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Nuestro grupo podría ser tu vida. Michael AzerradЧитать онлайн книгу.

Nuestro grupo podría ser tu vida - Michael  Azerrad


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un solo de batería de cuatro compases, Conley dibujaba alguna línea melódica y Swope hacía algún ruido extraño. Lo que normalmente sería un momento de tensión pura era, en su caso, unos segundos de vigorizante caos.

      Pero lo que realmente destacaba era el volumen; enormes montañas de volumen que estremecían el cuerpo y hacían que el sonido del grupo fuera literalmente palpable. A pesar de sus problemas de oído, Miller arrancaba texturas increíbles de su instrumento. Tenía la guitarra tan alta que unas armonías fantasmales atronaban a lo largo y ancho de la sala. El bajo de Conley también adoptaba proporciones gigantescas, mientras que la batería explosiva de Prescott sonaba como el martillo de los dioses. Combinados con los sonidos sobrenaturales de los loops, el efecto era sencillamente abrumador. «¿Por qué la gente tiene tanta tanta fe en el grupo?», les preguntó un entrevistador en julio de 1980. «Creo que somos realmente originales», respondió Conley. El punk se había inspirado en gran medida en estilos de rock clásico. Incluso los Ramones sonaban como The Beach Boys y Phil Spector. Burma eran más modernos: tocaban música discordante, fracturada, sin ningún referente claro. Y en vez de hablar de chicas o coches, cantaban sobre pintores surrealistas. Quizá era algo propio del Noreste, más viejo, urbano, creativo y rico que la escena musical de California en ese momento, aunque las similitudes del grupo con cualquier otro grupo de Boston eran mínimas. Su volumen y velocidad los emparentaban con ciertos grupos; sus ocasionales ganchos pop, con otros. Pero ningún otro grupo combinaba ambas cosas.

      Mission of Burma en el bastión punk de Boston The Rathskeller, alrededor de 1981. Foto: Diane Bergamasco.

      El tira y afloja entre las sensibilidades artística y pop lo simbolizaban los estilos de escritura dispares de Conley y Miller.

      —Clint escribía canciones realmente populares, aunque también sonaban un poco apesadumbradas, de un modo más profundo de lo que solían ser las canciones punk rock —explica Prescott—. Y el material de Roger era mucho más analítico; partes angulares y cambios rápidos, ese tipo de cosas. Era casi, no diría John Cage, pero sí casi ese tipo de visión del rock.

      Mientras que los temas de Conley eran más melódicos, con una estructura más convencional, más pop, las composiciones de Miller eran creativas e iconoclastas e incorporaban a menudo hasta media docena de secciones diferentes. Sus canciones se basaban frecuentemente en aspectos como texturas de guitarra en lugar de la melodía.

      —Era como un modernista hardcore, siempre explorando, siempre haciendo que las cosas sonaran nuevas —explica Conley.

      De hecho, la idea era precisamente esa: hacer que las cosas sonaran nuevas. Los miembros del grupo expresaban abiertamente su disgusto respecto al conformismo, especialmente dentro de la escena post-punk, en la que los grupos ya estaban adaptando su música a imágenes artificiosas, amenazando con echar a perder todo lo que el punk había luchado tanto por conseguir.

      «Se prima tanto al estilo por encima del contenido», se quejaba Prescott en una entrevista en el Boston Phoenix. «Se ha vuelto a la misma mierda del principio.»

      El grupo era furiosamente peculiar no solo colectiva sino también individualmente: la puya que solía lanzarse contra Mission of Burma era que serían muy buenos si todos tocaran la misma canción al mismo tiempo. En una entrevista en Boston Rock, Prescott declaró: «Mi idea de este grupo es joder lo que sea que la gente crea que vamos a hacer. No quiero satisfacer expectativas. Si creen que somos un grupo dance, no es así. Si creen que hacemos art rock, pues tampoco».

      «Ya lo ves —interviene Conley—. ¡No somos nada!»

      En particular, Miller mostraba su desprecio por lo ordinario con su entusiasmo por el movimiento dadaísta, cuyo sentido de lo absurdo abiertamente agresivo también era un ataque contra la complacencia de su época (por no hablar de un afluente clave del punk rock). Incluso las letras de Miller, a menudo reflexiones enajenadas, parecían no tanto comentarios personales como metáforas de una aversión a lo mundano. Con títulos de canciones como «Max Ernst» y la magrittiana «This Is Not a Photograph», las letras de Miller reflejaban lo que se respiraba en el ambiente en los campus de la época, cuando el surrealismo y el dadaísmo estaban muy de moda e incluso los pósteres de los grupos tendían hacia el collage dadaísta y el kitsch.

      El amor del grupo por la espontaneidad abarcaba incluso su repertorio: jamás tuvieron uno.

      Jim Coffman era el propietario de The Underground, que, durante un tiempo, fue el club más de moda de Boston, una caja de zapatos tan pequeña que hasta con un puñado de gente parecía que estaba llena. A los grupos británicos de moda les gustaba The Underground y a menudo renunciaban a actuar en locales más grandes para tocar allí; Burma a menudo ejercían de teloneros. Era un paso natural que Coffman les hiciera de mánager. Con sus contactos con promotores de otras ciudades, Coffman les conseguía conciertos con grupos como The Fall, Human Switchboard, Sonic Youth, Johnny Thunders, Dead Kennedys, Black Flag o Circle Jerks. Como resultado, los miembros del grupo pudieron dejar sus trabajos diurnos, aunque apenas les daba para vivir. Incluso en el momento más álgido de Burma, los miembros del grupo ganaban solo quinientos dólares al mes, si bien por aquel entonces podías pagar ciento veinte dólares al mes de alquiler y comprar ropa chula en tiendas de segunda mano.

      —Y estábamos de moda, así que entrábamos gratis en los clubs —añade Miller—. Nos daban birra gratis. Tenías una novia y si tenía comida en la nevera…

      En esa época lo que estaba de moda entre los grupos de Boston era tener colores oficiales, como si fueran un club deportivo, y Burma adoptó el naranja fluorescente sobre una capa gris, la combinación de colores del single «Academy». Parecía encarnar las contradicciones del grupo; los aspectos grises y mecánicos, y también la cara fosforescente y sensacional.

      Burma se forjó a partir de elementos antagónicos.

      —Siempre ha existido esa idea de que si das un toque intelectual al rock & roll, acabarás envenenándolo o algo por el estilo —cuenta Prescott—. Pero no tiene por qué ser así.

      En concierto, Mission of Burma no era una unidad artística estoica; era pura energía, con Miller y Conley saltando y corriendo por el escenario, Prescott agitándose viciosamente, a menudo chillando como un sargento de instrucción traumatizado mientras tocaba la batería. Sin embargo, el directo de Burma era como la niñita con el rizo en medio de la frente: cuando eran buenos, eran muy buenos. Y cuando eran malos, eran terribles.

      —Pero esa era la naturaleza de la bestia —explica Tristram Lozaw, un crítico y músico de Boston de toda la vida—. Porque asumían riesgos, jamás sabías si ibas a vivir una de las experiencias más espectaculares de tu vida o si iba a ser un caos de ruido incomprensible.

      Pese a todo, a Conley no le iba nada lo de tocar en público. «No estoy seguro de por qué estoy en el negocio», reconoció Conley a Matter en 1983. «No me gusta hacer álbumes y jamás me he sentido cómodo encima del escenario. Jamás me ha interesado la idea de ser un artista.»

      —Creo que luchaba más contra mi conciencia que ningún otro miembro del grupo. Siempre me he sentido un poco raro encima del escenario: no me resultaba natural —reconoce Conley—. Jamás decía nada por el micrófono. Me sentía incómodo con toda esa gente mirándome.

      La fe de Conley en el grupo le permitió sobrellevar sus numerosas giras, pero jamás facilitó las cosas. Empezó a beber para mitigar la ansiedad, una decisión que a la postre tendría consecuencias.

      Afines de los 70 se produjo la llegada del fenómeno de la música disco. Los clubs preferían la comodidad, previsibilidad y economía de los DJ mientras aparentemente todos los críticos rendían pleitesía a la nueva palabra en boga: «bailable». Todo eso complicaba todavía más conseguir conciertos para los grupos, sobre todo los grupos no bailables como Burma. Así pues, no resultó sencillo preparar su primera gira nacional: un evento de veintidós días, quince conciertos y once ciudades en invierno de 1980. Una gira como aquella no tenía precedentes en ningún grupo underground de Boston, y lo único que tenían en vinilo


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