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Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon TolstoiЧитать онлайн книгу.

Ana Karenina (Prometheus Classics) - Leon  Tolstoi


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que se disiparía como se disipan las relaciones mundanas, sin dejar en la vida de ambos otras huellas que recuerdos agradables o desagradables.

      Reconocía lo terrible de la situación de ambos, la dificultad de ocultar su amor, de mentir y engañar al respecto, hallándose ambos tan a la vista de todos; sí, de mentir y engañar, y estar alerta, pensando siempre en los demás, cuando la pasión que les unía era tan avasalladora que les hacia olvidarse de cuanto no fuera su amor.

      Recordaba con claridad la frecuencia con que tenían que hacerlo violentando así su naturaleza, y recordó, sobre todo, con nitidez especial la vergüenza que experimentaba Ana al verse forzada a fingir.

      Desde que tenía relaciones con Ana sentía a menudo un extraño sentimiento de repulsión que llegaba a dominarle por completo. Repulsión hacia Alexey Alejandrovich, hacia sí mismo, hacia todo el mundo. Le habría costado poder precisar aquel sentimiento, pero lo rechazaba siempre lejos de él.

      Movió la cabeza y prosiguió pensando:

      «Antes ella era desgraciada, pero se sentía orgullosa y tranquila. Ahora, en cambio, no puede tener orgullo ni tranquilidad, aunque lo aparente. Hay que terminar con esto», resolvió.

      Por primera vez, pues, experimentaba la necesidad de concluir con aquella farsa, y cuanto antes mejor.

      «Es preciso abandonarlo todo y ocultarnos los dos en algún sitio, a solas con nuestro amor», se dijo.

      Capítulo 22

      El aguacero fue de corta duración, y cuando Vronsky llegaba a su destino al trote largo del caballo de varas, que forzaba a correr los laterales sin necesidad de acicate, el sol lucía de nuevo y los tejados de las casas veraniegas y los añosos tilos de los jardines que flanqueaban la calle principal despedían una claridad húmeda, y el agua goteaba de las ramas y se deslizaba por los tejados con alegre rumor.

      Vronsky no pensaba ya en que el chaparrón pudiera enlodazar la pista, sino que se regocijaba pensando en que, gracias a la lluvia, encontraría en casa a Ana.

      Sabía que su marido, recién llegado de una cura de aguas en el extranjero, no estaba en la casa de verano.

      Esperando encontrarla sola, Vronsky, como hacía siempre para atraer menos la atención, dejó el carruaje antes de llegar al puentecillo, avanzó a pie y en vez de entrar por la puerta principal que daba a la calle, entró por la del patio.

      –¿Ha llegado el señor? –preguntó al jardinero.

      –No, señor. La señora, sí, está en casa. ¡Pero entre por la puerta principal! Allí hay criados y podrán

      abrirle –repuso el hombre.

      –No, pasaré por el jardín.

      Y, seguro ya de que Ana estaba sola, y deseando sorprenderla, ya que no le había anunciado su visita para hoy y no debía esperar verle antes de las carreras, se dirigió, suspendiendo el sable y pisando con precaución la arena del sendero bordeado de flores, a la terraza que daba al jardín.

      Había olvidado cuanto pensara por el camino sobre las dificultades y disgustos de su situación. Sólo sabía que iba a verla y no imaginariamente, sino viva, tal como era.

      Ya subía, pisando siempre con cautela, para no hacer ruido, los lisos peldaños de la escalinata, cuando de pronto recordó lo que olvidaba siempre, lo que más penosas hacía sus relaciones con ella: el hijo de Ana, siempre con su mirada interrogativa que tan desagradable le resultaba.

      El niño perturbaba sus citas más que nadie. Cuando estaba con ellos, ni Ana ni Vronsky osaban decir nada que no pudiera repetirse ante terceros, ni empleaban alusiones que el niño no pudiera entenden

      No lo habían convenido así: la cosa surgió por sí misma.

      En su presencia hablaban sólo como si fuesen simples conocidos. Pero, pese a sus precauciones, Vronsky sorprendía a menudo fija en él una mirada atenta y extraña, y comprobaba cierta timidez, cierta desigualdad –ya excesivo afecto, ya despego– en el trato que le dispensaba el niño. Se diría que el pequeño adivinaba que entre aquel hombre y su madre existía una relación profunda, incomprensible para él.

      En realidad, el niño no comprendía aquellas relaciones y se esforzaba en concretar los sentimientos que debía inspirarle Vronsky. Su sensibilidad infantil le permitía notar claramente que su padre, su institutriz, el aya, todos en fin, no apreciaban a Vronsky, sino que le miraban con repugnancia y temor, aunque no dijeran nada de él, en tanto que su madre le trataba siempre como a su mejor amigo.

      «¿Qué significa esto? ¿Quién es? ¿Debo quererle? No le comprendo y debe de ser culpa mía; debo de ser un niño malo o tonto», pensaba el pequeño. Y ésta era la causa de su expresión interrogativa y un tanto malévola y de la timidez y de la desigualdad de trato que tanto enojaban a Vronsky.

      Ver a aquel niño despertaba en él aquel sentimiento de repulsión inmotivada que experimentaba en los últimos tiempos.

      En verdad, la presencia del niño inspiraba a Vronsky los sentimientos de un navegante que comprueba, por la brújula, que sigue una ruta equivocada, sin medios para poderla rectificar, sintiéndose cada vez más extraviado y consciente de que el cambio de dirección equivale a su pérdida.

      Aquel niño con su ingenua mirada representaba en la vida la brújula que les marcaba a Ana y a él el grado de extravío a que sabían haber llegado, aunque se negaran a reconocerlo.

      Sergio no se hallaba en casa. Había salido de paseo, sorprendiéndole la lluvia en pleno campo. Ana había enviado a un criado y a una muchacha a buscarlo y ahora estaba sola, sentada en la terraza, esperándole.

      Vestía un traje blanco con anchos bordados y, hallándose en un ángulo de la terraza, tras las flores, no veía a Vronsky. Inclinando la cabeza de oscuros rizos, sostenía una regadera entre sus hermosas manos ensortijadas que él conocía tan bien.

      La hermosura de su cabeza, de su garganta, de sus manos, de toda su figura, sorprendía siempre a Vronsky como algo nuevo.

      Se detuvo, mirándola arrobado. Pero apenas adelantó un paso ella presintió su proximidad, soltó la regadera y volvió a él su encendido semblante.

      –¿Qué le pasa? ¿Se encuentra mal! –preguntó él en francés, acercándose.

      Habría querido precipitarse hacia ella, pero pensando que podía haber alguien que les observara, miró primero hacia las vidrieras del balcón y se sonrojó, como siempre que se veía obligado a mirar en torno suyo.

      –No. Estoy bien –repuso ella, levantándose y estrechando la mano que le alargaba Vronsky–. Pero no lo esperaba.

      –¡Dios mío, qué manos tan frías! –exclamó él.

      –Me has asustado –dijo Ana–. Estoy sola, esperando a Sergio, que salió de paseo. Vendrán por ese lado.

      A pesar de sus esfuerzos para parecer tranquila, sus labios temblaban.

      –Perdóneme que viniera. No me fue posible pasar un día más sin verla–dijo Vronsky, siempre en francés, para eludir el ceremonioso «usted» y el comprometedor « tú» del idioma ruso.

      –¿Perdonarte el qué? Estoy muy contenta.

      –O se encuentra usted mal o está triste –continuó Vronsky, sin soltar su mano a inclinándose hacia Ana–. ¿En qué pensaba?

      –Siempre en lo mismo –repuso ella, sonriendo.

      Decía la verdad. En cualquier momento en que le preguntaran podía contestar sin faltar a la verdad: pienso en uno, en su felicidad y en su desgracia.

      Ahora mismo, al llegar Vronsky, Ana pensaba precisamente en cómo era posible que a Betsy, por ejemplo (pues estaba enterada de sus relaciones con Tuchskovich), le resultase todo tan fácil, mientras que a ella le era tan penoso.

      Y hoy tal pensamiento la atormentaba particularmente por especiales razones.

      Preguntó a Vronsky sobre las carreras y él, viendo nerviosa a Ana, a fin de distraería, le contó todo lo relativo a los preparativos para el concurso hípico.

      « ¿Se


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