El imperativo estético. Peter SloterdijkЧитать онлайн книгу.
de la modernidad tuvo el mérito de crear un medio transicional en el que los derechos irrenunciables de regresión y recuerdo de la indemnidad pre-mundana se equilibrasen con el sentido del desarrollo personal y la afirmación del mundo.
Sobre el «proyecto del mundo moderno» y la solidaridad de la música no estaría de más explicar brevemente, para concluir, estos críticos virajes. Pues, ¿con qué derecho podríamos hablar de una edad que se llama moderna, si no dijéramos que los hombres de Occidente comenzaron entonces a cambiar su repertorio de deseos y aspiraciones? Para que el Renacimiento llegara a ser realmente una época de descubrimientos, hubo de definirse como la era de un gran viraje deseado. Para decirlo sumariamente, a los hombres de la Edad Moderna, cualquiera que fuese lo que dijeran de sus fines últimos, lo que verdaderamente les interesaba era desviar las flechas de sus deseos del más allá al más acá, a objetivos que podían alcanzar y disfrutar en esta vida. El símbolo geográfico de este viraje se llamó América; el novelesco, la Isla del Tesoro, y el mitológico, Fortuna. Es cierto que desde siempre existió en los hombres del contexto cultural occidental la aspiración a transitar de un mal «aquí» a un bien «allí», un bien salvador y racional, aunque este último residiera por lo pronto en el cielo de la Trinidad. Pero sólo los siglos que siguieron a los viajes de Colón hicieron a los europeos buscadores de tesoros, y no de forma pasajera u ocasional, sino primordial y constitutiva. Desde el descubrimiento de los continentes allende el océano, la búsqueda de tesoros constituye la verdadera actividad metafísica de la psique europea.
La imagen del tesoro nos sugiere la idea del objeto magnético que tiene con lo demoniaco la nota común de que no está tranquilo mientras teorizamos sobre él. No podemos imaginar el tesoro sin estar ya buscándolo, y no podríamos buscarlo si no estuviéramos ya cautivos de su atracción. Basta con describir el mundo como lugar donde pueden encontrarse tesoros para al instante transformarse en buscador, y ya no en el sentido del buscador trascendente y masoquista de Dios al estilo medieval, sino en el sentido de la moderna empresa estético-mágico-económica. Ser empresario significa cambiar las recompensas en el más allá por las expectativas de ganancias en el más acá. La conjetura del tesoro provee la justificación del coraje híbrido con que los hombres de la Edad Moderna se han comprometido con la vastedad del mundo y de la Tierra. En el futuro, el significado del nuevo territorio sólo podrá ser el de un lugar que ofrece la posibilidad de desenterrar tesoros. Cuando de pronto alabamos lo nuevo, es porque lleva aparejado el derecho humano del encontrar algo. Encontrar el tesoro supone ofrecer la prueba de que nadie es afortunado injustamente. La idea de la fortuna implica el creer que la coincidencia de justicia y favor es posible, y no sólo posible, sino legítima. Nuevo territorio: en esta expresión muestra sus colores el espíritu de la utopía; es a la vez el espíritu del riesgo. Esto suena como un evangelio con características geográficas. Creer en él es estar convencido de que, en costas lejanas, en islas antes inaccesibles, en talleres nocturnos de la naturaleza, en matraces hirvientes, en grutas rutilantes, existen tesoros que esperan a quienes los encuentren. Están así dispuestos gracias a una acumulación original de objetos de la suerte, pues de su origen, producción y distribución siempre se sabe demasiado poco; ellos esperan porque no hay suerte que no tenga ya sus ojos puestos en el afortunado al que quiere favorecer. Donde Fortuna aparece, allí está Fortunato –el hombre que se ha especializado en aceptar regalos de manos caprichosas–. Por eso es Fortunato el primer nombre de artista de la Edad Moderna. Los tesoros de Fortuna son a priori aureolas que distinguen la cabeza de su portador en cuanto se identifica como su descubridor.
Dicho esto, y admitido con la aconsejable cautela, cabe dar un último giro a la idea y sugerir de qué manera los músicos de la Edad Moderna pudieron volverse activos buscadores de tesoros. Se entiende por qué no subieron a bordo de las naves para arribar a la Isla del Tesoro. Emplearon otras cartas que las de los navegantes y dibujaron otras costas para representar su América. La verdadera América interior atrajo a los compositores cuando, buscando y encontrando de otra manera, salieron al descubrimiento de melodiosas cuevas con tesoros. Pero lo que los artistas allí encontraban, debían antes producirlo ellos mismos. Lo que reencontraban nunca existió antes de su hallazgo.
Me permito aquí conjeturar, para concluir, que Shakespeare fue el primero que tocó, en su obra La tempestad, estas peligrosas liaisons entre el Nuevo Mundo sonoro y el Nuevo Mundo iluminado por el brillo de los tesoros. El principal testigo de este descubrimiento no es otro que el habitante nativo de la exquisita isla que, gracias a la magia (hoy diríamos la técnica), se había convertido en el Imperio de Próspero: un aborigen llamado Calibán a quien uno de los visitantes llama con arrogancia «botarate», «pescado apestoso» y «most ignorant monster», un Papageno caribeño, un hombre primitivo, el proletario original, pero un hombre que goza de un privilegio del que los estirados nuevos señores del mundo sólo tienen alguna vaga ideas. Él goza del privilegio de vivir, en medio de una primigenia naturaleza sonora, y observar desde ella las fabricaciones de la cultura superior con una mezcla de escepticismo, asombro, sumisión y rebelión. Shakespeare pone en boca de este monstruo anfibio, nacido-no nacido, que es enteramente humano y enteramente artista, unos versos que nosotros debemos estudiar como manifiesto permanente de la nueva música:
Be not afeard; the isle is full of noises,
Sounds and sweet airs, that give delight, and hurt not.
Sometimes a thousand twangling instruments
Will hum about mine ears; and sometime voices,
That, if I then had wak’d after long sleep,
Will make me sleep again: and than, in dreaming,
The clouds me thought would open, and show riches
Ready to drop upon me; that, when I wak’d,
I cried to dream again[2].
No temas; la isla está llena de rumores,
de sonidos y dulces aires que deleitan y no dañan.
Unas veces percibe mi oído el vibrar de mil instrumentos,
y otras son voces que, si he despertado de un largo sueño,
de nuevo me hacen dormir. Y entonces, al soñar,
las nubes parecen abrirse mostrando riquezas
a punto de lloverme; así que, cuando despierto,
lloro por seguir soñando.
Esta descripción crea un malentendido en el mundo cuyas huellas aún pueden percibirse en la música actual. Estéfano, el pretendiente al poder sobre la isla, extrae de lo que ha oído una conclusión fatal: cree sin más que la descripción que hace Calibán de la sonora isla del tesoro es la imagen de un territorio, de un dominio, de un confortable palacio donde unos sirvientes musicales cumplen una función. De ahí la conclusión de todo punto solemne, feudal y burguesa:
This will prove a brave kingdom to me, where I shall have my music for nothing.
Para mí esto va a ser un gran reino donde tendré música gratuita.
Damas y caballeros: han transcurrido siglos desde este diálogo profético. Todavía vienen de vez en cuando los Calibanes y los Estéfanos juntos para discutir sobre el singular reino insular. Se ha impuesto la convención de que estos encuentros, celebrados casi siempre en verano, se llamen festivales, pero sería más apropiado considerarlos asambleas constituyentes. En ellas se sigue tratando de la constitución musical del mundo. Observadores atentos manifiestan sus dudas de que en un tiempo previsible se llegue a una declaración final. Todavía persisten los abogados de los Calibanes en su opinión de que la música es territorio demoniaco; con la misma obstinación mantienen los Estefános su opinión de que, si la música no puede ser del todo gratuita, habría que reducir sus costes. Apenas se entiende todavía cómo la curvatura del mundo afecta también al reino de los valores. Bajo el paraguas del evento musical, todavía se da voz a la idea de que nada debe ser tan caro como aquello que, desde el momento del nacimiento, queremos volver a tener gratis.
Recuerdo de la bella política
Damas y caballeros:
Permítanme