Como desees. Cary ElwesЧитать онлайн книгу.
que el que la mayoría de las películas se gastan en el catering y recaudó más de cien millones de dólares; y no me quejo.
Cuando comencé La princesa prometida era muy joven y bastante novato en el mundo del cine. Me dieron un papel en una película que, francamente, podría haber sido interpretada como absurda, si no fuera por el hecho de que estaba muy bien escrita, muy bien dirigida y poblada de un elenco con un talento increíble. Mientras miro a Rob Reiner, el director, en el escenario, y a William Goldman, el guionista, que tan hábilmente y con tanto amor adaptó el guion de su igualmente imaginativa novela, pienso en la increíble suerte que tuve de formar parte de este proyecto. De que me sacasen de la relativa oscuridad y me pusieran en un plató con estos dos hombres, con un talento terrible, y este extraordinario elenco.
Mentiría si dijera que teníamos la más mínima corazonada de que nuestra película, hecha con un presupuesto modesto en un periodo de menos de cuatro meses y rodada en Londres y sus alrededores y en el magnífico Distrito de los Picos, en Derbyshire, estaba destinada a convertirse en un clásico. Pero creo que resiste los rigores del tiempo porque parece ser una historia atemporal: un cuento de amor. De héroes y villanos. Y, aunque es una película de los ochenta, no hay nada en la pantalla que delate su fecha de nacimiento (exceptuando, tal vez, a los Roedores de Aspecto Gigantesco).
En lugar de una banda sonora saltarina de tecnopop, tenemos el elegante slide de guitarra de Mark Knopfler; en lugar de peinados cardados y hombreras, tenemos a un espadachín y una princesa con el estilo de la época. Tal vez, la única cosa que sirve como sello temporal es el videojuego de Fred Savage al comienzo de la película (que, por cierto, es lo que arranca la primera carcajada). Es, por supuesto, una película dentro de una película. Un cuento dentro de un cuento, al igual que el libro en sí. Incluso en las escenas entre Peter Falk y Fred Savage, un abuelo que lee a su nieto enfermo en la cama, encontramos una gracia atemporal y una elegancia en las imágenes. Y luego está el diálogo:
«Besándose otra vez. ¿Tienes que leerme el trozo en que se besan?».
¿Qué chico preadolescente no ha dicho o pensado eso? ¿O al menos algo similar? Es el tipo de diálogo que resiste. Que perdura. De hecho, es como un buen vino sin iocaína parece mejorar con el tiempo.
La película, lo creas o no, recibió críticas mayormente positivas, si bien, en ocasiones, algo confusas. Incluso aquellos que alababan la película no sabían muy bien qué pensar. ¿Era una comedia? ¿Una historia de amor? ¿Un cuento de aventuras? ¿Una fantasía? Lo cierto es que era todas esas cosas y más. Pero Hollywood aborrece todo lo que no es fácilmente catalogable, y, en consecuencia, la película no ganó tanto terreno como habría merecido, recaudando la respetable, aunque difícilmente apabullante cifra de 30,8 millones de dólares cuando se estrenó (60 millones de dólares si lo ajustamos por la inflación). Eso quiere decir que recaudó casi el doble del presupuesto, pero, aun así, es solo una décima parte de la película que más recaudó ese año, Atracción fatal, hecha solo una semana antes.
Unos meses después de terminarla, todos seguimos con nuestras vidas y dejamos atrás La princesa prometida. Había otros proyectos, otras películas, familias a las que criar, carreras de las que ocuparse. Y entonces, aunque no puedo precisar el momento en que ocurrió realmente, algo extraño sucedió: La princesa prometida volvió a la vida. Esto puede atribuirse, en gran parte, al momento justo que se vivía; en particular, al nuevo mercado de vídeos que se estaba desarrollando. La princesa prometida se volvió tremendamente popular en formato VHS. Y a través de este medio relativamente nuevo, la película comenzó a ganar terreno, y no solo se alquilaba. Después de un cuidadoso escrutinio a manos de los que hacen estas cosas, quedó claro que los fans no solo la recomendaban a sus amigos y familiares; también compraron una copia para sus propias videotecas domésticas. Se convirtió en ese tipo de película extraña que veían y disfrutaban, y finalmente adoraban, familias enteras. Se pasaban copias de generación en generación, de la misma manera que padres nostálgicos presentaban a sus hijos la magia de El mago de Oz con la intención de compartir una de sus películas favoritas. Lo mismo ocurrió con La princesa prometida. Padres y madres con sus hijos, e incluso sus nietos, podían ver juntos la película y disfrutarla por lo que era. No había nada de condescendiente ni vergonzoso al respecto. Nada ofensivo. Parecía tan inteligente y divertida la décima vez que la veías como la primera.
Hoy, La princesa prometida es considerada una de las películas más populares y de mayor éxito de la historia de Hollywood. Figura en el ranking de «100 años… 100 pasiones» del Instituto Americano del Cine (AFI, por sus siglas en inglés), está en la lista de Bravo de las 100 películas más famosas, y el guion de Goldman aparece en el ranking del Gremio de Escritores de Estados Unidos como uno de los mejores 100 guiones jamás producidos.
Todas estas cosas, y muchas más, me pasaban por la cabeza aquella noche en el Lincoln Center. En algún momento, nos preguntaron qué significaba para nosotros la película. No tuve tiempo de explicar de manera adecuada cómo me sentía exactamente, así que eso es lo que estoy intentando hacer ahora con este libro. Lo cierto es que la película me proporcionó una carrera en el mundo del cine y la vida que tengo hoy en día; una vida que me siento privilegiado de disfrutar. No es una exageración. Hubo otras películas que ayudaron, claro está, pero fue esta la que me dio a conocer en Hollywood y me permitió quedarme allí.
A día de hoy, todavía recibo cartas de niños de todo el mundo, que me envían dibujos y bocetos de piratas que luchan o de princesas que los besan. Incluso tengo que ir con cuidado de no caminar por el pasillo equivocado en Toys “R” Us, por temor a encontrarme, de repente, bajo el asedio de pequeños pillastres con espadas de plástico y escudos.
Todos aquellos relacionados con la película han oído ya historias de bodas inspiradas en La princesa prometida, donde la novia y el novio van vestidos como Buttercup y Westley y el cura recita incluso el diálogo de Peter Cook. O proyecciones nocturnas interactivas a las que hay que ir disfrazado, no muy diferentes de las que se hacen de The Rocky Horror Picture Show, donde se arrojan a la pantalla cosas como cacahuetes después de la famosa frase de Fezzik. Las noches de La princesa prometida en los cines Alamo Drafthouse, un cine-restaurante nacional, se han vuelto tan populares que ahora producen su propio vino de La princesa prometida.
No puedo hablar por todos, pero lo considero una bendición. Sin duda, La princesa prometida se ha convertido en un fenómeno francamente notable. La película cuenta literalmente con millones de devotos. Saben cada frase, conocen a cada personaje, cada escena. Y, si te gustaría saber un poquito más sobre cómo se hizo tu película favorita, visto a través de los ojos de un joven actor que ganó mucho más de lo que había apostado, lo único que puedo decir es… Como desees.
1. Mi encuentro con Rob
Berlín, 29 de junio de 1986
La nota solo decía: IMPORTANTE.
Era un mensaje de mi agente, Harriet Robinson, que un botones había deslizado bajo la puerta de mi habitación en el hotel Kempinski, donde me alojaba.
Inmediatamente, tomé el teléfono y marqué su número. Esa sería la llamada que cambiaría mi vida. Después de que Harriet contestara, me contó que había organizado una reunión importante para mí. Que el director de This is Spinal Tap, Rob Reiner, y su socio de producción, Andy Scheinman, planeaban venir a Berlín para verme.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Para qué?
Harriet dijo que estaban estancados por un programa de preproducción muy apretado y que aún estaban buscando a un actor para que interpretara el papel central de Westley en una versión cinematográfica de La princesa prometida.
—¿La princesa prometida de William Goldman?
—Eso creo, sí —respondió.
No podía creerlo. Había leído ese libro cuando tenía solo trece años. Y ahora el director y el productor habían