Sí sé por qué: Novela. Felipe TrigoЧитать онлайн книгу.
á bordo se la comen con los ojos, y mira, en cambio, con éxtasis de atención inmensa las lejanías del mar y los crepúsculos.
Una atracción de suavidades me inclina á venir observándola hace días; á buscar los sitios de apacible soledad que ella prefiere; y he podido advertir que apenas si se asoma con su madre á los bailes del salón, que se acuestan á las once, y que se levantan, igual que yo, para contemplar las albas esplendentes, cuando aún no se ha hundido Venus en la línea de las aguas.
Miedo me da la idea de que, advirtiendo al fin la asiduidad de mi presencia, hubieran de juzgarme uno de esos imbéciles que por ahí las importunan.
Deja el libro. De un paquete de periódicos, saca uno y pónese á leer.
Los grabados tornan á advertirme que lo que tanto la absorbe en los diarios es, ¡ah, también!, el crimen de la italiana.
Como á los demás, como á todas las damas del pasaje. Pero á esta niña, de carne y alma de inocencia, plácela, sin duda, lectura tal, no por saborear manjares de perversión, sino por una trágica atracción folletinesca que afirma su infantilismo. Igual que ayer y anteayer, la veo ensimismarse en los relatos del crimen más que en el libro de oraciones, y á veces sigo en su faz de ángel los horrores que la crispan.
¡Oh, sí, sí, diáfana su faz..., diáfana como un fanal su vida entera! También cuando todas las mañanas la contemplo de hinojos en la misa, veo el fervor con que su pureza pídele á la Virgen no se sabe qué perdones.
¿Será una francesita?... Franceses son los periódicos que lee y en francés habla con los curas, uno de los cuales debe de ser hermano de la madre. Sin embargo, no tiene ese tipo que hace á Francia parecer un monótono bazar de muñecas blondas de pómulos salientes y labios gordos y encarnados.
—¡Adamar? ¡Adamar?... ¡Hombre, Adamar!
Giro, y me estremezco. Medio corriendo y en grandísima algazara llegan á buscarme el dramaturgo, el húsar, el cónsul, Placer y la actriz de la Cigale. Recogida alta la falda, enseña Placer la aparatosa seda de sus medias.
Me causan la impresión de que profanan un templo. Los curas, la madre, la niña-arcángel han vuelto los ojos hacia el tumulto de estas mujeres de hermosura descompuesta. Porque no se sienten aquí, me levanto y salgo al encuentro de mis amigos para ir en su compaña á cualquier parte.
Estamos en tierra.
Hemos venido durante la mañana viendo definirse las altas montañas de esta isla, mirando por la vasta extensión del agua la lejanía de las demás del archipiélago, y acabamos de desembarcar en Tenerife. Nos guía muelles adelante un grupo de periodistas canarios que ha acudido á recibir al dramaturgo. Placer tutea desahogadamente al cónsul y no se le descuelga del brazo. Derechos conyugales que se abroga. Él no parece agradecerlo.., ya. Bien con otra triunfal alegría me contó hace unas noches la historia: luna en su camarote, y una ilusión de cien kilos de sirena de cocota á su litera llegada desde la espuma del mar. Lo peor es que ni á luna ni á sol se le aparta desde entonces. Lo que temía para mí, de no haber puesto enérgico el remedio.
Entramos en Santa Cruz. Llena la plaza, de señoras que pasean y de tiendas de tabaco. Es éste el país de la eterna primavera, como la isla de Calipso. Las casas pequeñas, pero lindas, tal que casas de juguete, están pintadas de verde, de rosa, de cielo... Macetas en las ventanas, macetas en los balcones. Tropical Andalucía paradisíaca, y más frecuentada por ingleses. El verdor de las montañas le forma un valladar de frescura á la ciudad. Las mujeres todas me parecen bellas, altas, con la gracia gentil de la española pigmentada en africano.
Tomamos vermouth en la terraza de un bar, y nos surtimos de tabaco. Precios inverosímiles: paquetillos Henry Clay á veinte céntimos, y habanos á real.
Tres coches nos suben una larga calle en cuesta. Siempre las lindas casas y hotelitos de juguete. Visitamos tiendas de orientales. Los bajos precios incitan á comprar. Obsequia Placer al cónsul con un elefantito de marfil y él tiene que pagarla doscientas y pico de pesetas por un bazar de cosas que ha ido escogiendo: gemelos de teatro, chales y kimonos de seda china, maques, polveras, estuchillos...
—Perfectamente—me dice aparte el cónsul—. He hecho el primo; pero con ésto habrá de darse por contenta y no hallará ocasión de nuevos cobros.
La gratitud hácela aferrarse á su brazo más gachona.
Entramos en dos redacciones. Nos retratan. Placer, clavada á su rubio amigo «para que cuando el periódico llegue á España los vean muy juntos», suelta cada barbaridad que canta el credo. «No la gusta París porque allí llueve y ventosea mucho». Al fotógrafo, que al componer el grupo la tocó la barba, le dijo «mari... quita»; y á un chico que corriendo la tropezó en la calle, «hijo de un rato».
Y andaluces, sí, andaluces los canarios, no saben prescindir de llevarnos á un arrabal de Santa Cruz para probar el vino isleño. Luego, montaña arriba, van al Quisisana los coches.
Es uno de los grandes hoteles del turismo. Inglaterra. Misses, ladys y milores. En la ascensión hemos contemplado panoramas sorprendentes. Ahora el Quisisana nos brinda todo el confort apetecible. Su extranjera y silenciosa población le da aires de un convento de elegancia. Para mis ansias de paz tomo nota de este hotel y de este país encantador. Acaso alguna vez venga á habitarlos.
Victoria háceme advertir la injusticia con que los españoles buscamos fuera de España los parajes de belleza; vamos á Niza, á Italia, á Suiza, y no sabemos siquiera que tenemos hechizos superiores en Asturias y Galicia y Baleares, en la propia Extremadura, en Canarias, en Granada. Sin duda somos gentes de un individualismo altivo y feroz que nos deja ser colectivamente calumniados.
Consultando los relojes, deploran nuestros acompañantes que no nos quede tiempo de visitar la verdadera maravilla de la isla: el valle de Orotaba, lleno también de magníficos hoteles; y, andaluces, individualistas, al fin, á la española, encerrados en sus gustos, nos hacen partir del Quisisana para llevarnos á comer á una típica taberna... ¡como si las tabernas y nada más que las tabernas fuesen lo típico de España!
Me resigno á la taberna.
Escabeche y guisos de figón. Algo de guitarreo, con un torero que aparece, al cual Eyllin le acaricia la coleta, y baile de Placer con taconeo y patas por el aire. La actriz parisién y nuestro autor se entienden, á pesar de sus géneros distintos. No hay como ser hombre festejado para la adhesión de una francesa. Eso sí, al final iguales, francesas y españolas... y ya verá también Carlos á la hora de cobrar.
III
Me levanto al amanecer, siempre. Es el momento de las purezas perla de la aurora. Terminados los baldeos y limpio y en orden todo sobre el sueño del pasaje, el buque parece... de ella y mío—parece de los dos. A fuerza de encontrarnos cada día en tan bello despertar, ella y su madre corresponden á la digna inclinación de mi saludo con una bondadosa simpatía mezclada de recelos.
Los recelos de empezar á creerme un galanteador inoportuno. La joven, singularmente, me mira como con la súplica medrosa de que no la turbe la única hora de dulce libertad que goza por el barco. Terror de niña seria que no osa á jugar con las demás niñas delante de la gente, y que no se atrevería á separarse de la madre en mi presencia. ¡Qué clara sorprendo en su faz esa emoción!
La tranquilizo, me alejo, y desde un escondite cualquiera, donde no pueda sospecharme, la contemplo, la contemplo á mi placer.... atraigo nítida su imagen con mis zeiss, con mis potentísimos prismáticos.
Dúrala el temor buen trecho; vigila en torno su contrariedad de volver á verme aparecer, y, entregado el susto del alma verde de sus ojos al mimo de carmín del horizonte, permanece anhelosa y pensativa... Recobrada al fin la confianza de estar sola, se levanta, y, sin apartarse mucho de la madre, juega á dar paseos, á vagar