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Antropología de la integración. Antonio Malo PéЧитать онлайн книгу.

Antropología de la integración - Antonio Malo Pé


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      En las relaciones interpersonales mediadas por el cuerpo hay que incluir una serie de fenómenos de notable valor antropológico, como la risa y el llanto, la ternura, el vestido y la danza. La risa y la sonrisa permiten modular una amplia gama de sentimientos referidos al otro: complacencia, indulgencia, humorismo, alegría, esperanza; mediante el llanto se alcanzan tonos tétricos: dolor, sufrimiento, rabia, impotencia, desesperación. El amor, o sea, el placer de estar-con y ser-para el otro, se muestra en la caricia, el beso, el abrazo. Los modos de manifestar el amor dependen tanto de la persona como de las culturas: restregarse las narices, aproximar las mejillas, el beso de la paz, el abrazo, etc., son algunas de las formas culturales con que la corporeidad expresa la dimensión amorosa. En fin, la indumentaria, los adornos, el modo de hablar y moverse, además de ser objetivaciones de la personalidad, revelan la posición social de la persona o su pertenencia a un grupo, como se observa en algunos piercing y tatuajes. La danza ocupa un lugar particular en el significado relacional de la corporeidad, pues no solo incorpora la tradición, las costumbres sociales y la cultura, sino que las transciende, cuando, por ejemplo, se convierte en rito sagrado.

      En definitiva, mediante las facciones de la cara, la mirada, las expresiones del rostro, el timbre de la voz y el movimiento del cuerpo puede pasarse de un encuentro casual con el otro a una relación estable, como sucede en la amistad. Así, lo que aparentemente es más exterior y específico —el cuerpo— se transforma en la principal puerta de acceso a la intimidad de las personas.

      ¿Qué es, entonces, el alma? Aristóteles ofrece dos definiciones de alma: una estructural y otra dinámica.

      A pesar de esto, la vida de los seres corporales es un acto inmanente muy especial, pues es el acto de un cuerpo que se comporta como potencia. En opinión de Aristóteles, esto es debido al hecho de que los vivientes orgánicos poseen una estructura hilemórfica, en la que el alma constituye la forma sustancial y el cuerpo orgánico, la materia. De ahí se deduce —de acuerdo con el Estagirita— que lo que vive no es el alma o el cuerpo por separado, sino más bien el compuesto o synolon, formado por alma y cuerpo. Al estudiar la muerte, veremos que el hilemorfismo aristotélico presenta ciertos límites. De todos modos, esa teoría nos consiente pensar el vivir como un tipo de acto, que no es físico, sino psíquico o animado (del griego psychê ‘alma’).

      Además, puesto que el cuerpo personal es potencia respecto del alma, depende de las condiciones materiales de este el que el alma pueda actuar de modo adecuado y sin obstáculos, es decir, pueda organizar la materia y conducir el viviente a su fin. Las indisposiciones orgánicas (como la ceguera, sordera, insensibilidad táctil) pueden privarlo de alguna de sus funciones sensibles propias y, a veces, incluso de la actualización de la razón y voluntad. Sin embargo, aunque imposibilitado, aquel cuerpo personal sigue teniendo un alma que, como intentaré demostrar al tratar de la inmortalidad, es de naturaleza espiritual. Por otra parte, a diferencia del alma, la vitalidad del cuerpo humano está limitada temporalmente. Tras el desarrollo del cuerpo (crecimiento, sensación, capacidad de engendrar), el alma no es capaz de seguir informándolo con todos sus órganos y funciones, por lo que comienza el declive, que se concluye con la muerte, o sea, con la indisposición definitiva del organismo para ser actualizado.

      En la relación entre alma y cuerpo, junto a la causalidad material y formal, hay una causalidad eficiente, en virtud de la cual puede hablarse del alma y el cuerpo como motor y móvil reales, respectivamente. Esta eficiencia no debe interpretarse, sin embargo, en sentido físico, es decir, como nexo constante o secuencia temporal irreversible de dos fenómenos, sino en sentido metafísico, como participación del ser de la causa en el efecto. Así, a diferencia del motor artificial que puede diseñarse y, por tanto, existir antes de su construcción, pero no funciona hasta ser construido, los seres vivos no existen ni actúan antes de ser engendrados. La existencia de estos seres es siempre corporal y, por tanto, se trata de un vivir individual, mientras que el motor del coche, la especie pensada o la así llamada realidad virtual carecen de vida por falta de un cuerpo animado, es decir, de un principio que dé vida al cuerpo. El alma es, pues, causa eficiente intrínseca del cuerpo, ya que, además de organizarlo, lo dota de movimiento y funciones. La necesidad de encontrar la causa eficiente de los seres vivos lleva al Estagirita a sostener que, por ejemplo, la causa del embrión humano es el alma del padre, cuya eficiencia se transmitiría al semen. Al alma paterna y al semen debería añadirse la acción del sol, que produce el movimiento y el calor en el mundo sublunar. La biología y la genética actuales muestran, sin embargo, que el zigoto no requiere una causa eficiente distinta de la que se encuentra ya en él, es decir, le basta estar dotado de un determinado código genético.

      Por último,


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