Un hombre para un destino. Vi KeelandЧитать онлайн книгу.
ver que esbozaba una sonrisa maligna?
Le tendí el móvil.
—Mi abuela siempre decía que una dama debe sonreír como un ángel y guardarse sus pensamientos malignos para sí.
Se levantó, entre gruñidos.
—No me extraña que Iris y usted se entiendan a la perfección.
Sin decir que la conversación había terminado, Reed se encaminó a la puerta.
—Por cierto, iba mirando el móvil cuando nos hemos chocado esta mañana. Mi abuela me ha dicho que llevaba un jarrón en las manos y que se le ha roto. Tráigame el recibo y le reembolsaré el importe.
Negué con la cabeza.
—No hace falta. Solo me gasté unos dólares. Lo hice yo.
Enarcó las cejas.
—¿Usted?
—Sí, soy escultora. Y hago cerámica. Bueno, lo era y lo hacía. Cuando Iris y yo nos encontramos en el baño, se lo conté y le dije que era algo que echaba de menos. Me animó a retomarlo, a recuperar la costumbre de hacer cosas que me hacen feliz. Así que pasé el fin de semana en el torno de cerámica, haciéndole ese jarrón. Era para ella. Llevaba varios años sin hacerlo y la verdad es que Iris tenía razón. Tengo que concentrarme en las cosas que me hacen feliz en lugar de lamentarme por un pasado que no puedo cambiar. Y trabajar en ese jarrón fue un primer paso en la dirección correcta.
Reed me miró con una expresión indescifrable y, luego, se giró y se marchó sin decir palabra. «Será idiota…». Un idiota guapo y arrogante que resultaba igual de atractivo de espaldas que cuando me miraba.
* * *
Más tarde, me fijé en una nota azul que había sobre mi escritorio. No supe qué hacer y, antes de cogerla, medité durante unos segundos. Era del mismo tono azul que la nota que había encontrado en el vestido de novia.
Me estremecí. Casi había olvidado aquella preciosa nota y las emociones que había experimentado al descubrirla. No podía imaginar que el hombre desagradable y distante que había conocido fuera el mismo que había escrito aquellas románticas palabras. El Reed que conocía era un hombre frío y pragmático y aquello hacía que sintiera todavía más curiosidad acerca de lo sucedido.
Suspiré.
«Una nota azul de Reed».
«Para mí».
«Es surrealista».
En la parte superior, había un membrete en relieve que leía «De la oficina de Reed Eastwood». Suspiré profundamente y leí el resto:
Charlotte:
Si tiene alguna pregunta más sobre Bridgehampton, no deje de teclearla en el aire y enviármela.
Reed
Capítulo 8
Reed
Llegué al semáforo de la esquina con quince minutos de antelación. Charlotte ya estaba allí, de pie frente al edificio. Estaba esperando a que se pusiera verde, así tenía tiempo de contemplarla desde la distancia. Echó un vistazo al reloj y, luego, a su alrededor, en la acera, antes de acercarse a una botella de agua vacía que había en el bordillo. La recogió y se puso a buscar más.
¿Qué narices hacía? ¿Buscaba botellas en las calles de Manhattan para conseguir el centavo que le daban a uno al reciclarlas? Aquella mujer estaba realmente loca. ¿Quién tenía tiempo para hacer algo así? La observé mientras se dirigía a otro objeto, lo recogía, caminaba hacia otro, hacía lo mismo… «Pero ¿qué…?».
El semáforo se puso en verde, así que giré a la derecha y me detuve en la calle de un solo sentido que había frente a nuestro edificio. Charlotte dio un cauteloso paso hacia atrás y, acto seguido, se inclinó para ver quién estaba al volante. Se había pasado todo el rato recogiendo porquería infestada de microbios de una calle de Nueva York, pero le preocupaba que el conductor de un Mercedes S560 tuviera algún problema. Bajé la ventanilla de cristal tintado y pregunté:
—¿Lista?
—Ah, sí. —Miró a la derecha, luego a la izquierda y levantó el índice antes de acercarse a mitad de la manzana—. Un segundo. —La seguí con la mirada y vi que se acercaba a una papelera y tiraba toda la basura que había recogido. «Estupendo. No solo se dedica a limpiar las calles al amanecer, sino que, cuando se inclina, esa falda le hace un culo increíble».
Abrió la puerta del asiento del copiloto y se metió en el coche.
—Buenos días.
«Y encima, está animada. Perfecto».
Señalé la guantera.
—Tengo toallitas.
Frunció la nariz, sin comprender.
—Para que se limpie las manos —añadí con un suspiro.
Volvió a esbozar aquella sonrisa traviesa. Levantó las manos y me enseñó las palmas, agitándolas frente a mí.
—¿Tiene fobia a los gérmenes?
—Límpiese las manos, por favor.
Sería un día muy largo…
Puse en marcha el motor y conduje hacia el túnel mientras Charlotte obedecía. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que salimos de la ciudad y llegamos a los peajes del otro lado de Manhattan.
—¿No tiene uno de esos dispositivos para pasar de forma automática? —preguntó, con la vista puesta en el enorme cartel de la cola de «solo efectivo» en la que me había colocado.
—Un teletac. Sí, pero la última vez que lo utilicé conduje con el otro coche y me lo he dejado ahí.
—¿Su otro coche es una camioneta o algo así?
—No. Es un Range Rover.
—¿Para qué necesita dos coches?
—¿Por qué hace tantas preguntas?
—Vaya, no hace falta que sea tan maleducado. Solo intentaba conversar con usted —dijo, y miró por la ventanilla.
En realidad, el Rover era de Allison. Pero no iba a mencionarla delante de aquella mujer. Había dos coches más en la cola, así que me metí la mano en el bolsillo para sacar un billete de veinte dólares y me percaté de que tenía la cartera en la guantera.
—¿Le importaría sacar mi cartera de la guantera? —le pedí.
Continuó mirando por la ventanilla.
—¿Qué tal si añade un «por favor» a esa frase?
Frustrado y con solo un coche delante en la cola, me incliné bruscamente y saqué yo mismo la cartera. Por desgracia, eso me permitió disfrutar de una espectacular vista de las piernas bronceadas y torneadas de Charlotte. Cerré la guantera de un golpe, malhumorado.
Tras pasar el peaje e incorporarnos a la autopista hacia Long Island, decidí comprobar las habilidades de nuestra nueva asistente.
—¿Cuántas habitaciones y baños tiene la casa que vamos a enseñar hoy?
—Cinco habitaciones y siete baños. Aunque no tengo ni idea de para qué necesitaría alguien siete baños.
—¿De qué material es la piscina?
—De hormigón proyectado. También está calefactada. Y tiene la forma de un lago de montaña, mármol italiano importado y una cascada.
Sí que había hecho sus deberes, pero no iba a dejar que saliera airosa tan fácilmente.
—¿Extensión?
—La casa principal tiene cuatrocientos cuarenta y un metros cuadrados. La