El imperativo estético. Peter SloterdijkЧитать онлайн книгу.
ha podido percibir tanto como este orador la rareza de la aquí ensayada combinación de discurso y música; me parece que no faltará quien presuma aquí una violación de las buenas costumbres de la actividad concertística, o incluso un atentado contra el derecho fundamental de la música a hablar por sí sola con sus propios recursos. ¿Desde cuándo una orquesta importante ha necesitado que su programa lo moderase un comentario verbal? ¿Desde cuándo las composiciones musicales han tenido que presentarse con complementos alejados de la música? La única justificación que puede tener una empresa de esta clase puede inferirse de su ocasión, del hecho de que sea el 3 de octubre, el Día de la Unidad Alemana, un día en que se conmemora la firma del tratado que consuma la unión política entre los dos Estados alemanes que resultaron de los dramas de mitad del siglo. Una festividad que instituye una memoria política, pero un día en el que hoy, diez años después de la ratificación del documento, la mayoría de los ciudadanos alemanes encuentra bien poco que celebrar, como demuestran los discursos de la clase política obligada en nuestro país a conmemorar el acontecimiento. Un día en el que acaso no se pudiera hacer cosa mejor que interpretar a Beethoven –como se hace aquí y seguramente en otros lugares a esta hora: el Beethoven de la Novena sinfonía, se entiende, una pieza obligada porque desde hace tiempo pudo verse como un concentrado de política cultural conmemorativa–. Por eso no es la combinación aquí elegida de discurso y música simplemente algo externo ni mero capricho de los organizadores. La Novena sinfonía, y especialmente su mundialmente célebre coro final, constituye por sí sola un caso de retórica musical, y hasta un acontecimiento de política musical, por lo que no supone agravio alguno para la situación, ni para el género, que a la interpretación de la pieza precedan aquí algunas palabras de comentario y reflexión, palabras que no conciernen a la partitura musical sino, por decirlo así, a la partitura ideológica de la obra. Basta con que recordemos que esta sinfonía ha sido, desde su triunfal estreno en Viena en el año 1824, la composición musical más conocida e influyente de la era moderna: la razón de su éxito verdaderamente numinoso –y, por sus excesos, también precario– hay que buscarla principalmente en el hecho de que posea de suyo en los pasajes intencionales, o al menos en los vocales, un carácter atrayente que busca la aprobación de ideas extramusicales, el consenso entusiasta, el sentimiento arrollador mediante un programa. Se puede afirmar que esta ola de consenso político-musical es, en el presente, más poderosa de lo que el siglo XIX pudo imaginar. No es casual que, después de que en los comienzos de la década de 1970 se eligiera el finale coral de la Novena sinfonía como himno de Europa, las Naciones Unidas también escogieran esta pieza como su distintivo musical. Aunque se reconozca que no se puede hablar con la gran música como tal, en estos excesos temáticos de las «cantata política» de Beethoven se destacan claramente aspectos adicionales que parecen hablarnos.
Quisiera tomarme en lo que sigue la libertad de recordar las premisas históricas que dieron origen al complejo semántico-musical de la Novena sinfonía y su «Oda a la alegría». La palabra recuerdo es aquí particularmente adecuada, porque a este fin es preciso hablar de relaciones en gran parte olvidadas. Si queremos ponernos en el lugar del polo generador del proceso artístico beethoveniano, es preciso evocar, para decirlo con Hegel, un «estado del mundo» en el que el consenso aún se llamaba entusiasmo. En aquella época no era tan decisivo entre los ciudadanos tener una única opinión como un único sentimiento. El recuerdo es necesario para transportarnos con la imaginación a aquel estado de cosas en el que casi todo lo que las voces progresistas de la sociedad tenían que decir, todavía lo decían en el modo de la anticipación –a menos que esgrimieran razones, que muy pronto las tuvieron, para mirar a algún pasado idealizado–. Tenemos que regresar a un periodo en el que el pensamiento de gran alcance había impregnado el lenguaje corriente de una elite en ascenso. Tenemos que rememorar una fase de la historia en la que los individuos hacían de su capacidad privada y particular para soñar un medio al servicio de lo que para ellos eran los sueños de la humanidad.
La cultura burguesa hablaba, antes de su victoria, un dialecto entusiástico, igual que los consultores de la globalización emplean hoy con sus clientes el dialecto de las visiones y las misiones. Aunque no podemos exponer aquí con más precisión lo que filosófica, psicológica y sistémicamente significa entusiasmo, podemos dejar sentado que esta noción perfilada del platonismo político desempeñó un papel clave en la automotivación de las sociedades burguesas deseosas de avances. En él obraba, apenas oculto, un imperativo categórico de confianza. Con su ayuda adquirió forma una capa social media interesada en el poder que se hacía pasar sin rodeos por la humanidad. El entusiasmo burgués siempre fue un delirio de inclusividad. Iba de la mano con la prerrogativa de no haber tenido aún experiencia alguna consigo mismo – no consigo, no con el espíritu de las instituciones, y aún menos con las reglas de juego de las relaciones económicas gobernadas por el dinero. Reflejaba el estado de gracia que flota sobre los que aún no tienen poder – la gracia de la buena conciencia en la ausencia casi completa de complejidad. Esta beatífica, robusta inexperiencia era el tono del joven Schiller; en él compuso hacia 1775, con apenas 26 años, el documento primario de la futura política del entusiasmo, una oda A la alegría en cuya curva del éxito también nosotros tratamos hoy día de ocupar un pequeño segmento.
Pero el testimonio más claro –y más inquietantemente bello– de este planear de la divagación prepolítica sobre una totalidad vagamente abarcada que podemos encontrar en la tradición alemana se halla en Hölderlin. Su novela epistolar Hiperión, escrita entre 1792 y 1799, narra, con la guerra ruso-turca de 1770 como fondo, el compromiso fatal del joven griego cuyo nombre da título a la novela con la incipiente lucha por la libertad de los griegos contra el Imperio otomano. Ya entonces, la cuestión del espíritu de Europa estaba ligada a lo que más tarde se llamaría la cuestión oriental. Sin un límite oriental no podía existir una comunidad de valores occidental. La explicación que da Hiperión a su prometida Diotima de la razón por la que no puede por menos de unirse voluntariamente a sus amigos en esa guerra necesaria, la recogen unas palabras propias de la política entusiasta de la primera burguesía expresadas con una claridad insuperable. El alegato de Hiperión culmina en esta tesis:
La nueva alianza de espíritus no puede vivir en el aire, la teocracia sagrada de lo bello debe habitar en un Estado libre que quiera un sitio en la Tierra, y ese sitio lo conquistaremos[3].
Estas palabras, raras veces citadas, caracterizan toda una época. Nos dan la clave de aquella bella política sin cuyo conocimiento difícilmente se entenderán los dramas de los últimos dos siglos, y de cuya existencia y aplicación las generaciones posteriores nada saben. Esta política puede llamarse bella en la medida en que, para decirlo con Kant, más allá de su valor moral «es reconocida como objeto de un goce necesario»; y su belleza puede llamarse política porque la sustenta un hambre de realización o, para decirlo con Marx, de praxis. El esquema de teoría y praxis, posteriormente tan influyente, aparece aquí prefigurado en la relación de guion y escenificación, o bien plan de guerra y campaña militar. En él se prevé que lo bello despierte del embeleso y tome el mando en lo real. Las generaciones posteriores no pueden tener conocimiento de esta formación en la medida en que, para ellas, la separación entre las esferas del poder, el arte y la religión es ya algo sobreentendido, y difícilmente encontrarán motivos para contrariarla. Nada parece tan vergonzoso y perjudicial en una sociedad definida por la diferenciación entre sus sistemas parciales como una interpenetración y confluencia de dimensiones u ordenamientos de los que hace tiempo estamos convencidos de que entre ellos sólo puede haber vecindad, pero que jamás podrán ni deberán fusionarse. No obstante, ¿qué era el entusiasmo en su época heroica e ingenua sino la matriz universal de las situaciones vergonzosas creadas por la política antipolítica, por el abrazo exaltado al universo entero, por la obstinada ecuación de burguesía y humanidad?
Sin embargo, si tenemos en cuenta el argumento de Hiperión, pensaremos que Immanuel Kant ya había perdido de vista lo esencial de la estética de su época cuando, en su Crítica del juicio, se propuso confinar la belleza dentro de los límites de las artes: «No hay», dice Kant, «una ciencia de lo bello sino sólo crítica, ni una ciencia bella sino sólo arte bello»[4]. Con la pretensión de asignar a lo bello –y a su productor,