Lucero. Aníbal MalvarЧитать онлайн книгу.
podría quitar ya esto, por favor? Me siento ridículo.
—Te lo has ganado.
Montesinos ha regresado a su casa y Conchita ya ha subido a dormir. Lucero acompaña a su madre mientras ella friega velozmente los vasos en la cocina.
—¿Sabes, hijo? Me da la impresión de que tu amigo, hoy, no sólo ha sido elegido futuro alcalde de Granada.
—Ya me he dado cuenta.
Se miran con pupilas chispeantes. Un lejano reloj de pared cuenta las tres de la madrugada.
***
Los cinco alpargateros están sentados a la vera del río Genil bajo la sombra de los fresnos. Hablan poco. Prefieren escuchar el canto del andarrío y de los busardos y el patinaje artístico del agua cauce abajo. Tampoco es que tengan muchas ganas de decirse nada. Ya son las diez y ningún mayoral ha pasado carreta en busca de manos. Como no hay dinero para tabaco, los hombres mascan pajas y hierbas, y economizan las dos botas de vino que comparten. Una la trajo el Reviro, al que llaman así mezclando su Ramiro bautismal con la circunstancia de ser bizco. La otra, el Juanes. Eran para celebrar. El Marranero les prometió que pasaría a por ellos, sin falta, a eso de la primera luz. Pero no apareció, el Marranero. Alguna urgencia o el olvido. O que han traído más gallegos y más portugueses a trabajar a cambio de sopa y alguna promesa.
Olmo, que vuelve a lomos de la mula desde la estación de tren de Granada, los adivina a lo lejos y se acerca.
—Ey –saluda y brinca al suelo.
—Ea –le devuelven los demás la cortesía.
—¿No pasan trenes hoy? –pregunta Reviro con maldad.
—Pasan –contesta Olmo–. Pero hoy me han mirado mal.
Reparten una risa perezosa entre los cinco. Olmo se sienta.
—Aquí tampoco hay jaleo, ¿eh?
—Ya ves tú.
Olmo ofrece tabaco y todos se ponen a liar en silencio. Él sí suele trabajar. Los factores de la estación aprecian sus hombros poderosos y su estatura. Tres pesetas y dos reales por catorce horas. No está mal. Cinco perras gordas más que los braceros.
—¿Le va creciendo a tu hijo el brazo? –pregunta Donato con la primera calada.
—No, sigue igual –contesta Olmo sin ofenderse. Todo el mundo sabe que Donato es algo tardo y que vive en la ilusión. Es el único de ellos, además de Olmo, que se ríe casi todos los días.
—Ayer desembarcaron veinte de Badajoz con cara de hambre –informa Olmo.
—Cabrones –mastica Manuel.
—A ésos fue a los que se llevó tu Marranero –le escupe Reviro al Juanes.
—No –corrige Olmo–. Pregunté. Venían para García.
—Cabrón –mastica Manuel.
—Ayer estuvo en la estación otra vez.
—¿Quién? –pregunta Donato.
—García. Charlando con el Ratón –continúa Olmo.
—No nos vuelvas con las mismas otra vez, Olmo, cojones. Que tenemos familia.
—A ver cuánto nos dura la familia.
—No jodas, ¿eh? No jodas –protesta Reviro.
—Y a ver cuánto duramos nosotros –Olmo dedica un minuto a mirar los árboles y el río antes de seguir hablando–. Sesenta quintales de patata. Para los alemanes.
—Un cojón de quintales –calcula Donato.
—¿Va solo, García?
—No, va a pachas con Roldán.
—Cabrones –mastica Manuel.
El sol de septiembre ya aprieta. Pero a la sombra se está a gusto. Un carro de bueyes cargado de paja da pereza al camino. Los hombres lo miran pasar. Largo rato. Hasta que se pierde tras el resalto, los alpargateros no apartan sus miradas lentas de él.
—Lo embarcan el domingo en el apeadero viejo de El Trébol –dice Olmo como si no hubieran pasado los minutos.
—Que te calles –se revela, otra vez, Reviro.
—Yo voy si tú vas –se arranca Manuel.
—Aunque sea sólo para joder –dice Olmo.
—Si es para joder, yo también voy –dice el tardo Donato riéndose.
Por el resalto del cerro aparece ahora una calesa descubierta. Los hombres vuelven la vista para seguirla también. Va ligera. Olmo encoge los ojos para distinguir a doña Vicenta y a Lucero. Levanta la mano para saludar a la maestra de su hijo, pero ella va enfrascada en su conversación y no lo ve.
—Cabrones –mastica Manuel.
La calesa es de madera basta, fuerte, de ruedas recias. El Lucero lleva las riendas. Va con la cara tensa porque nunca se ha entendido muy bien con los caballos y no consigue que aminoren la marcha para acolchar los baches del camino terrero. Su madre se agarra con fuerza al pescante y va dando brincos, pero está contenta y habladora porque la mañana está fresca y limpia, y el paisaje del verano tardío en la Vega presenta esa tristura chopinesca que tanto consuela a los ciclotímicos como mamá.
Con dificultad, el Lucero consigue convencer a los caballos para que se desvíen del camino y se internen en un bosque de robles y algarrobos. Por fin, ha logrado que troten al ralentí. Bajo la sombra espesa del robledal hace hasta frío. El Lucero detiene el carro al pie de un cerro soleado invadido de abrótanos.
El gitano Ramón vive a las afueras de Chauchina, en una cueva natural que alumbra con lámparas de petróleo
—¿Pero cómo es que conoces tú este sitio?
—Me trajo el tío Baldomero cuando yo tenía tres años. Y, cuando me hice mayor, volví muchas veces. Es el mejor luthier que hay en Granada. Aunque él ni siquiera sabe lo que es un luthier.
—Ay, hijo. Ni falta que le hará.
El Lucero descorre la cortina que protege la puerta de la cueva.
—Ramón.
—Pasa, pasa.
—Vengo con mi madre. Ramón, ésta es Vicenta.
La cueva huele a humo y a fuel, y a fresno también huele, a tomillo y a serrín, a potajes y a otros olores indescifrables. Una especie de tablón de carpintero, pero de menor tamaño, soporta la siesta de una guitarra a medio hacer. Hay guitarras incompletas por todas partes, flautas de ébano y de boj, panderetas de piel de becerro y de guarro, y muchas otras maravillas. El Lucero está fascinado, coge una pandereta y acompaña con ella una canción bailando torpemente alrededor de su madre:
Vestida de raso verde
desde abajo para arriba,
pandero lleva en sus manos,
ricos romances decía.
—Este hijo suyo –se chotea el gitano Ramón.
El gitano Ramón debe de andar por los ochenta. Tiene los ojos rasgados tan pequeños que parecen dos arrugas más. Las aletas de su nariz grande se desploman a los lados como los labios de un mastín español, y bailotean cuando el gitano resopla.
—Aquí tienes, Lucero. A la medida.
Con orgullo, Ramón le tiende al Lucero un violín muy pequeño, de no más de cuarenta centímetros.
—¡Qué preciosidad! –exclama Vicenta.
—Trae que lo oigas –ordena el luthier.
Y se pone a tocar una melodía veloz y dicharachera que llena la cueva de un aire circense. Al terminar, las cajas de las guitarras suspiran un temblor hondo