Nuestro grupo podría ser tu vida. Michael AzerradЧитать онлайн книгу.
salir de Atlanta. Así pues, aunque viajaran de San Francisco a Seattle, tenían que pasar por Atlanta. Y, como tenían que recorrer los cuatro rincones del país, tuvieron que soportar todo tipo de climas extremos: una tormenta de nieve en Milwaukee, un calor abrasador en Austin…
—Una auténtica locura —asegura Miller, aún alucinado por el disparate que supuso todo aquello.
Acabaron conociendo muy bien a los chicos de Burma en el vestíbulo oriental del aeropuerto de Atlanta. Prácticamente todos los días el grupo entraba con las fundas de los instrumentos, cada vez más demacrados, se agenciaban un trozo libre de suelo e intentaban dormir un poco.
—Todo aquello ahora parece una especie de sueño febril —cuenta Conley.
La distribución del disco no había sido precisamente ejemplar.
—Cuando llegábamos a las ciudades —dice Conley—, todo el mundo decía: «Hemos oído hablar de vuestro single… ¿Dónde podemos conseguirlo?».
No había modo de acceder a información de márketing tan esencial como, por ejemplo, si las tiendas tendrían suficientes discos cuando el grupo viniera a tocar a la ciudad o si, una vez en las tiendas, se vendían; simplemente, el dispositivo todavía no se había creado.
—Era como una nueva frontera —explica Coffman—. La música indie consistía en hacer todo lo que podías y en llamar a quien conocías.
Coffman confiaba en promotores locales para que ayudaran al grupo a llegar a la tienda de discos local adecuada, a la emisora de radio adecuada, al crítico adecuado.
—Todo el mundo se limitaba a apañárselas solo —cuenta Coffman, y añade que compartir la información era clave para sobrevivir—. Entonces, no había demasiados secretos: todo el mundo intentaba echar una mano a los demás.
Tocaban en clubs con aforo para doscientas personas. En ocasiones, pequeños artículos en la prensa nacional sobre el grupo habían llegado a esas ciudades, a veces urbanitas locales habían conseguido copias de revistas neoyorquinas de moda como New York Rocker o Village Voice. Cuando aquello ocurría, el local presentaba un lleno razonable. Cuando no sucedía, uno de los mejores grupos de rock estadounidenses superaba en número a su público.
—Si las cosas hubieran continuado así siempre, creo que no habríamos seguido tanto tiempo como lo hicimos —explica Prescott—. Pero había momentos en los que sabías que conectabas con la gente.
En Mineápolis tocaron dos noches y consiguieron que fuera tanta gente como para ganar la astronómica suma de ochocientos dólares. Los teloneros eran un grupo local muy poco conocido llamado Hüsker Dü. («Lo más asombroso que recuerdo de ellos —explica Bob Mould, guitarrista de Hüsker Dü— fue cuando mientras me daba un paseo durante la prueba de sonido vi cómo Clint Conley enchufaba su máquina de afeitar en la parte posterior del amplificador y se afeitaba. Y yo en plan: “¡Estos tipos son tan auténticos, son geniales!”.»)
Telonearon a Black Flag en Nueva York. Semejante cartel hoy se consideraría una pareja extraña, pero en el diminuto mundo del indie rock nadie pestañeó. Burma y Black Flag tenían estilos afines; ambos grupos tocaban fuerte, alto y ruidoso.
El grupo consiguió «conciertos bien pagados» en grandes ciudades y ciudades universitarias, aunque luego estaban todos los conciertos en los largos períodos intermedios. En estos casos, lo habitual era que nadie hubiera oído hablar del grupo, salvo el pobre idiota de turno que había contratado el concierto, por lo que inevitablemente solo acudían cuatro gatos. Como cuando tocaron en Montgomery, Alabama.
—Oh, Dios —se lamenta Prescott, esbozando una sonrisa y haciendo una mueca al recordarlo.
—Había como diez personas en el público y era noche de payasos, la gente iba disfrazada de payaso —cuenta Miller—. Y después de la tercera canción, una chica disfrazada de payaso viene y deja una nota en el escenario que dice: «¿Sabéis alguna de Loverboy?», y entonces yo me echo a reír y paso de ella. Tocamos la siguiente canción y alguien nos entrega una nota que dice: «¿Sabéis alguna de Devo?» «Ja-ja-ja.» Y tras la siguiente canción, una nota que dice: «¿Por favor, podríais parar?».
Mientras se preparaban para tocar la segunda parte del concierto, el propietario del club se plantó en el backstage y les dijo: «Tíos, sonáis de maravilla, pero no todo el mundo se lo está pasando bien… ¿Por qué no lo dejamos por esta noche? No tiene mucho sentido volver a salir, ¿no?».
—Había momentos en los que te dabas cuenta —explica Prescott— que cierto tipo de gente jamás aceptaría cierto tipo de música.
De gira, dormían en el suelo de casas de amigos y derrochaban ocasionalmente en un motel, salvo durante sus frecuentes viajes a Nueva York. La empresa para la que trabajaba el padre de Conley alquilaba suites en un par de hoteles del centro de la ciudad, de modo que a veces el grupo se alojaba en las lujosas Torres Waldorf.
—Vivíamos como auténticas estrellas de rock con muebles bar y todas esas cosas propias de las grandes suites —recuerda Conley mientras menea la cabeza—. Qué irónico.
Tras la gira, grabaron el EP Signals, Calls and Marches entre enero y marzo de 1981, concentrándose en el material que más gustaba a la gente. Como de costumbre, Harte y el grupo trabajaron a destajo en las grabaciones.
—Nos encantaba, estábamos muy metidos —explica Prescott—. No lo hacíamos al estilo punk rock. Queríamos que saliera fuego, aunque también era importante que quedara una buena grabación.
Signals empezaba con el himno de Conley «That’s When I Reach for My Revolver», que rápidamente se convirtió en una de las canciones más populares del grupo. Conley había visto aquella frase por primera vez en el título de un ensayo de Henry Miller, sin saber que era una referencia a la infame frase atribuida a menudo al líder nazi Hermann Göring. «Cuando oigo la palabra cultura, es cuando echo mano de mi revólver».
—No me alegró especialmente descubrir aquello porque no quiero que me relacionen con ese tipo de cosas —explica Conley—, pero era una frase que molaba, tenía poder, sonaba bien. A mi modo de ver, eso es simplemente parte de la magia de escribir canciones.
La canción enganchaba al instante, con versos tranquilos pero llenos de tensión que explotaban en un estribillo espectacular: esa fórmula se imitaría con un éxito mucho mayor diez años más tarde. Pero a partir de ahí, Signals se iba haciendo cada vez menos convencional, como si introdujera al oyente en reinos inexplorados: «Outlaw» recuerda a Gang of Four; «Fame and Fortune» comienza como un rock triunfal antes de divagar en una piscina plácida de ensoñación; «Red» alcanza una propulsión genial y entonces el loop de dos notas casi operístico de Swope, la armonía y los contrarritmos de Miller y las extrañas florituras de Prescott la convierten en una canción desmesurada. El tema extenso e instrumental «All World Cowboy Romance» cierra el EP de forma magistral.
A pesar de su diversidad, Signals era un disco compacto y bueno de principio a fin. Burma todavía no había conseguido capturar todo el carácter físico ni el estruendo sónico de sus conciertos, pero la sucesión de himnos que se abría paso en el álbum parecía decir que, haciendo honor a su nombre, esos tipos realmente estaban en una misión.
Swope diseñó la hoja de las letras de Signals, Calls and Marches, cogiendo todas las palabras y ordenándolas alfabéticamente. Tenías que reordenar las letras tú mismo, lo que, según el experto en Burma Eric Van, era una metáfora de cómo había que escuchar la música del grupo. Pero sobre todo era una metáfora de la dificultad de conocer cosas sobre el grupo. Nada era sencillo.
—Para la gente de ahora, cuesta entender lo marginal que era esa música —explica Conley—. Ahuyentábamos al ochenta por ciento de la gente frente a la que tocábamos simplemente porque éramos ruidosos y rápidos y dolorosos, muy duros. Pero la gente a la que gustábamos era muy intensa y siempre volvía.
Cuando finalmente editaron Signals en la muy adecuada fecha del 4 de julio de ese año, la popularidad local de Burma era tan grande