Como desees. Cary ElwesЧитать онлайн книгу.
de veintitrés años, que solo había aparecido en un puñado de películas. Pero ya sabía lo que quería de la vida. Sabía que quería ser actor. Había nacido y crecido en Londres, y acudido brevemente a la Academia de Música y Arte Dramático de Londres (LAMDA, por sus siglas en inglés), uno de los centros de formación más prestigiosos para actores de teatro serios. Me gustaba estudiar, pero mi meta final por aquel entonces solo era trabajar como actor, preferiblemente en películas. Además, ya había estudiado lo suficiente cuando me mudé a Nueva York para ir al Actors Studio y al Instituto de Teatro y Cine Lee Strasberg. Después de dejar la LAMDA, contraté a una agente, Harriet, y comencé a hacer audiciones.
Ya había sido asistente de producción en un puñado de películas, incluida la conocida Octopussy de James Bond, donde tuve la experiencia única de que me pidieran llevar en coche, al trabajo un par de veces, al mismísimo Bond, Roger Moore. Os aseguro que estaba hecho un manojo de nervios. Lo único que me pasaba por la cabeza sin parar era: «¿Y si mato a Bond de camino al trabajo en un accidente de tráfico? ¿Qué pasaría? Sin duda, acabaría con mi floreciente carrera en la industria cinematográfica». Ya veía los titulares: «¡Un humilde asistente de producción mata a James Bond!». De hecho, en uno de nuestros trayectos matutinos, el señor Moore levantó la vista de su periódico y dijo, con ese modo suyo tan calmado y compuesto: «Puedes acelerar un poco si quieres».
Para mediados de los ochenta, ya tenía un currículum corto, pero nada mediocre. Mi primera película, estrenada en 1984, fue Otro país, un drama histórico basado en la popular obra West End, de Julian Mitchell, con Rupert Everett y Colin Firth. Había sido coprotagonista de Helena Bonham Carter en Lady Jane, un drama de época dirigido por Trevor Nunn sobre lady Jane Grey, que fue reina de Inglaterra durante nueve días y cuyo corto reinado siguió a la muerte del rey Eduardo VI. Al parecer, esta fue la película que Rob vio, y la que lo convenció para que apostara por mí.
Cuando terminé Lady Jane, Trevor Nunn me ofreció la oportunidad de pasar un año de residente en la Royal Shakespeare Company, de la que era director. Me sentí halagado casi hasta la perplejidad: la mayoría de actores jóvenes habrían matado por una oportunidad así. Pero, por aquel momento, yo vivía en Londres, y sabía que pasar un año con la RSC, por muy prestigiosa que fuera, era el equivalente a hacer una tesis en teatro: el salario ni siquiera cubriría mi alquiler. Aun así, valoré la oferta muy seriamente, ya que venía de un director con un gran talento a quien admiraba y aún admiro muchísimo. Puede que las cosas hubieran sido diferentes si hubiera dicho que sí. ¿Quién sabe? Me arrepiento de muy pocas cosas de la vida que he tenido la suerte de vivir. Pero una cosa parece segura: si hubiera aceptado la residencia en la RSC, no habría estado libre para aceptar el papel de Westley. De hecho, puede que ni siquiera hubieran pensado en mí. Se podría decir que tuve bastante suerte, ya que, por lo que resultó, estaba en el lugar correcto en el momento indicado.
Para cuando Rob Reiner había empezado a buscar a alguien para representar el papel del protagonista masculino, yo tenía un currículum corto, pero tal vez digno de investigar. Ya fuera el destino o una hábil representación, o una combinación de ambas, me tuvieron en cuenta para el papel del mozo de labranza convertido en pirata, Westley; un personaje creado en una renombrada novela que durante mucho tiempo se había considerado imposible de adaptar a la pantalla. Y una novela que ya había leído y disfrutado de niño.
¿Cómo sucedió esto? Bien, resulta que mi padrastro trabajaba en el departamento literario de la William Morris Agency en Los Ángeles y, después de marcharse para trabajar en el cine, produjo el primer guion de William Goldman adaptado de la novela El blanco móvil, de Ross Macdonald. La versión cinematográfica se estrenó en 1966 bajo el mismo título en Gran Bretaña, pero se le cambió el nombre a Harper para el estreno en Estados Unidos, donde tuvo un éxito moderado y ayudó a establecer más el estrellato de su joven protagonista, Paul Newman. Y tampoco le fue mal a Goldman, que ganó un premio Edgar al mejor guion y posteriormente se convirtió en uno de los guionistas más célebres de Hollywood.
Mi padrastro, que era un gran admirador de Goldman, tenía, como es natural, un ejemplar de La princesa prometida en su biblioteca y un día me lo dio para que lo leyera. Sobra decir que me encantó. Recuerdo leer la propia descripción del autor de las «partes buenas» en la novela ficticia de S. Morgenstern:
Esgrima. Peleas. Tortura. Veneno. Amor verdadero. Odio. Venganza. Gigantes. Cazadores. Hombres malos. Bellas damas. Serpientes. Arañas. Dolor. Muerte. Hombres valientes. Hombres cobardes. Hombres fuertes. Persecuciones. Huidas. Mentiras. Pasión. Milagros.
Si eso no es emocionante para un chico de trece años, no sé qué lo será.
Cuando recibí la llamada de Harriet, me encontraba en Berlín rodando una pequeña película indie llamada Maschenka, basada en la novela semiautobiográfica de Vladimir Nabokov, el hombre que nos dio uno de los ejemplos más controvertidos de la literatura del siglo xx, Lolita. La película era una coproducción anglo-finlandesa-alemana y se rodaba tanto en Alemania como en Finlandia.
Esto ocurrió a principios del verano de 1986, solo unos meses después del desastre nuclear de Chernóbil, que causó mucho miedo en aquel momento. De hecho, Harriet me dijo que Rob y Andy habían pensado seriamente en cancelar el viaje por «todo el asunto nuclear ese». Lo que yo recuerdo es que no nos preocupaba demasiado a aquellos que estábamos trabajando en nuestra pequeña coproducción europea. Me acuerdo de una reunión de equipo convocada en un plató en un lugar llamado Katajanokka, en Helsinki, solo una semana antes, y de que nos dijeron que no había nada que temer porque los vientos estaban a nuestro favor y llevarían la lluvia radioactiva en otra dirección. De lo que sí que nos advirtieron fue de que no bebiéramos leche del lugar, como precaución. Al menos no hasta que se declarara que era segura. Como muchos otros del equipo, volví al trabajo rascándome la cabeza, preguntándome si no deberíamos tomarnos el asunto más en serio. Después de todo, estábamos solo a menos de 1300 kilómetros del lugar donde se produjo el accidente. Todo lo que puedo decir es que las pólizas de seguros de la industria del cine de aquel entonces no eran tan sofisticadas como ahora, así que parar la producción no era realmente una opción.
De todos modos, no es exactamente lo que te gustaría oír, pero el espectáculo continuó. Y, hasta donde sé, gracias a Dios, nadie enfermó a causa de la experiencia. Las últimas semanas del rodaje fueron en Berlín, en los estudios Babelsberg, y mientras estaba allí, acabé alojándome en el Kempinski.
Le insistí a Harriet que me diera más información. Me dijo que lo único que sabía era que Rob y Andy querían ver a todos los actores británicos que encajaran en el papel y que, obviamente, estaban interesados en mí. Más tarde, supe que Rob había recibido una llamada de la directora de casting, Jane Jenkins, que le había sugerido que viera Lady Jane y le había dicho que, si le gustaba, tomara un avión para ir a conocerme. Parecía razonable pensar que me encontraba en una buena posición si estaban viajando hasta tan lejos; y no solo eso, sino, además, a una región que podía estar contaminada con material radioactivo. Yo no estaba acostumbrado a ese nivel de interés, y (aunque ahora pasa bastante a menudo) ningún director había venido nunca antes a visitarme durante un rodaje.
—¿Tengo que hacer una prueba para el papel? —pregunté, temeroso de la respuesta.
—Es posible, han venido desde muy lejos —contestó Harriet.
Como actor, en las pruebas pierdes más papeles de los que consigues. Aprendes bastante rápido que la mayoría de las cosas están fuera de tu control y que es mejor «dejarlo en manos de Dios» y «acostumbrarse a las decepciones», como Goldman tan elocuentemente hizo que dijera el hombre de negro en el libro de La princesa prometida. Seguía diciéndome a mí mismo que siempre habría otra película, otro trabajo en el horizonte; que no importaba. Pero en el fondo sabía que no engañaba a nadie, mucho menos a mí mismo. Esto era mucho más que «un trabajo más». Estos eran dos de mis héroes, Bill Goldman y Rob Reiner, ¡trabajando juntos!
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ANDY SCHEINMAN
Queríamos ver a todos los actores que pudieran interpretar