Tormenta de guerra. Victoria AveyardЧитать онлайн книгу.
que crepitan en las puntas de mis dedos.
—Está bien. Aún no ha transcurrido…
—Lo sé, Mare; ocurre cuando nos relajamos. El cuerpo vuelve a procesar más cosas, en ocasiones demasiadas, y eso no es motivo de bochorno —inclina la cabeza en dirección opuesta a la torre—, como tampoco que te tomes algo de tiempo. El cuartel está…
—¿Hubo Rojos ahí? —señalo como una autómata hacia el campo de batalla y las derruidas murallas de Corvium—. ¿Maven y los lacustres enviaron soldados Rojos junto con el resto?
Pestañea, presa de la desazón.
—No que yo sepa —responde al fin y oigo zozobra en su voz. Lo mismo que yo, no lo sabe, no quiere saberlo; no lo soportaría.
Giro sobre mis talones y por una vez la fuerzo a seguirme. El silencio se impone de nuevo, rebosante de ferocidad y vergüenza en igual medida. Me sumerjo en él para torturarme, para recordar esa congoja y repugnancia. Vendrán más batallas; morirán más personas, sea cual sea el color de su sangre: así es la guerra, así es la revolución. Y otros quedarán atrapados en el fuego cruzado. Olvidar es condenarlos otra vez, y a quienes están por venir.
Mientras subimos la escalera de la torre mantengo las manos en los bolsillos. Un arete hiende mi piel y siento la tibia piedra roja contra la carne. Debería arrojarla por una ventana; si hay algo que tengo que olvidar es a él.
Pese a todo, el arete permanece.
Entramos juntas a la sala del consejo. Los bordes de mi visión se desdibujan e intento situarme en un lugar que ya conozco, observar y memorizar, buscar grietas en lo que se dice y descubrir secretos y mentiras en lo que se deja sin decir. Es una meta y una distracción. Comprendo la causa de que haya sentido tanto interés de regresar aquí cuando tenía todo el derecho a salir corriendo.
La razón no es que esto sea importante ni que yo sirva de algo, sino que soy egoísta, débil y asustadiza. No puedo estar sola, no todavía.
Así que ocupo una silla, escucho y miro.
Y en todo momento siento sus ojos sobre mí.
DOS
Evangeline
Sería fácil matarla.
Espigas de oro rosado se entrelazan con las joyas de tonalidades rojas, negras y naranjas que penden del cuello de Anabel Lerolan. Bastaría un leve movimiento de mi mano para rebanar la yugular de esta olvido, extraer de su cuerpo la sangre, y de su mente sus innúmeras confabulaciones, y poner fin a su vida y su malhadado compromiso matrimonial frente a todos los que asisten a esta sala: mi madre, mi padre y Cal, por no mencionar a los criminales Rojos y monstruos foráneos con los que hemos terminado por asociarnos. Pero no frente a Barrow, quien no ha vuelto todavía; quizá no haya dejado de llorar aún al príncipe que perdió.
Esto implicaría otra guerra, desde luego, la cual haría trizas una alianza endeble de por sí. ¿En verdad yo sería capaz de cambiar mis lealtades por mi dicha? Esta mera pregunta parece vergonzosa, incluso al abrigo de mi cabeza.
No cabe duda de que la vieja siente mi mirada. Sus ojos vuelan un segundo hasta mí, acompañados por una inconfundible sonrisita de suficiencia, mientras se arrellana en su asiento y resplandece de rojo, naranja y negro.
Son los colores de la Casa de Lerolan… y de Calore. Las filiaciones de Anabel son ostentosamente claras.
Con un escalofrío, bajo la vista y la concentro en mis manos. Una uña está muy lastimada, se rompió en el combate. Suspiro, doy forma de garra a una de mis sortijas de titanio y la vuelvo una zarpa en la punta de mi dedo. La hago chasquear sobre el brazo del trono que ocupo, aunque sólo sea para hacer enfadar a mi madre. Ella me mira de reojo como única evidencia de su desdén.
Fantaseo tanto tiempo con matar a Anabel que pierdo el hilo de una asamblea cuyos miembros conspiran en insoportables círculos viciosos. Nuestro número ha menguado; sólo permanecen los líderes de nuestras facciones, reunidos a la carrera: generales, caballeros, capitanes e hijos de la realeza. El jefe de Montfort habla, después lo hace mi padre, más tarde Anabel y el ciclo empieza de nuevo. Todos hacen gala de palabras medidas, sonrisas falsas y promesas vacías.
¡Cómo me gustaría que Elane estuviera aquí conmigo! Debí traerla. Ella misma me pidió venir; no, lo suplicó. Siempre ha querido estar a mi lado, a pesar del peligro extremo. Trato de no pensar en los últimos momentos que pasamos juntas, con su cuerpo entre mis brazos. Es más delgada que yo, pero también más sedosa. Ptolemus cuidó mi puerta y se encargó de que nadie nos molestara.
—Déjame ir contigo —murmuró ella en mi oído una docena, un centenar de veces. Su padre y el mío nos lo prohibieron.
¡Ya basta, Evangeline!
Me maldigo ahora. En medio de este caos, nadie habría reparado en ella. Después de todo, es una sombra, y una chica invisible es fácil de disimular. Tolly me habría ayudado; si se lo hubiera pedido, no se habría negado a que su esposa nos acompañara. Pero no pude hacerlo; había que ganar antes una batalla, en la que nuestro triunfo distaba de estar asegurado, y no quise correr ese riesgo con ella. Aunque es talentosa, no es una guerrera, y en el fragor de la batalla sólo habría sido para mí una distracción y un motivo de inquietud. No podía permitirme nada de eso entonces, mientras que ahora…
Detente.
Mis dedos se ensortijan en los brazos de mi trono y claman por convertir el hierro en piezas dentadas. En mi hogar, el sinfín de galerías metálicas de la Casa del Risco es una terapia a mi disposición. Puedo destruirlas en paz, canalizar mi furia emergente hacia estatuas en incesante estado de cambio sin tener que preocuparme de lo que piensen los demás. ¿Podré hallar en Corvium la privacidad necesaria para hacer algo así? La esperanza de esa liberación es lo que evita que pierda el juicio. Araño la silla con mi zarpa, metal contra metal, con tanta reserva que sólo mi madre puede oírlo. No me reprenderá por esta causa frente al resto de nuestro insólito consejo. Si he de ser exhibida, ¿por qué no habría de disfrutar de las escasas ventajas de ello?
Aparto al fin mis pensamientos del vulnerable cuello de Anabel y la ausencia de Elane. Tengo que prestar atención si pretendo burlar de verdad el plan de mi padre.
—El ejército del rey Maven está en retirada. No debemos darle tiempo de reagruparse —dice con frialdad el rey de la Fisura y a sus espaldas las altas ventanas de la torre indican que el sol ha comenzado a ocultarse bajo las nubes que perduran en el horizonte; el devastado paisaje humea aún—; es decir, mientras él se lame las heridas.
—Ese rapazuelo ya está en el Obturador —replica al punto la reina Anabel. Ese rapazuelo. Habla de Maven como si no fuera su nieto; imagino que nunca más admitirá que lo fue tras su participación en el asesinato de su hijo, el rey Tiberias. Maven no es de la misma sangre que Anabel, sino de la de Elara.
Ella se inclina sobre sus codos y une sus arrugadas manos. Su antiguo anillo de bodas, radiante aunque maltrecho, titila en uno de sus dedos. Cuando nos tomó por sorpresa en la Casa del Risco y anunció su intención de respaldar a su nieto, no llevaba puesto ningún metal digno de mención, para huir así de nuestro sentido como magnetrones. Ahora los porta con descaro y nos reta a usar en su contra la corona o las alhajas que presume. Cada parte de sí es una decisión calculada y ella misma no carece de armas. Fue una guerrera antes de que fuese la reina, una oficial en el frente lacustre. Es una olvido que con su mortífero tacto puede destruir y hacer estallar algo… o a alguien.
Si no detestara lo que ella pretende imponerme, respetaría al menos su dedicación.
—A estas alturas —añade—, la mayoría de sus fuerzas están ya más allá de la Cascada de la Doncella y han cruzado la frontera a la comarca de los Lagos.
—El ejército lacustre también está herido y es igual de vulnerable. Ataquemos ahora que podemos hacerlo, así sea sólo para liquidar a los rezagados —mi