Sugar, daddy. E. M ValverdeЧитать онлайн книгу.
mochila del césped. Y no sé por qué pero aquel gesto me afectó.
—Nos vemos mañana –le despedí con la mano e hice el amago de irme, pero un urgido tirón en mi muñeca me devolvió a atrás–. ¿Kohaku...?
—Espera –buscó en el bolsillo del pantalón con dificultad, sacando un pañuelo de papel. Me miró confiado y se inclinó hacia mi cara–. Estás manchada de cereza –me quedé quieta y pretendí calma–. Si vas a ir a ver al gilipollas ese, tienes que ir presentable, ¿no crees?
—Claro –dije automática.
Cogió mi barbilla con una mano y limpió con extrema delicadeza las comisuras de mis labios. Y aunque era imposible que se fuesen a romper, los trató como si fuesen de cristal, aquello me dio paz.
El claxon volvió a sonar y me subí al coche privado, destino la sede de la Hyundai.
Vi la sonrisa triste de Kohaku por el espejo retrovisor, la primera de muchas.
...
Ya subiendo en el ascensor gigante, alisé las arrugas invisibles de mi pantalón de traje, sintiéndome mucho más cómoda que con el uniforme de clase. Hoy sí me había dado tiempo a cambiarme, y esperaba que eso resolviese el conflicto erróneamente sexual con el heredero de la Hyundai.
Y hablando del mismo diablo, las puertas del ascensor se abrieron y ahí apareció él, apoyado tranquilamente contra una pared. ¡Uh! ¡¿Pero cómo podía dormir por las noches?!
Aproveché que estaba distraído con su teléfono, y caminé sigilosa para entrar al despacho que rezaba “Sr. Takashi”. Pero cuando mis dedos casi rodearon el pomo de la puerta, una voz gruesa demasiado cerca me hizo saltar del susto.
—Te estaba esperando –levantó mi mano del picaporte, y me giré con pánico para encararle. No me soltó la mano, sino que tiró sutilmente de mí–. ¿A dónde ibas con tanta prisa? Ese es el despacho de mi padre –algo en su voz me hizo sentir pequeña, tal vez el reproche–. Ya sé que estás ansiosa, pero mi despacho está en la planta superior.
Comenzó a caminar hacia la disimulada y pulida escalera que había a un lado del ascensor, donde había que subir a pie.
—No me toques –espeté, y subí primero las escaleras, enfadada. Oí sus pasos calmados detrás de mí, casi como si no tuviera prisa en subir. Curiosa, giré la cabeza hacia atrás, y vi claramente cómo subió la mirada de una zona baja de mi cuerpo, y encima sonrió y fui yo la que se avergonzó. ¡Me acababa de mirar el culo, el muy sinvergüenza!
—¿Llegaste bien a casa anoche, nena?
—No me llames así.
El último piso tenía una sola puerta, la que supuse que era su despacho, y añadiendo que no había ascensor sino escaleras, no me agradó para nada la idea de estar tan aislada con él.
Fue jodidamente incómodo entrar a su despacho, y me sentí todavía más pequeña al enfrentar las dos paredes acristaladas. La única pared de yeso estaba pintada de rojo borgoña, ese mismo color de su copa de vino de la discoteca, y ahí había un escritorio grande y con dos documentos rectos y alineados. Frente a las paredes/ventanas, residía un sofá con una mesita de centro, y me imaginé cómo sería ver las luces de neón de Tokio desde aquí.
El despacho le complementaba bastante, y pensé que sería una buena guarida de villano.
—¿Quieres vino? –sacó dos copas de un armario tras el escritorio, y no pude evitar fijarme en cómo el traje marcaba su complexión atlética–. Hay que celebrar que has entrado al despacho –añadió, enigmático.
—No es muy políticamente correcto ofrecerle vino a una menor –revelé sutilmente mi edad al acercarme al escritorio, con una mueca.
—Soy de todo menos políticamente correcto, Señorita So –vertió el vino en ambas copas, dando por hecho mi respuesta–, pero eso lo descubrirá más adelante –señaló el asiento frente a él–. Siéntate, tienes algo que leer.
Me hizo gracia cómo alternaba los honoríficos con un tono casual, tomándose la confianza de jugar conmigo verbalmente. Pero acabé sentándome y él se quedó de pie, bebiendo de vez en cuando.
Cogí el papel y lo leí. Me tuve que obligar a no gritar de rabia cuando leí el título. Era la aprobación de su idea estúpida, la de instalar cámaras inteligentes en el interior del coche. ¿Pero cómo se había atrevido a hacerlo cuando claramente le dije que no?
—¿Pero qué es esto? –espeté indignada, agitando los papeles en mi mano–. Te dije que no me gustaba tu idea –se relamió los labios tintados de vino, sonriendo con ánimos de triunfo.
Menudo hijo de puta
—Pero tu madre y mi padre sí han dado el visto bueno, y ya sabes que ellos son los jefes –se levantó, posicionándose detrás de mi asiento. Me puso nerviosa no verle y su presencia tan invasiva, y se me pusieron los pelos de punta. Apoyó las manos en la mesa, y su respiración cosquilleó contra mi oído a propósito. Tuve un espasmo involuntario–. Yo ya he firmado, tú también lo tienes que hacer...
Señaló el recuadro destinado a las firmas, la suya ya trazada con una tinta igual de negra que su alma. Cero presión, claro.
—Pero yo no aprobé esta idea, ¿cómo ha podido enviarla sin mi consentimiento? –mis palabras cayeron al vacío poco a poco–. Ni siquiera ha escuchado mi opinión.
—Hay mayoría absoluta y tiene que firmar, Señorita So –habló, de nuevo, demasiado cerca de mí, y cogió mi muñeca para que firmara–. Tampoco es una idea tan loca la de las cámaras –me consoló, y rayé mi nombre con la pluma con el único propósito de que se alejase de mí.
No solo el modelo Hyundai x Samsung saldría a la venta dentro de seis meses, sino que también tendría inútiles cámaras inteligentes para aquellos conductores más pervertidos.
Takashi caminó de vuelta a su butaca con aires vencedores, mirándome con una sonrisa descarada mientras volvía a beber de la copa, manteniendo el contacto visual de una forma provocativa.
¡Por Dios! ¡Que dejase de mirarme así!
—Espero que estés contento –me levanté violentamente de la silla, humillada, irritada y enfadada–. Si no vas a escuchar mi opinión, será mejor que trabajes con algún asistente. Buenas tardes –di un golpe nervioso contra la mesa y me di la vuelta dispuesta a irme, pero algo tiró de mi muñeca y volví a caer sentada, pero en sus piernas.
Me quedé totalmente atónita de que hubiera cruzado la línea.
—¿Puedo saber a dónde ibas? –preguntó casual, rodeando la cinturilla de mi pantalón con su ancho brazo. Yo solo podía pensar en que estaba sobre sus piernas, en el maldito descaro que tenía con las mujeres. Giró la butaca hasta que el borde de la mesa chocó contra mis costillas, encerrándome un poquito más–. Qué mona estás calladita.
No me salían las palabras, ni tampoco podía mover el cuerpo debido a la parálisis momentánea. ¿Cómo salía de esta?, ¿por qué su cuerpo se sentía tan reconfortante?, ¿ por qué mis mejillas estaban tan calientes?
—Señor Takashi –aquello no fue más que un susurro desorientado, y permití que me absorbiera cuando rodeó mi cuerpo con algo de posesividad, como si fuera una simple muñeca manejada por y para él–, esto no está bien.
—¿Quién dice que no esté bien? –me retiró el pelo a un lado, presionando una sonrisilla malvada contra la sensible zona–. No te voy a hacer nada malo todavía, no hace falta que estés tan tensa cada vez que me acerco.
¿”Todavía”? ¡Qué gran consuelo!
Mi móvil comenzó a sonar en el bolso, y sabía que era Kohaku, quien llamaba justo a tiempo.
—Suéltame –me removí para tratar de levantarme, pero apretó más mi cintura, como un candado.
—Harás