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Lucero. Aníbal MalvarЧитать онлайн книгу.

Lucero - Aníbal Malvar


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que a lo peor se me ha escapado alguna.

      —¡Callad todos! –silabea Lucero como un predicador loco.

      Todos saben lo que va a suceder. Y es algo de vital importancia para cada uno de los miembros del Rinconcillo. El recitado de un nuevo poema de Isidoro Capdepón. A juicio de los presentes, el poeta más ilustre de Granada. Poco conocido, ya que su aventura vital no ha sido local, sino trasatlántica. Concretamente, en Guatemala.

      Con el objeto de burlarse de los ambientes culturales granadinos tradicionales, anclados en la afectada filomorería y los tópicos sollozantes de la Alhambra, Paquito, Carnero y los demás decidieron inventarse un poeta granadino que conjugara todas aquellas características que tanto desprecian. Están llevando a tal extremo la charada, que los poetas y periodistas granadinos afectos a la cultura oficial se lo han creído, y han publicado ya en periódicos y revistas varias obras y reseñas de y sobre este granadino ilustre. Aunque ficticio.

      El Defensor de Granada reflejó así, hace escasos meses, el desembarco del quimérico y ya provecto poeta:

      Isidoro Capdepón Fernández retorna a su ciudad. Sean estas líneas, mal hilvanadas como nuestras, la expresión de nuestra admiración más sincera, y sirvan al par de saludo al ilustre vate que regresa de Guatemala lleno de lauros y de gloria.

      Capdepón, es de todos bien conocido, granadino amantísimo de su ciudad, no ha despreciado nunca la menor ocasión de cantarla en brillantes estrofas llenas de la arrebatada inspiración que le colocó a la cabeza de los poetas de su tiempo.

      A la edad de veinte años marchó a la América fecunda apremiado por una apuradísima situación económica. Fue la vida dura para él, pero la realidad no logró mustiar aquella fragancia que se desbordó especialmente en un libro titulado Auras guatemaltecas, en las que ya se acusa su característica manera, conocida en lengua cas­tellana con el nombre de capde­ponismo.

      Logró influir en toda la poesía americana y en un fuerte núcleo de poetas españoles.

      Su vida está admirablemente narrada en varios libros y en artículos de José Mora Guarnido, Melchor Fernández Almagro, Antonio Espina García y Eugenio d'Ors. El año de 1919, si la memoria no nos es infiel, fue proclamado por unanimidad Académico de la Real Academia de la Lengua para ocupar la vacante del insigne y tierno poeta don José Selgas, que no se había ocupado por no encontrar digno sucesor.

      El Lucero se hace esperar. Un poema de Capdepón no es cosa que se haya de digerir con prisas. Se aclara la garganta con un largo trago de vodka con aceituna, se recoloca el rizo rebelde en el mismo exacto lugar donde antes estaba, y empieza a leer con voz quebrada por ecos albaicinescos:

      Sobre el cerro gentil de la Chumbera,

      frente a la ingente mole plateada,

      altiva y colosal Sierra Nevada,

      una iglesia se yergue placentera.

      Su Santo Nicolás allí venera

      la sublime piedad de mi Granada,

      y lo van a adorar, santa manada,

      desde el rico que goza, a la cabrera.

      ¡Oh Santo Nicolás! Hasta el lejano

      monte de Guatmozín llegan los ecos

      del pensil granadino que te adora:

      aquí los oye un español cristiano

      que, rodeado de guatemaltecos,

      piensa, gime, suspira, reza y llora.

      Solamente Schubert incordia el silencio final. Paquito Soriano asiente con la cabeza, pensativo, cerrando aún más sus ojos ya cerrados de miope. Carrillo La Loca se limpia lágrimas verdaderas con la manga del traje de Montesinos. Constantino Ruiz Carnero toma notas ensimismado, seguramente dispuesto a reseñar el nuevo poema del vate en las páginas del muy serio periódico El Defensor, que ya ha acogido varias odas del eximio juglar granadino e inventado.

      —Hondo –rompe el silencio Paquito.

      —Alhámbrico –añade Lucero.

      —Nazaricista –se atreve Montesinos.

      —Albaicinante –apunta Carnero.

      —Generalífico –remata Maroto.

      Todos se yerguen solemnemente y brindan. Apuran sus bebidas de un trago y, sin volver a sentarse, cierran devotamente los ojos como embebiéndose de lo espiritoso y lo espiritual del instante.

      —¡Manolo! –grita una voz autoritaria, exageradamente viril, que no rompe la magia. Los rinconeros continúan erguidos, con las barbillas alzadas y los párpados dulcemente cerrados bajo la lámpara que los alumbra inútil.

      —¡Manuel Fernández-Montesinos Lustau! –insiste la poderosa voz desde la caverna.

      El joven Montesinos abre los ojos y ve a su padre y a su hermano Gregorio a cuatro metros de él, tiesos como dos soldaditos de juguete y feroces como dos soldaditos de verdad. Los demás tertulianos abandonan el éxtasis y también se vuelven hacia la circunspecta y varonil pareja.

      —Encantado de verle por aquí, banquero Montesinos –farfulla el periodista Carnero desde lo difuso de las ocho ginebras contadas que ha bebido. El banquero no responde.

      —Vámonos a casa, Manolo. Tu sitio no está aquí, entre esta gentuza.

      —Estoy con lo más granado de Granada, padre –responde el adolescente con aplomo.

      El primero que se empieza a reír es el Lucero, una risa nerviosa y alcohólica que, por fin, le descoloca el rizo rebeldemente perfecto. Paquito, con una inmensa risa como su estatura, es el segundo. En un momento, todos los admiradores de Capdepón están retorciéndose en sus sillas, endemoniados con sus carcajadas. Carrillo La Loca se cae incluso al suelo y Maroto se vuelve a cortar las manos con los cristales de la copa rota.

      El joven Montesinos es el único que permanece en pie, con una media sonrisa serena y sin apartar la vista del banquero.

      —Si lo deseáis –silabea con calma–, os presento a mis amigos y os tomáis algo con nosotros. Podemos leeros, incluso, un nuevo poema del gran vate granadino Isidoro Capdepón. Es un poema hondo, alhámbrico, nazaricista, albaicinante, generalífico y no sé cuántas cosas más. No os vais a arrepentir.

      Las risas llegan al paroxismo entre la caterva de poetas ebrios. Paquito Soriano se está ahogando y a lo mejor se muere, pero al resto de borrachos, en ese momento, les da igual. El banquero y su hijo Gregorio giran sobre sí mismos y desfilan dignamente hacia la puerta de salida. Soriano finalmente no se ha muerto y consigue encadenar algunas sílabas.

      —Dejadme hablar. Quiero hablar. Necesito hablar –eleva la voz.

      Los demás, con la carcajada ya medio domesticada, van haciendo silenciosas ofrendas al joven Montesinos. El primero es Manuel Pizarro, que deposita ante él la flor de lis que adornaba el ojal de su chaqueta. El Lucero desdobla el poema de Isidoro Capdepón, lo besa reverencialmente y se lo entrega al chaval. Miguel Pizarro desata de su cuello el foulard de seda con motivos orientales y se lo ata a Montesinos a modo de turbante. Carrillo La Loca se corta un mechón de pelo y lo envuelve en una servilleta. El periodista Carnero desengancha su reloj de oro y también se lo entrega. Finalmente, Maroto se acerca por la espalda del chaval, aprieta uno de los cortes que se ha infligido en las manos y, gota a gota, va dibujando en la mesa un exacto corazón de sangre.

      —Quiero proponer junta extraordinaria de la hermandad putrefaccionaria del Rinconcillo –declara Paquito desde lo alto de sus dos metros de estatura–. ¿Votos a favor?

      Todos yerguen la mano.

      —De acuerdo, aunque en mi calidad de presidente fundador hubiera convocado la junta igual.

      —¡Viva la democracia! –grita Carnero.

      —Arriba


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