El alma del mar. Philip HoareЧитать онлайн книгу.
Sus ecos todavía se escuchan en las cabañas dispersas entre las dunas: toscas construcciones hechas de madera gris y listones recuperados de la playa, como si hubieran sido erigidas por los marineros perdidos. Incluso en la ciudad, curvas y curvatones rescatados de los barcos se utilizaban para apuntalar las casas y protegerlas de las tormentas que traían los restos hasta aquí; Thoreau anotó haber visto verjas trabadas con costillas de ballena.
Otros peligros, visibles e invisibles, se ocultan entre las contradictorias aguas. Los vecinos del lugar previnieron a Thoreau de que «uno no se baña en el Atlántico, por la resaca y los rumores de tiburones», y los guardas del faro de Truro y Eastham le aconsejaron que no nadara entre la espuma. Ellos no lo harían ni por todo el oro del mundo, «pues en ocasiones veían cómo el mar arrastraba a los tiburones a la arena, donde se estremecían unos instantes». Thoreau no daba crédito, aunque él mismo vio un pez de casi dos metros nadando a apenas nueve metros de la orilla. «Era de color marrón pálido, singularmente traslúcido e indistinguible en el agua, como si la naturaleza en pleno fuera cómplice de este hijo del océano». Lo vio meterse en una cala, «o bañera», en la que él había estado nadando, donde el agua solo tenía alrededor de metro y medio de profundidad, «y, tras explorarla con parsimonia, se marchó». Impertérrito, Thoreau continuó nadando, «aunque observando desde la orilla si la caleta estaba ocupada».
Para el filósofo, esta orilla parecía «más llena de vida, que era más valiosa que la de la bahía, como un agua carbónica natural»; su estado salvaje le proporcionaba una carga a través de ese sentido de la vida y la muerte. Abajo, en la playa Ballston, donde Mary y yo nadamos a menudo fuera de temporada, con las focas y las ballenas alimentándose al otro lado de la barra de arena, la poderosa resaca trata de arrastrarnos. No hace mucho que un hombre que nadaba aquí con su hijo fue atacado por un gran tiburón blanco. Hay carteles que advierten a los nadadores que no deben acercarse a las focas, los auténticos objetivos de los tiburones. Recientemente, un pescador me mostró en su teléfono una fotografía tomada en Race Point. Un gran tiburón blanco emerge cerca de la orilla, tan cerca que apenas está en el agua, y atrapa entre sus dientes a una gran foca gris. Pongo mi trémulo cuerpo en ese tierno mordisco, «la blanca y deslizante fantasmalidad de sosiego de esa criatura […], la blanca y silenciosa calma mortal de este tiburón» que discernió Ismael. Todavía nado allí, a pesar de la advertencia de Todd Motta: «Esa no es forma de morir». El agua es tan dura y fría como siempre. Llegará un día, pienso, en que no saldré de ella.
En su libro La tormenta perfecta, la historia del temporal que azotó Nueva Inglaterra en 1991, Sebastian Junger detalla cómo se ahoga un ser humano: «El instinto de no respirar bajo el agua es tan fuerte que se impone a la tortura de que se acabe el aire». El cerebro, desesperado por mantenerse en funcionamiento hasta el último aliento, no dará la orden de inspirar hasta que casi haya perdido la consciencia. Llegado a ese punto, cede. En los adultos, esto ocurre al cabo de unos ochenta segundos. Es una decisión drástica, un último y fatal intento de sobrevivir, como cuando un delfín enfermo decide vararse en vez de ahogarse impulsado por algo que habita en lo más profundo de su identidad de mamífero, «una especie de optimismo neurológico —en palabras de Junger—, como si el cuerpo dijera: “Contener la respiración nos está matando; puede que el hecho de respirar no acabe con nosotros, así que más vale respirar”».
Al dejar pasar agua en vez de aire, los pulmones humanos se inundan rápidamente. Pero la falta de oxígeno ya habrá creado, en los últimos segundos, la sensación de que la oscuridad se cierne, como si se cerrase la apertura de una cámara. Imagino esa luz batiéndose en retirada, cómo las profundidades me atraen y quedo atrapado entre la vida que dejo y la eternidad a la que accedo. Sabemos, gracias a los que han vuelto de entre los muertos, que «el pánico que siente una persona que se ahoga está mezclado con una extraña incredulidad por que eso le esté sucediendo realmente». Sus últimos pensamientos deben de ser, dice Junger: «Esto es ahogarse. Así es como acaba mi vida».
Y, en ese momento final, ¿qué? ¿Quién cuidará de mi perro? ¿Qué pasará con mi trabajo? ¿Apagué el gas? «Puede que la persona que se ahoga sienta que es la última y mayor estupidez de su vida». Un hombre que casi se ahogó, un doctor escocés que navegaba en un vapor a Ceilán en 1892, dejó constancia del combate de su cuerpo luchando por los últimos restos de oxígeno, de cómo sus huesos se retorcían por el esfuerzo, solo para que estas sensaciones dieran paso a una gran placidez cuando el dolor desapareció y comenzó a perder la consciencia. Recordó, en ese mismo instante, que su antiguo profesor le había dicho que ahogarse era la manera menos dolorosa de morir, «como caer sobre un prado verde a principios de verano».
Es esa euforia la que hace que sea una muerte estética que no profana el cuerpo y deja un bello cadáver, como si el mar quisiera conservarlo para la eternidad. Hay un tentador impulso a hundirse en el mar, pues parece una forma limpia y arbitraria de partir. En un instante estás aquí, al siguiente en otro mundo: es una transición, no una destrucción.
En su viaje de Nueva York a Inglaterra en 1849 en el barco Southampton, Melville vio a un hombre en el mar: «Por un instante, pensé que estaba soñando, pues nadie más parecía ver lo que yo veía. Al momento grité: “¡Hombre al agua!”». Le asombró que ninguno de los pasajeros ni de los marineros pareciera tener prisa por salvar al hombre. Lanzó el aparejo del esquife al agua, pero la víctima no pudo, o no quiso, agarrarlo.
Todo el incidente se desarrolló de una forma extraña y amortecida, como si nadie se hubiera dado cuenta o estuviese preocupado, ni siquiera el propio hombre en el agua.
«Su conducta fue incomprensible; podría haberse salvado si así lo hubiera querido. Me impresionó la expresión de su rostro en el agua. Era de felicidad. Al final se deslizó bajo la popa del barco y todo el mundo dijo: “¡Está muerto!”».
Melville corrió al pasamanos de popa y vio que el hombre se alejaba flotando: «Vi unas pocas burbujas y desapareció. No se bajó ningún bote, ni se redujo ninguna vela, apenas se hizo ruido alguno. El hombre se ahogó como un cabestro».
Melville se enteró después de que el hombre había declarado en múltiples ocasiones que pensaba saltar por la borda; antes de hacerlo, había intentado arrastrar con él a su hijo, en brazos. El capitán dijo que había sido testigo de al menos otros cinco incidentes como aquel. Cuando se intentaba salvar a su marido, una mujer había dicho que no hacía falta y que, «cuando se hubiera ahogado, habría hombres de sobra para escoger».
Medio siglo después, en 1909, Jack London —que era un gran admirador de Melville— publicó Martin Eden, una novela semiautobiográfica sobre un joven y rudo marinero que se convierte en escritor. London, hijo de un astrólogo y de una espiritista, nació en San Francisco en 1876. Llevó una vida errante como marinero, mendigo y buscador de oro. Se describió a sí mismo como una «bestia rubia», un hombre de acción, la primera persona que llevó el surf de Hawái a California; también se convirtió en el escritor mejor pagado del mundo con libros como La llamada de lo salvaje, El lobo de mar y Colmillo Blanco. Pero el mayor logro de su vida, dijo, había sido pasar una hora al timón de un barco cazador de focas durante un tifón: «Con mis propias manos había conseguido dominar el timón y conducir cien toneladas de madera y acero a través del viento y de millones de toneladas de agua».
London escribió Martin Eden mientras navegaba por el sur del Pacífico, intentando escapar a su propia fama; The New York Times publicó: «se teme que jack london haya desaparecido en el pacífico» cuando no llegó en la fecha prevista a las Marquesas, las remotas islas en las que Melville había abandonado su barco en 1840. En el libro de London, Eden, el hombre hecho a sí mismo, cínico sobre su recién lograda fama, vislumbra el suicidio en las primeras horas de la mañana. Recuerda los versos de Longfellow: «El mar es silencioso y profundo, / todo en su seno duerme, / un solo paso y todo ha terminado, / un salto, unas burbujas y se acabó». Y decide dar ese paso. A medio camino de las Marquesas, abre el ojo de buey de su camarote y se cuelga de él sobre el mar.
Aferrado al marco con las puntas de los dedos, Eden siente las olas en sus pies. La espuma asciende para tirar de él. Se suelta.
Todo en su fuerte constitución lucha contra ese acto de autodestrucción. Cuando