El imperativo estético. Peter SloterdijkЧитать онлайн книгу.
Si, a la inversa, no se hubiera formado la conciencia de vivir en un continente que, con razón, ahora llamamos el Viejo Mundo, no habría habido ninguna costa desde la que se hubiera intentado partir de un modo planificado hacia el Nuevo Mundo.
Ahora bien, una de las experiencias constitutivas de la era moderna fue el que no se pudiera descubrir el mundo sin a la vez experimentar la «curvatura del mundo». Me serviré aquí de un giro especulativo de Thomas Mann con el que podríamos caracterizar la interacción y el entrelazamiento paradójicos –o dialécticos, si se quiere– de constructivismo y primitivismo en la música de principios del siglo XX –un giro en el que se detectan sugestiones del psicoanálisis de Freud y Ranke, y de la doctrina einsteiniana de la curvatura del espacio universal–. No hay así salida alguna a lo desconocido que más pronto o más tarde no tenga consecuencias para la autoconciencia de los viajeros. Esto vale tanto para las maniobras elementales como para la primera circunnavegación de la Tierra por Magallanes y las incursiones más sutiles del tipo de las que hoy efectúan los físicos, los operadores de sistemas y los biólogos para conocer las últimas partículas de la materia y las estructuras complejas del cerebro, el genoma, el sistema inmunitario y los biotopos. En todos estos casos, este volverse hacia fuera repercute en la identidad de los descubridores.
Aún tenemos razones para retener en la memoria la siguiente imagen como una escena primigenia de la modernidad: el 22 de septiembre del año 1522 regresó al puerto andaluz de Sanlúcar de Barrameda el Victoria, el último de los cinco barcos que tres años antes habían zarpado bajo el mando de Magallanes para una navegación por la ruta occidental hacia las legendarias Islas de las Especias. A bordo había dieciocho hombres famélicos a los que inmediatamente vistieron de penitentes y condujeron a la catedral de Sevilla. Allí se entonó un tedéum por el inaudito regreso –algo más que justificado a nuestro entender, pues después de aquel periplo oceánico nada podía ser como antes en relación con la imagen del mundo–. Los descubridores de la perfecta redondez de la Tierra habían pagado un alto precio por sus experiencias. De doscientos ochenta hombres sólo regresaron a puerto los citados dieciocho como primeros testigos oculares de la globalización, cada uno con el rostro marcado por los terrores de la apertura del mundo, para siempre impregnado por el recuerdo de tormentos épicos y múltiples rescates milagrosos. Todavía podemos leer hoy en la relación de viaje de Pigafetta el lacónico comentario sobre la noticia. Cada uno de los regresados debió de haber sentido a su particular manera la ironía de su regreso. Quien, después de recorrer el mundo, retorna al punto de partida, verá para siempre el lugar con nuevos ojos. En adelante, su ciudad ya no será el antiguo hogar centrado en sí mismo, con el resto del mundo relegado a una periferia que se desdibuja con la distancia; ya no será el ombligo del universo que reposaba en el confort de la ignorancia. Se convierte en un punto de una inquieta red y un nudo en una trama compuesta de incontables vías, rutas comerciales y flujos de noticias. Con la perfecta representación de la redondez de la Tierra en los nuevos globos terráqueos, esos eficaces medios de la modernidad, se inicia la crisis de la tierra natal, desencadenada por las transformaciones que sufrió la autoconciencia de los que se quedaron, que para siempre se verá oscilando entre la fascinación y la aversión que las noticias de la nueva Tierra provocaban.
No es difícil darse cuenta de que, con la demostración náutica de la forma esférica de la Tierra, sólo se había dado un primer paso. La aventura de la extraversión delata sus verdaderas dimensiones en el momento en que el volverse hacia fuera se traduce también, en las demás dimensiones del objeto terrestre, en un volverse hacia dentro. Aquí se hace patente una curvatura del ser que nos conduce a una ironía más profunda de la investigación. A quien se atiene estrictamente a lo objetivo y se dedica sin descanso a la búsqueda de estructuras ocultas de lo real, más pronto o más tarde le ocurre que está actuando sobre sí mismo sin advertirlo. El «descubrimiento del mundo y del hombre», iniciado bajo un sol apolíneo, se revela en todos sus avances como una empresa en la que el mundo deja de parecer a sus habitantes su seguro hogar. El prejuicio del ser en los griegos y los antiguos, según el cual el universo interpela él solo a los mortales en un ámbito de domesticidad, va perdiendo su soporte en las cosas. Donde la investigación se torna radical, la totalidad del ser se ensombrece y aliena. El hombre se siente cada vez más inseguro consigo mismo. Esta ausencia de seguridad significa que ya no puede ignorar la presencia de lo extraño inconcebible, tenebroso e indominable en su particular mundo.
Desde Heidegger sabemos que la curvatura del ser debe entenderse como curvatura del tiempo. Lo que llamamos existencia humana no es una línea recta entre el comienzo y el fin. La línea existencial se halla más bien curvada por una extraña tensión: los «extremos de la parábola» que constituye una vida individual, constituyen secciones en el círculo del ser. Así lo expresa al menos la doctrina de los pensadores metafísicos más resolutos de Occidente entre Parménides y el Maestro de Meßkirch[1], que no en vano se inclinaron siempre sobre las figuras del círculo y de la esfera. Cuando así se piensa, origen y futuro tienen que desembocar uno en otro describiendo inmensas curvas o brotar de fuentes separadas. A esta atrevida especulación dio Serenus Zeitblom un nuevo tono cuando, en su comentario apologético a Apocalipsis, la supuestamente bárbara e intelectualista obra principal del compositor Adrian Leverkühn, sostuvo que en esa construcción artística horriblemente moderna se había logrado la «unificación de lo más antiguo y lo más nuevo». Pero que, «de ninguna manera» esta aproximación representaba «un acto de arbitrariedad», sino que estaba «en la naturaleza de las cosas», porque «descansa en la curvatura del mundo, que hace que en lo más tardío retorne lo más temprano».
Embarque hacia la Isla del Tesoro: el legado de Calibán
Tras lo aquí expuesto, estamos preparados para ver que la historia de la música se halla, a su manera, entretejida con la partida de los hombres modernos, emprendedores, inventores, hacia las nuevas orillas. A menudo se invoca la música para representar, a su particular modo, la curvatura del mundo, pero raras veces se hace de forma inteligente. Ella lo logra articulando, de conformidad con su naturaleza demoniaca, la temporalidad curvada de la existencia humana.
Dicho esto, ya no cuesta mucho explicar de un modo plausible por qué la música tuvo que ser la verdadera religión de los modernos, más allá de toda división en confesiones y segregación de sectas. Si la religión ha ofrecido desde siempre interpretaciones más o menos profundas del inevitable retorno del mortal al aún no nacido, con la música de la era moderna surgió una poderosa alternativa para dotar a esta dinámica de un marco seguro. La música de la era moderna es en verdad más religiosa que la religión, pues gracias a su privilegiada alianza con las facultades latentes del oído es capaz de penetrar en estratos interiores en los que difícilmente encontraremos la simple religiosidad. La gran ventaja de la moderna música sobre la religión radica en la circunstancia de que ella adquiere (sobre todo desde su cambio de la polifonía a la expresión basada en el acorde y desde la transición de la composición obediente a formas y géneros hasta la libre composición de figuras sonoras sujetas al programa del compositor) una fuerza de proclamación que, hasta hoy, la religiosidad convencional apenas comprende.
Desde los siglos XVII y XVIII, la dinámica esencial de la música elevada ha hecho que esta adquiera un carácter irresistiblemente evangélico, porque desde entonces desarrollaría una elocuencia superior en el aspecto paradisiaco o, más generalmente, en cuestiones de tensión y relajación. Esto lo compartió, como mucho, con la lírica moderna, que, desde la época de Goethe y Eichendorf, y de Lermontow y Lamartine, no hizo ningún secreto de su ambición de rivalizar con el oído del sujeto musicalizado. Así inició la música en sus formas más desarrolladas, desde los días del primer clasicismo vienés, un interminable diálogo tonal sobre la diferencia entre paraíso y mundo. Su superioridad radicaba en el hecho de que ella se dirige exclusivamente al oído – al oído que, como hoy se sabe, determina desde su propia constitución reminiscente las condiciones de la distinción entre mundo y pre-mundo. La grandeza de la música moderna y su solidaridad con el proyecto del mundo moderno puede medirse si se reconoce en ella el medio donde se establece una enérgica relación con el mundo que, sin embargo, no niega la llamada de la profundidad. En este medio late el corazón aventurero de la modernidad. Si la religión en sus formas establecidas tuvo que promover regularmente