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El invencible. Stanislaw LemЧитать онлайн книгу.

El invencible - Stanislaw Lem


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allí; como si no se tratara del planeta que había engullido una nave como El Invencible, con una tripulación de ochenta personas; un experimentado navío del espacio capaz de desarrollar, en una fracción de segundo, una potencia de miles de millones de kilovatios, de convertirla en un campo energético que ningún cuerpo material atravesaría, de concentrarla en rayos destructores a la temperatura de estrellas incandescentes y capaces de reducir a cenizas una cadena montañosa o de secar un mar. Y a pesar de eso, era aquí donde había desaparecido de forma incomprensible aquel organismo de acero construido en la Tierra, fruto de varios siglos de progreso tecnológico, aquí se había esfumado sin dejar rastro, sin ningún S.O.S., desvanecido en este desierto rojo y gris.

      «Y todo este continente tiene el mismo aspecto», pensó. Lo recordaba bien. Desde lo alto, el único movimiento que había captado en medio de ellos, permanente, era el lento fluir de unas nubes que arrastraban sus sombras por aquella infinita avalancha de dunas.

      —¿Actividad? —preguntó, sin volverse.

      —Cero, cero y dos —respondió Jordan que estaba de rodillas y se reincorporó. Tenía la cara roja, le brillaban los ojos. La máscara de oxígeno deformaba el timbre de su voz.

      «Eso significa menos que nada», pensó. Además, los de El Cóndor no habrían muerto por una imprudencia de ese calibre, los sensores automáticos habrían disparado la alarma incluso si nadie se hubiera ocupado de realizar los análisis estándar.

      —¿Atmósfera?

      —Nitrógeno 78 %, argón 2 %, dióxido de carbono cero, metano 4 %, el resto es oxígeno.

      —¿16 % de oxígeno? ¿Seguro?

      —Seguro.

      —¿Radiactividad del aire?

      —Prácticamente cero.

      Era algo extraño. ¡Tanto oxígeno! Aquella noticia le sorprendió. Se acercó al robot, y este le puso ante los ojos, de manera inmediata, la cinta con los indicadores. Puede que intentaran prescindir de las máscaras de oxígeno, pensó absurdamente, porque sabía que aquello no podía ser. Es cierto que, de vez en cuando, algún hombre más atormentado que otro por la necesidad de regresar a la Tierra se quitaba la máscara ignorando las órdenes, el aire podía parecer tan limpio, tan fresco… y se intoxicaba. Pero eso le podría haber sucedido a uno, todo lo más a dos.

      —¿Lo tenéis ya todo? —preguntó.

      —Sí.

      —Volved —les dijo.

      —¿Y usted?

      —Yo me quedaré un poco más. Volved —repitió impaciente. Quería estar solo. Blank se echó al hombro la correa que sujetaba las asas de los recipientes, Jordan le dio la sonda al robot, y se fueron, avanzando con dificultad; el arctán los seguía renqueante, por detrás parecía un hombre disfrazado.

      Rohan se dirigió hacia la duna más alejada. De cerca pudo apreciar cómo sobresalía de la arena un emisor, parecido a los que creaban el campo de fuerza de protección, pero más ancho en su extremo. Agarró un puñado de arena y lo lanzó hacia adelante, no tanto para comprobar la presencia del campo, sino por puro capricho infantil. Una pequeña estela flotó y, como si chocara con un cristal inclinado e invisible, cayó en vertical al suelo.

      Sentía unas ganas locas de quitarse la máscara. Conocía muy bien la sensación: escupir la boquilla de plástico, arrancar las correas, llenarse los pulmones de aire y aspirarlo hasta el fondo de los pulmones…

      «Estoy algo sensible», pensó y dio media vuelta, lentamente, hacia la nave. La caja del ascensor le esperaba vacía, con la plataforma hundida suavemente en la duna, y el viento había alcanzado a cubrir la chapa con una fina capa de arena en los pocos minutos que había estado ausente.

      Cuando se encontró en el pasillo de la quinta cubierta echó una ojeada al informador de pared. El comandante estaba en la cabina de astronomía. Rohan subió.

      —En pocas palabras, un lugar idílico —resumió el astronavegador tras oír su informe—. Nada de radiactividad, nada de esporas, ni bacterias, ni moho, ni virus, nada…, solo ese oxígeno… Sea como sea, habrá que hacer cultivos con las muestras.

      —Ya están en el laboratorio. Quizá en este planeta la vida esté en otros continentes —observó Rohan nada convencido.

      —Lo dudo. Más allá de la zona ecuatorial la insolación es muy débil; ¿no ha visto usted el grosor de los casquetes polares? Me juego lo que sea a que la capa de hielo tiene como mínimo ocho kilómetros, si no son diez. Pensaría más bien en los océanos: plantas acuáticas, algas… ¿pero por qué la vida no salió hacia tierra firme?

      —Tendremos que echar un vistazo a esas aguas —dijo Rohan.

      —Es demasiado pronto para preguntárselo a nuestra gente, pero el planeta tiene pinta de ser viejo. Este huevo podrido tendrá unos seis mil millones de años. Su sol también hace un montón de tiempo que dejó atrás su época dorada. Es casi una enana roja. Sí, esta ausencia de vida da que pensar. Un tipo peculiar de evolución que no puede soportar la sequía… Es posible. Eso explicaría la presencia de oxígeno, pero no la cuestión de El Cóndor.

      —Igual se trata de alguna forma de vida, de seres submarinos ocultos en el océano que hayan creado una civilización en las profundidades —sugirió Rohan. Los dos hombres observaban un enorme mapa del planeta en la proyección de Mercator, poco preciso, ya que había sido elaborado con datos de sondas automáticas del siglo anterior. Solo mostraba los contornos de los principales continentes y mares, el perímetro de los casquetes polares y algunos de los cráteres más importantes. Sobre la retícula de meridianos y paralelos se veía un punto en el interior de un círculo rojo a 8° de latitud norte: el lugar en el que habían aterrizado. El astronavegador apartó impaciente el mapa de la mesa de cartografía.

      —Ni usted mismo se cree ese disparate —dijo incómodo—. Tressor no era más tonto que nosotros, ningún ser submarino habría podido con él. ¡Es absurdo! Además, incluso suponiendo que aquí existieran seres marinos inteligentes, una de las primeras cosas que habrían hecho hubiese sido conquistar la tierra firme. Hasta con escafandras llenas de agua. ¡Es un absoluto disparate! —repitió, no para pulverizar por completo la idea de Rohan, sino porque ya estaba pensando en otra cosa.

      —Nos quedaremos aquí un tiempo —concluyó finalmente, y tocó el borde inferior del mapa, que con un leve siseo se enrolló y desapareció en una de las estanterías de un gran mueble con otros planos—. Vamos a esperar y ver qué pasa.

      —¿Y si no…? —preguntó cuidadoso Rohan—. ¿Iremos a buscarlos?

      —Rohan, sea usted sensato. Su sexto año estelar y me viene usted con… —El astronavegador buscaba la expresión adecuada, y como no la encontró, la sustituyó por un desdeñoso gesto de la mano.

      —Este planeta es del tamaño de Marte. ¿Cómo los buscaríamos? ¿Cómo localizaríamos una nave como El Cóndor? —Se autocorrigió.

      —Ya, el suelo es ferruginoso… —reconoció Rohan a desgana. Lo cierto es que los análisis habían demostrado una presencia considerable de óxidos de hierro en la arena, así que los indicadores ferroinductivos no servían de nada. Sin saber qué más decir, optó por el silencio. Estaba convencido de que el comandante acabaría por encontrar una salida. No era cosa de regresar con las manos vacías, sin ningún resultado. Seguía a la espera, observando las pobladas cejas de Horpach, que emergían por debajo de su frente.

      —A decir verdad, no creo que esperar cuarenta y ocho horas nos sirva de algo, pero lo exige el reglamento —dijo el astronavegador a modo de inesperada confesión—. Siéntese, Rohan. Está usted ahí de pie, encima de mí, como si fuera mi conciencia. Regis es el lugar más absurdo que se pueda imaginar. El colmo de lo innecesario. No se sabe para qué enviaron aquí a El Cóndor, pero qué más da, lo hecho, hecho está.

      Estaba de mal humor y en esos casos, por regla general, le daba por hablar y animaba a los demás a participar en la conversación


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