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Tormenta de guerra. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.

Tormenta de guerra - Victoria Aveyard


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que él mantiene lejos a la progenie de su madre, si es que sobrevive aún.

      El Royelle, nuestro palacio, ocupa los vastos terrenos de su sector. Posee sus propios canales y acueductos y sus aguas emanan de fuentes y cascadas. Algunas de ellas forman un pasillo abovedado sobre nosotros, en dirección a la bahía, mientras que otras corren bajo la vereda. En invierno, la mayoría se congela y decora el camino con esculturas de hielo que ninguna mano humana sería capaz de crear. En las festividades, los ministros de los templos descifran el hielo con objeto de transmitir la voluntad de los dioses. A menudo hablan en clave y escriben sus palabras en la tierra y los lagos para que sólo los elegidos las vean y apenas unos cuantos las comprendan.

      Se requiere osadía para que el rey quemador de una nación hasta hace poco hostil entre al baluarte de la comarca de los Lagos, y Maven lo ejecuta sin chistar. Otro pensaría que ni siquiera es capaz de temer, que su madre lo libró de ese defecto, pero no es verdad. Veo miedo en todo lo que hace, a su hermano más que nada, aunque también porque la chica Barrow se marchó y está fuera de su alcance. Y como cualquier otro en este mundo, teme por encima de todo perder su poder. Por eso está aquí, por eso se casó conmigo: hará lo que sea con tal de conservar su corona.

      ¡Qué dedicación! Es su mayor fortaleza y su mayor debilidad.

      Arribamos a las fastuosas puertas que dan a la bahía, flanqueadas por guardias y saltos de agua. Los hombres se inclinan e incluso el agua ondula cuando pasa mi madre, por efecto de su habilidad extraordinaria. Detrás de esas puertas se encuentra mi jardín favorito, una extensa y acicalada profusión de flores azules de toda clase: rosas, azucenas, hortensias, tulipanes e hibiscos, con pétalos cuyos matices van del violeta al índigo más profundo. A pesar de que debieran ser azules, están de luto también, como los pendones y mi familia.

      Los pétalos se han ennegrecido.

      —Su majestad, ¿accedería a consentir la presencia de mi hija en nuestra capilla, de conformidad con nuestras tradiciones?

      Es la primera vez esta mañana que oigo decir algo a mi madre. Emplea el tono de la corte y el idioma de Norta para que Maven no pueda poner como pretexto que no entendió su solicitud. Su acento es mejor que el mío, casi imperceptible; Cenra Cygnet es una mujer inteligente, con oído para las lenguas y ojo para la diplomacia.

      Se detiene a examinar a Maven, volviendo su rostro para mirarlo de frente en un despliegue de cortesía común. Sería una insensatez que le diera la espalda a un monarca justo cuando le pide algo; aun si la petición se refiere a mí, su hija, un ser humano con voluntad propia, pienso en consonancia con un mal sabor de boca, aunque en realidad no es cierto. Él está por encima de ti. Eres su súbdita ahora, no de ella. Cumples sus deseos.

      En apariencia, al menos.

      No tengo ninguna intención de ser una reina atada a una correa.

      Por fortuna, Maven muestra menos displicencia por la religión ante mi madre, a quien brinda una tensa sonrisa y una leve reverencia. Junto a ella, de cabello canoso y arrugas alrededor de los ojos, él luce más joven, nuevo e inexperto: es todo menos eso.

      —Hemos de honrar la tradición —dice—, incluso en momentos tan caóticos como éste. Ni Norta ni la comarca de los Lagos deben olvidarse de lo que son. Esto podría salvarlas en última instancia, su majestad.

      Se expresa bien, con palabras tan empalagosas como el almíbar.

      Pese a que mi madre deja ver su dentadura, la sonrisa no llega a sus ojos.

      —Así es. Ven conmigo, Iris —me hace señas para que la siga.

      Si yo no tuviera compostura alguna, tomaría su mano y echaría a correr; en cambio, la poseo en abundancia y avanzo con paso uniforme, demasiado lento, detrás de ella y mi hermana, entre las flores negras y salones con diseños azules hasta llegar al territorio sagrado del templo personal de la reina en el Royelle.

      Erigido a un costado de los aposentos de la monarca, el solitario templo es sencillo y está enclavado entre salones y dormitorios. La tradición salta a la vista en los accesorios de rigor. Una fuente borbotante de mediana altura bulle en el centro de la pequeña estancia. Caras gastadas de rasgos indefinidos, extrañas y conocidas, miran desde el techo y las paredes. Nuestros dioses no tienen nombre ni jerarquía. Sus bendiciones son azarosas, sus palabras escasas, sus castigos impredecibles, pero existen en todas las cosas, se dejan sentir en cualquier momento. Busco a mi preferido, un rostro vagamente femenino de ojos grises y vacíos, al que distingue una anomalía en los labios que podría ser una imperfección de la piedra y parece una sonrisa de complicidad. Aun ahora me consuela, a la sombra de las exequias de mi padre. Pienso que dice: Todo irá bien.

      Este templo no es tan grande como el del palacio, que se utiliza para las ceremonias de la corte, ni tan espléndido como los magnos edificios en el centro de Detraon, con altares de oro y libros de la ley celestial tachonados de joyas. Nuestros dioses demandan poco más que fe para dar a conocer su presencia.

      Extiendo la mano sobre una ventana que me resulta familiar, a la espera. El sol naciente se filtra por el grueso cristal de diamante, cuyos paneles están dispuestos como olas en espiral. Únicamente cuando las puertas de la capilla se cierran a nuestras espaldas para dejarnos solas con los dioses, lanzo un pausado suspiro de alivio. Antes de que mis ojos se adapten a la luz, mi madre toma mi rostro entre sus tibias manos y me estremezco sin remedio.

      —No es necesario que regreses —murmura.

      Jamás la había oído rogar; suena inusual.

      La voz se me atora en la garganta.

      —¿Qué?

      —¡Querida, por favor! —retoma con destreza el lacustre e indica así su favor por nuestra lengua. Abre mucho los ojos, que se le oscurecen bajo la penumbra de la angosta habitación; son profundos pozos en los que yo podría caer para no salir más—. La alianza sobrevivirá sin ti.

      No suelta mi rostro, me pasa los pulgares por los pómulos. La contemplo un largo momento. Veo en sus pupilas un brote de esperanza y aprieto los labios. Poso con lentitud mis manos en las suyas y las aparto.

      —Tú y yo sabemos que eso no es cierto —me obligo a encararla.

      Tensa la mandíbula, se endurece. Una reina no se acostumbra jamás a que la rebatan.

      —No me digas lo que sé o lo que ignoro.

      Pero yo también soy una reina.

      —¿Los dioses te han dicho otra cosa? —pregunto—. ¿Hablas por ellos? —suelto una blasfemia; si bien uno puede escucharlos en su corazón, sólo los ministros tienen autoridad para difundir sus palabras.

      Incluso la reina de los Lagos está sujeta a esas restricciones. Desvía avergonzada la vista antes de darse la vuelta hacia Tiora. Mi hermana no dice nada y luce más severa que nunca. ¡Qué gran hazaña!

      —¿Hablas por la corona? —pongo distancia entre nosotras. Madre debe entenderlo—. ¿Eso ayudará a nuestra nación?

      El silencio se impone de nuevo, no contesta. En lugar de ello, se fortifica para asumir ante mis ojos su imagen imperial. Es como si se insensibilizara y agigantara. Casi doy por supuesto que se convertirá en piedra. No te mentirá.

      —¿O hablas por ti, como doliente? Acabas de perder a mi padre y no deseas perderme…

      —No puedo negar que te quiero aquí —dice con firmeza y reconozco la voz de una soberana, la misma que emplea en las resoluciones de la corte—, a salvo, protegida de monstruos como él.

      —Puedo ocuparme de Maven, lo he hecho varios meses, tú lo sabes —como ella, busco apoyo en Tiora; su expresión no ha cambiado, es neutra aún. Permanece atenta, callada y calculadora, como conviene a una reina en flor.

      —¡Ah, sí, leo tus cartas! —agita una mano con desdén. ¿Sus dedos fueron siempre tan frágiles, con tantas arrugas e imperfecciones? Mirarlos me causa una honda impresión. Demasiado canoso, cavilo cuando veo que su cabello refulge bajo la luz


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