alternativa, así que pasados diez minutos, todo el perímetro de la nave estaba rodeado por una cadena de tortugas metálicas. Tras quedar inmovilizadas, empezaron a enterrarse en la arena al mismo ritmo, hasta desaparecer por completo, solo unas pequeñas manchas brillantes situadas regularmente sobre las laderas rojizas de la duna indicaban los lugares de los que emergían las pequeñas cópulas de los emisores Dirac.
El suelo de acero del puente de mando, cubierto con un material de espuma plástica, vibraba bajo los pies de la tripulación, sus cuerpos fueron atravesados por un claro y leve estremecimiento, fugaz como un relámpago, que desapareció dejando un cosquilleo en los músculos de sus mandíbulas y nublando su mirada brevemente. Aquel fenómeno no duró ni medio segundo. El silencio se impuso de nuevo, interrumpido solo por el rumor lejano, que llegaba de las cubiertas inferiores, de la puesta en marcha de los motores. Después, todo volvió a ser como antes: el desierto, los cúmulos rocosos de color rojo y negro, las sucesiones de olas de arena que se arrastraban perezosas, se vieron de forma más clara en las pantallas, pero por encima de El Invencible se levantó la invisible cúpula de un campo de fuerza que cerraba el paso a la nave. Sobre la rampa aparecieron unos cangrejos metálicos, avanzaban hacia abajo, con los molinillos de las antenas moviéndose alternativamente a izquierda y derecha. Los inforobots, mucho mayores que los emisores de campo, tenían el tronco aplanado y unos zancos metálicos encorvados que salían de sus costados. Aquellos artrópodos, que se hundían en la arena y extraían las largas extremidades de allí como asqueados, se fueron dispersando y ocuparon su lugar en los espacios vacíos de la cadena de energobots.
A medida que se iba desarrollando el protocolo de protección, en el panel central del puente de mando las luces de control empezaron a parpadear sobre un fondo mate, y las esferas de los relojes de percusión se cubrieron de un resplandor verdoso. Era como si una decena de enormes e inmóviles ojos de gato les estuviera observando. Las manecillas se encontraban todas en el cero, prueba de que nada intentaba atravesar el invisible obstáculo del campo de fuerza. Solo el indicador de disponibilidad de potencia subía, cada vez más alto, hasta superar las líneas rojas de los gigavatios.
—Voy a bajar a ver si puedo comer algo. ¡Implemente usted el procedimiento, Rohan! —dijo de repente Horpach, con voz cansada mientras se alejaba de la pantalla.
—¿Por control remoto?
—Si tiene usted especial interés, puede enviar a alguien… o ir usted mismo.
Dicho esto, el astronavegador descorrió la puerta y salió. Rohan aún alcanzó a ver la silueta de Horpach bañada por la débil luz del ascensor que descendía en silencio. Echó una mirada al panel de los relojes del campo: cero. Lo que habría que hacer es empezar por la fotogrametría, pensó. Orbitar el planeta tanto tiempo como fuera necesario para tener una serie completa de imágenes. Tal vez así se pudiera descubrir algo. Porque la observación visual desde la órbita no sirve de gran cosa; los continentes no son el mar, ni todos los observadores con sus telescopios son marineros en la cofa de un barco. No hay que olvidar, sin embargo, que sería necesario alrededor de un mes para llegar a conseguir todo un juego de fotos.
El ascensor volvió. Rohan entró y bajó a la sexta cubierta. La gran plataforma que había frente a la cámara de despresurización estaba repleta de gente que ya no tenía por qué estar allí: y más teniendo en cuenta que las cuatro señales que anunciaban la hora de la comida principal llevaban un cuarto de hora sonando. Todos se apartaron para dar paso a Rohan.
—Jordan y Blank, seguidme al reconocimiento.
—¿Traje espacial completo?
—No. Solo máscaras de oxígeno. Y un robot. Lo mejor sería llevar uno de los arctanes, para que no se nos atasque en esa maldita arena. ¿Y qué hacéis vosotros aquí? ¿Habéis perdido el apetito?
—Hay ganas de bajar a tierra…
—Aunque solo sea unos segundos.
Se levantó un tumulto de voces.
—Calma, chicos. Ya llegará el momento de salir a dar una vuelta. De momento estamos en tercer grado. —Se dispersaron de mala gana.
Del hueco del montacargas emergió un elevador con un robot que le sacaba una cabeza a la gente de más altura. Jordan y Blank, ya con las máscaras de oxígeno, volvían en un vehículo eléctrico. Rohan los vio, apoyado como estaba en el pasamanos; ahora que la nave espacial descansaba sobre la popa el corredor se había convertido en un pozo vertical que llegaba hasta el primer mamparo de la sala de máquinas. Rohan sintió sobre su cabeza y bajo sus pies las vastas cubiertas metálicas, en la parte inferior de la nave los transportadores trabajaban en silencio, se oía el débil bombeo de los mecanismos hidráulicos, y desde las profundidades del pozo de cuarenta metros llegaban con regularidad bocanadas de aire fresco purificado por los climatizadores de la sala de máquinas.
Las dos personas encargadas de la cámara de despresurización les abrieron la puerta. Rohan comprobó mecánicamente la posición de las correas y el ajuste de la máscara. Jordan y Blank entraron detrás de él y después la chapa rechinó pesadamente bajo los pies del robot. El aire penetró en la cámara con un silbido estridente y prolongado. La escotilla exterior se abrió y pudieron ver la rampa que utilizaban las máquinas que se encontraba cuatro cubiertas más abajo. Para bajar, la gente hacía uso de un pequeño ascensor que había sido separado previamente del casco y que estaba abierto por sus cuatro costados. El armazón llegaba hasta lo alto de la duna. El aire no era mucho más frío que en el interior de El Invencible. Entraron los cuatro, los electroimanes se desactivaron y ellos descendieron con suavidad desde la undécima cubierta, pasando junto a los sucesivos sectores del casco. Rohan fue revisando de manera mecánica el aspecto de estos. No suele ser muy habitual observar una nave desde el exterior, fuera de la dársena. «Está un poco castigado», pensó al ver los arañazos que habían causado los meteoritos. En algunas zonas las placas del blindaje habían perdido su brillo, como corroídas por un ácido fuerte. El ascensor finalizó su corto vuelo y se posó con suavidad sobre una de las olas de arena acumuladas por el viento. Los hombres saltaron fuera y se hundieron al instante hasta por encima de las rodillas. Solo el robot de exploración de superficies nevadas era capaz de avanzar con paso firme, con aquellas caricaturescas y planas patas, y aquella ridícula forma de moverse tan parecida a la de una oca. Rohan le ordenó que se detuviera, y los tres se dedicaron a examinar con atención todas las salidas de las toberas de popa, siempre y cuando la accesibilidad desde el exterior lo permitía.
—No les vendría mal un pequeño pulido y una limpieza con aire comprimido —dijo. Solo cuando salió de debajo de la popa se dio cuenta de lo gigantesca que era la sombra que proyectaba la astronave. Parecida a una ancha carretera, se extendía a través de las dunas iluminadas con fuerza por la luz del sol del ocaso. Aquellas regulares y homogéneas olas de arena ofrecían una singular calma. El fondo estaba cubierto enteramente por una sombra azulada, las crestas resplandecían rosadas con la luz del atardecer, y aquel tono, cálido y delicado, le trajo a la memoria los colores que vio una vez en las ilustraciones de un libro infantil. Tal era su irreal suavidad. Poco a poco, pasó la mirada de duna en duna y fue encontrando diferentes matices de ese fuego amelocotonado, cuanto más lejos, más rojizos eran, estaban cortadas por las negras hoces de las sombras hasta desembocar en una grisura amarilla y rodeaban amenazantes las erizadas placas de las desnudas rocas volcánicas. Rohan, inmóvil, contemplaba el paisaje, y su gente, sin prisa, con movimientos automatizados por la larga costumbre, efectuaba las mediciones rutinarias, recogía en pequeños recipientes muestras de aire y de arena, y medía la radiactividad del suelo con una sonda portátil cuyo cuerpo taladrador era llevado por el arctán. Rohan no prestaba la menor atención al ajetreo de los suyos. La máscara de oxígeno solo le cubría la nariz y la boca, en cambio, los ojos y la cabeza entera quedaban libres, ya que se había quitado el ligero casco protector. Notaba la sensación del viento en el pelo, sentía los granos de arena que se le posaban delicadamente en la cara y cómo se le metían entre los bordes de plástico de la máscara y las mejillas provocándole cosquillas. Inquietas ráfagas de viento agitaban las perneras del traje espacial, el disco del sol grande, como si estuviera entumecido —que se encontraba detrás del vértice superior del cohete—, podía ser mirado directamente y de forma impune durante un segundo.