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Un hombre para un destino. Vi KeelandЧитать онлайн книгу.

Un hombre para un destino - Vi Keeland


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los perros y el surf. Empleo anterior: supervisora nocturna de Tus Huevos. —Dejó la carpeta a un lado (más bien la arrojó sobre la cama) y los papeles saltaron por los aires.

      —¿Qué hace aquí?

      Estaba prácticamente muerta de miedo.

      —Solo quería ver…

      —Ver… —dijo, y apretó sus blanquísimos dientes.

      —Sí, he venido a ver… —«A verte a ti»—… y no esperaba que fuese tan cruel.

      Se rio con furia.

      —¿Cruel? No tiene el menor respeto por el tiempo de una persona, ha mentido sobre quién es ¿y tiene la desfachatez de decir que soy cruel? Creo que debería mirarse al espejo, Charlotte Darling. Por sorprendente que resulte, parece que ese es su verdadero nombre. Por qué mintió acerca de todo lo demás y dio su nombre real es algo que no me cabe en la cabeza, aparte de que es una idiotez. Así que no, no soy cruel; porque si fuera cruel, habría llamado a mi personal de seguridad.

      «¿Seguridad?».

      Perdí la paciencia.

      ¿Cómo se atrevía? Solo había venido para verlo a él. Para asegurarme de que estaba bien, de que los dos estaban bien. Y aunque no podía admitirlo, su actitud tan desagradable desató un torrente de furia en mí.

      —Vale, ¿quiere saber la verdad? Sentía curiosidad. Curiosidad por este lugar, por lo que parecía una vida totalmente opuesta a la que he vivido en los últimos tiempos. Quería cambiar. Llevo semanas desanimada y triste, así que ayer por la noche me emborraché un poco. Topé con este anuncio navegando por la red y lo encontré a usted. Quería venir a ver esto, no por maldad ni para hacerle perder el tiempo. Solo quería un poco de esperanza, creer en la posibilidad de que, algún día, las cosas mejorarán. Quizá quería fingir que no me va tan mal. Ni siquiera recuerdo haber introducido esa ridícula información, ¿vale? Solo sé que he recibido una llamada para confirmar la cita y me he lanzado a ello, pensando que quizá era cosa del destino. Que debía venir y experimentar algo especial, por una vez en mucho tiempo.

      Reed no abrió la boca, así que continué hablando.

      —Y sí leo, Reed. Me daba vergüenza decirte la verdad. Sigo leyendo novela romántica, pero solo los libros que tienen escenas de sexo duro, porque llevo mucho tiempo sin follar, porque no confío en nadie lo bastante como para dejar que se acerquen a mí desde que mi prometido me engañó con otra. Así que sí, Reed. Sí que leo libros. Muchos libros. Y utilizaría esta biblioteca hasta gastarle el suelo y las estanterías, pero los libros que guardaría en ella no serían esos que le gusta enseñar a sus posibles compradores. No serían tan elegantes.

      Levantó un poco la comisura de los labios.

      —Y sí, también sé preparar un buen guiso, sé cocinar. Pero jamás utilizaría esa cocina, porque es demasiado. Y, en cuanto al dormitorio, eso sí que sería un sueño. Como toda esta visita, un sueño que jamás viviré. Así que si quiere, llame a seguridad. Llámeles y dígales que soy una soñadora, Eastwood.

      Salí lo más rápido que pude, pero no sin antes tropezar con la alfombra.

      Capítulo 4

      Charlotte

      —¡Maldita sea!

      Había logrado contener las lágrimas hasta dar con unos baños en el vestíbulo de la torre Millenium. Hasta que me metí en uno de los cubículos, lo tenía todo bajo control. Sin embargo, al ver que no había papel higiénico, abrí el bolso y rebusqué un paquete de pañuelos de papel mientras seguía acuclillada sin sentarme en la taza. Me temblaban tanto las manos después del numerito en el ático que se me cayó el bolso al suelo y todo el contenido salió disparado. El teléfono golpeó el elegante mármol y la pantalla se hizo añicos. En ese momento, rompí a llorar.

      Como ya no me importaban un comino los gérmenes, me senté en el retrete y lloré a lágrima viva. No era solo por lo que había sucedido en el ático. Lloraba por mi vida, quería desahogarme por todo lo que llevaba encima. Si mis emociones eran una montaña rusa, me encontraba en la parte exacta en que levantas los brazos y te dejas caer hacia abajo a cientos de kilómetros por hora. Por suerte, el baño estaba vacío, porque cuando estoy triste de verdad, tengo la mala costumbre de hablar conmigo misma.

      —¿En qué demonios pensaba? ¿Surfeo para perros? Dios, soy una idiota. Al menos, podría haberme avergonzado delante de un hombre que no intimidara tanto, ¿no? Uno que no fuera alto, de pelo oscuro y un Adonis de pies a cabeza, con actitud de superioridad. Y hablando de hombres, ¿por qué narices los guapos siempre son los que se portan peor?

      No esperaba ninguna respuesta, pero llegó una.

      Una mujer me respondió desde el otro lado del cubículo.

      —Cuando Dios hizo el molde para los hombres guapos, preguntó a una de sus ángeles qué debía añadir para que fueran más atractivos. El ángel no quería faltarle al respeto empleando una palabra malsonante, así que se limitó a decir: «Dales un buen palo». Por desgracia, Dios puso la pieza en la parte de atrás, así que ahora todos los hombres guapos nacen con un palo metido en salva sea la parte.

      Solté una carcajada sin poder evitarlo junto a un resoplido lloroso.

      —No hay papel higiénico en el retrete. ¿Podría pasarme un poco?

      Una mano y un poco de papel aparecieron por debajo de la puerta del cubículo.

      —Aquí tienes.

      —Gracias.

      Después de utilizar la mitad del papel para sonarme la nariz y secarme la cara y la otra mitad para limpiarme, inspiré profundamente y empecé a recoger el contenido de mi bolso del suelo.

      —¿Sigue ahí? —pregunté.

      —Sí, quería asegurarme de que estás bien. Te he oído llorar.

      —Gracias, estoy bien.

      La mujer estaba sentada en un banco delante de un espejo cuando por fin emergí de mi escondite. Debía de tener unos setenta años, llevaba un traje de lo más elegante y estaba acicalada a la perfección.

      —¿Estás bien, querida? —me preguntó.

      —Sí, estoy bien, gracias.

      —No lo parece. ¿Por qué no me cuentas qué te ha ocurrido?

      —No quiero molestarla con mis problemas.

      —A veces resulta más fácil hablar con una desconocida.

      «Supongo que es mejor que hablar sola».

      —La verdad es que no sabría por dónde empezar.

      La mujer hizo un gesto para que me sentara a su lado en el banco.

      —Empieza por el principio, querida.

      Solté un bufido.

      —Estaremos aquí hasta la semana que viene.

      Sonrió con calidez y dijo:

      —Tengo todo el tiempo del mundo.

      —¿Seguro? Parece estar a punto de asistir a una reunión importante o a una fiesta en su honor.

      —Es una de las pocas ventajas de ser la jefa, que puedes escoger tu propio horario. Venga, ¿por qué no me cuentas lo del surf para perros? ¿Eso existe? Porque tengo un perro de aguas portugués que podría estar interesado.

      * * *

      —… y he salido corriendo. O sea, no culpo a ese hombre por enfadarse, es cierto que le he hecho perder el tiempo. Pero me ha hecho sentir como una idiota simplemente por tener sueños.

      Llevaba más de una hora hablando con Iris, mi nueva amiga. Tal y como me había pedido, empecé por el principio. Le hablé de mi compromiso,


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