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Antropología de la integración. Antonio Malo PéЧитать онлайн книгу.

Antropología de la integración - Antonio Malo Pé


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vida, porque posee un acto primero o alma. De ahí la definición aristotélica: el «cuerpo natural orgánico que tiene la vida en potencia». Cuando el cuerpo pierde su alma o fin, se desorganiza y corrompe hasta convertirse en un montón de sustancias inorgánicas.

      En resumen, el alma es causa formal, eficiente y final del viviente, mientras que el cuerpo es sólo su causa material. No se trata, sin embargo, de una causalidad entre dos sustancias, sino más bien entre dos coprincipios de un mismo ser vivo: el alma, o principio inmaterial, y el cuerpo, o principio material, ya que el alma de los vivientes corporales, si bien necesita de la materia para actuar, en sí misma es inmaterial.

      Por consiguiente, las acciones deben atribuirse al ser vivo y no a la facultad ni al órgano: no es la vista o el ojo los que ven, sino el viviente mediante el ojo, pues los actos son del viviente, el único que subsiste. Por supuesto, eso no significa que las potencias y los órganos no sean de algún modo verdaderos agentes —por ejemplo, la persona ve con los ojos, y no con la nariz—, sino más bien que se trata de causas instrumentales dotadas, por ello, de cierto carácter agente. Se explica así también que haya cierta jerarquía entre las potencias, por lo que las superiores requieren siempre la operación de las inferiores: el nutrirse, por ejemplo, exige el funcionamiento de los órganos de la masticación y digestión y, a su vez, esta operación es necesaria para poder sentir y pensar.

      Hay, sin embargo, dos potencias: la razón y la voluntad, que en sí mismas no parecen estar ligadas al cuerpo, pues sus actos no requieren de ningún órgano. En efecto, la capacidad que tenemos de conocer y amar todas las cosas implica que la razón y la voluntad carecen de órgano, ya que este es siempre algo material que limita. La amplitud del objeto de estas dos potencias parece sugerir que el alma humana, en su ser y actuar, posee una relativa independencia del cuerpo, lo que la distingue netamente del alma de los animales irracionales. Si es así, el fin de la existencia humana deberá trascender la simple vida del cuerpo e, incluso, de la propia especie. Para confirmar esta hipótesis, es preciso estudiar el vivir humano tanto a partir de sus características fenomenológicas y metafísicas, como de su génesis, estructura, integración e identidad personales.

      [1] «Gracias a mi cuerpo, no puedo definirme nunca como un individuo aislado del mundo. Esto nos vacuna contra el egocentrismo que nos separa de la realidad y de los otros hombres. De hecho, su lenguaje me enseña que, desde siempre, estoy abierto al mundo, estoy en relación con él. Me dice que estoy siempre expuesto a los otros y que esa relación pertenece al núcleo más íntimo de mi persona» (C. ANDERSON–J. GRANADOS, Chiamati all’amore. La teologia del corpo di Giovanni Paolo II, Piemme, Milano 2010, p. 46).

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