Como desees. Cary ElwesЧитать онлайн книгу.
la llamada en la que me dijeron que Rob iba a venir a verme, no estoy seguro de qué me emocionaba más: el estar a punto de conocer a uno de los jóvenes directores de Hollywood de mayor talento o que iba a reunirme con uno de mis ídolos de la televisión. Entendía exactamente lo que estaba en juego en esa reunión. El impacto que este papel podía tener en mi carrera era innegable.
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ROB REINER
Bueno, trato de escoger a gente que sé que puede interpretar el papel. No contrataría a amigos solo por contratar amigos. Pero si son buenos y pueden interpretar el papel, desde luego. El problema al que me enfrenté con La princesa prometida era que tenía que conseguir a un chico joven, apuesto e intrépido, y a una chica joven como coprotagonista. Oh, y un gigante. No es que tuviera un montón de amigos que dieran la talla. Creo que solo había una persona adecuada para cada uno de esos papeles. La película tiene esa especie de atmósfera formal inglesa de un cuento de hadas; ese aire de «antaño». Así que quería que tuvieran acento inglés. Al menos Westley y Buttercup…, el príncipe Humperdinck y el conde Rugen y demás. Había visto a Cary en Lady Jane, pero esa película no era una comedia. Pensé: «Definitivamente tiene el aspecto adecuado. Se parece a un joven Douglas Fairbanks júnior, es muy guapo y es un actor estupendo». Pero no sabía si era gracioso, y se trataba de un tipo de actuación muy especializado: tenía que ser muy auténtico y serio, pero al mismo tiempo, reflejar una ligera ironía. Tenía que haber un equilibrio. Así que volamos hasta Alemania, donde Cary estaba rodando una película.
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Como sucede a menudo cuando se conoce a un director, sabía que me tenían en consideración, pero desconocía si era un favorito o simplemente uno de los muchos candidatos que competían por el papel.
Una voz con acento alemán salió del teléfono, procedía del mostrador de recepción:
—Hay aquí dos señorrres en el vestíbulo que prrreguntan porrr usted. ¿Los hago subirrr?
—Sí. Hágalos subir, por favor —dije, y colgué.
Al abrir la puerta unos minutos más tarde, me sorprendí al ver que me recibían dos de las sonrisas más amplias que he visto en mucho tiempo. Allí estaba: el hombre que había creado a Marty DiBergi y a Meathead, ¡en mi habitación de hotel! La otra sonrisa pertenecía a su mejor amigo y compañero de producción, Andy Scheinman, con la mitad del tamaño que la de Rob, pero con el doble de energía.
Lo que me llamó la atención de estos dos fue su hermosa amistad. Terminaban las frases del otro. De inmediato, me atrapó no solo su encanto personal, que era considerable, sino la pasión que mostraban por el proyecto. Además de bastante divertido (cosa que no es sorprendente, ya que su padre es Carl Reiner), Rob también era muy dulce y tenía una risa infecciosa que se oía hasta en Detroit, como me gusta decir. De hecho, el hombre que conocí estaba muy lejos del atribulado yerno de Archie Bunker. Y era sin duda un narrador nato. Era claramente muy inteligente y un lector voraz, pues así había conocido el trabajo de Goldman. Resulta que su padre también le dio una copia de La princesa prometida para que lo leyera de niño, tal y como había hecho mi padrastro conmigo.
Ahora bien, no es que eso nos hiciera exactamente únicos, pero sin duda inspiró una especie de alianza. Yo conocía la novela, y también parte de la historia detrás de los intentos de llevarla a la pantalla. Además, sabía que en las manos correctas tenía el potencial de ser realmente divertida y conmovedora. Por su obra y su sensibilidad, estaba convencido de que era el hombre adecuado para llevar a cabo el trabajo.
Les ofrecí a cada uno una botella de agua del minibar. Tengo un claro recuerdo de Andy, tan perturbado por la simple posibilidad de estar tan cerca de Chernóbil que no quería tocar nada, mucho menos beber agua.
—Bien, como probablemente sepas, estamos haciendo una película basada en La princesa prometida y creemos que serías un magnífico Westley —dijo Rob, después de acomodarse en una silla.
Rob tiene ese modo sencillo de ir directo al grano de una manera divertida. El «como probablemente ya sepas» sonó prácticamente lírico, casi como si lo alargara de manera cantarina. Creo que mi respuesta fue algo bastante inocuo, tipo:
—Sí, lo he oído. ¡Es genial!
En mi cabeza, estaba pensando: «Por favor, no me hagáis hacer una prueba».
—Bueno, hemos empezado con los preparativos en Londres y nos gustaría hablar contigo sobre la posibilidad de que te unas a nosotros.
La situación mejoraba por segundos. Su semblante era informal y amable. Tenía una forma maravillosa de hacerte sentir cómodo, y mientras charlábamos, mi ansiedad desapareció lentamente. Rob se sorprendió al saber que había pasado un tiempo considerable en Estados Unidos y que estaba íntimamente familiarizado con el mundo de la televisión de los setenta. Allí estaba yo, un actor británico, que estaba trabajando en una película en Berlín, y nuestra conversación giraba mayormente en torno a lo que yo recordaba de mis episodios favoritos de Todo en familia. Pasamos a una charla más general sobre comedia y cultura popular. Entonces surgió Bill Cosby y, de algún modo, (no recuerdo realmente cómo) acabé imitando a Fat Albert, cosa que pareció gustarle a Rob. Les expliqué que había estudiado en el Sarah Lawrence College, así como en otras instituciones prestigiosas de Nueva York.
Hablamos de Saturday Night Live. De nuevo, Rob parecía satisfecho de que yo fuera un admirador de SNL. En aquel momento, no entendí por qué era tan importante para él, pero no pasaría mucho tiempo hasta que lo entendiera. Sabía que hacía falta tener un aspecto concreto para el papel de Westley, y supongo que, en ese sentido, daba la talla, pero, por otro lado, también la daban miles de actores jóvenes. Sin embargo, también buscaban a alguien con sentido del humor. Y tal vez tenía una oportunidad de hacerlos reír, cosa que sorprendentemente conseguí con mi imitación de Fat Albert. Aquello tenía buena pinta, hasta que llegó el momento trágico.
—Mira, la verdad es que creo que es posible que seas el tipo adecuado para esto —dijo Rob—. Pero ¿te importa que leamos un par de frases? Solo quiero oírlas.
¿Por qué? ¿Por qué tenía que hacerme leer? Iba todo tan bien hasta ese momento…
Vale, allá va… El momento de la verdad. La prueba. Lo cierto era que había conseguido más trabajos a través de ofertas directas que de audiciones. Pero no podía pensar en eso ahora. Tenía que echarle valor.
Rob buscó dentro de un sobre que había traído consigo y sacó una copia del guion. Lo abrió por uno de los monólogos de Westley, aquel en que le cuenta a la princesa Buttercup cómo se convirtió en su alter ego, el pirata Roberts, y me lo dio.
Me aclaré la garganta y leí lentamente. Me había pillado en frío y desprevenido, pero, por suerte, conocía la historia y el tono de la novela. También sabía que muchas de las mejores frases de la película tendrían que decirse con un guiño prácticamente imperceptible.
Después de apenas unas frases, Rob levantó la mano.
—Vale, ya es suficiente —dijo.
Me pregunté por un momento si ya había echado todo a perder. Apenas había leído media página.
—¿De verdad? ¿Estás seguro? —pregunté.
—Sí. Entonces, ¿cuánto te queda en esta película todavía? —contestó.
Respiré profundamente, en un intento de ocultar mi emoción.
—Un par de semanas, más o menos.
—Perfecto —dijo Rob—. Vamos a divertirnos mucho haciendo esta película, y con un poco de suerte, si el estudio está de acuerdo, nos gustaría que formaras parte de ella.
Respondí con un ligero tartamudeo, que básicamente quería decir:
—Sí, me encantaría. Gracias.
¿Era eso una oferta? Oh, Dios mío, ¡creo que sí!
Pero, por otra parte, había