Una novia indómita. Stephanie LaurensЧитать онлайн книгу.
para él mismo, la voz surgió mortífera.
El soldado no era ningún cobarde. Con encomiable compostura, alzó la barbilla y se puso firme.
—Habíamos recorrido más de la mitad del camino desde Poona cuando el capitán sahib se dio cuenta de que nos perseguían unos hombres a caballo. Avanzamos más deprisa, pero entonces el capitán sahib se detuvo en un estrechamiento de la carretera y nos mandó seguir adelante. El teniente permaneció con él, junto con otros tres. El capitán sahib nos ordenó a los demás huir con la memsahib.
—¿Y eso cuándo fue? —Del contempló la parte trasera del coche.
—Hoy mismo, coronel sahib.
—¿Quién os envió de vuelta?
El soldado de caballería se movió inquieto.
—Cuando tuvimos Bombay a la vista, la memsahib insistió en que regresásemos. El capitán sahib nos había ordenado quedarnos con ella hasta llegar al fuerte, pero ella estaba muy alterada. Solo permitió que dos de nosotros la escoltásemos hasta la casa del gobernador. El resto regresamos para intentar ayudar al capitán sahib y al teniente —el soldado hizo una pausa antes de continuar más calmado—. Pero cuando llegamos solo encontramos estos cuerpos.
—¿Se llevaron a dos de los vuestros?
—Vimos huellas de que habían sido arrastrados por los caballos, coronel sahib. Pensamos que seguirlos no iba a servir de nada.
A pesar de la calma de su relato, del estoicismo aparente de las tropas nativas, Del sabía que por dentro todos y cada uno estaba furioso.
Al igual que él mismo, y que Gareth, Logan y Rafe.
Pero no había nada que pudieran hacer.
Del asintió, dio un paso atrás y se llevó a Rafe aparte.
—Los llevaremos a la enfermería, coronel sahib.
—Sí —Rafe asintió y miró al hombre a los ojos—. Gracias.
Torpemente se volvió. Soltando a Rafe, Del se dirigió de vuelta a los barracones.
Mientras subía los escalones, Rafe, como de costumbre, fue quien puso palabras a los torturados pensamientos de todos.
—Por el amor de Dios, ¿por qué?
¿Por qué?
La pregunta rebotó una y otra vez entre ellos, modificada y verbalizada de incontables maneras. James quizás fuera el más joven de los cinco, pero no era ni inexperto ni un buscador de gloria, y no era al que apodaban el Temerario.
—¿Por qué demonios se detuvo en lugar de intentar huir? Mientras estuvieran en movimiento tendrían una posibilidad, tenía que saber eso —Rafe se dejó caer en su silla habitual de su mesa habitual del bar del comedor de oficiales.
—Tenía un motivo —contestó Del después de unos segundos—, por eso lo hizo.
Logan tomó un sorbo del aguardiente que Del había pedido en lugar de la habitual cerveza. La botella permanecía en el centro de la mesa, medio vacía ya.
—Por fuerza tenía algo que ver con la sobrina del gobernador —concluyó con los ojos entornados.
—Eso había pensado yo —Gareth soltó el vaso vacío y alargó una mano hacia la botella—. Les pregunté a los soldados de caballería, ellos dicen que montaba bien. No fue ella quien los retrasó. Y además intentó anular los planes de James de quedarse atrás, pero él echó mano de su rango y la ordenó marcharse.
—Ya —Rafe también vació su vaso y también alargó una mano hacia la botella—. ¿Entonces qué fue? Puede que James esté muerto en la enfermería, pero que me aspen si voy a aceptar que se quedó atrás por capricho… él no.
—No —asintió Del—. Tienes razón, él no.
—Atención —anunció Rafe mientras su mirada se deslizaba hacia la terraza—. Desfile de faldas.
Los demás se volvieron. Las faldas en cuestión pertenecían a una joven y delgada dama, una dama muy inglesa con el rostro muy pálido, de porcelana. Se detuvo a la entrada del bar y miró hacia las sombras, fijándose en los grupos de oficiales dispersos por la habitación. Su mirada se posó en el rincón, y se detuvo allí, pero, cuando el cantinero se acercó a ella, se volvió hacia el muchacho.
Ante su pregunta, el cantinero señaló a los cuatro. La joven dama volvió a mirarlos y se irguió, dio las gracias al muchacho y, con la cabeza alta, se deslizó por la terraza hacia ellos.
Una chica india, vestida con un sari, la seguía como su sombra.
Mientras la joven se acercaba, los cuatro se levantaron lentamente. Tenía una estatura ligeramente inferior a la media. Dada la envergadura de los cuatro hombres y de la expresión sombría que, sin duda, adornaba sus rostros, a juego con sus sentimientos, debían tener un aspecto intimidador, pero la joven no titubeó.
Antes de llegar a la mesa, se detuvo y habló con su doncella, dándole órdenes en tono suave para que esperara allí.
Y entonces siguió avanzando hasta la mesa. De cerca se veía que estaba muy pálida, los rasgos tensos, rígidamente controlados. Sus ojos estaban ligeramente enrojecidos, la punta de la pequeña nariz, rosada.
Pero la redondeada barbilla reflejaba determinación.
Su mirada los recorrió mientras se detenía junto a la mesa, pero no se centró en sus rostros, sino en los hombros y el cuello, leyendo sus rangos. Cuando la mirada se posó en Del, se detuvo. Y levantó la mirada hasta su rostro.
—¿Coronel Delborough?
—¿Señora? —Del inclinó la cabeza.
—Soy Emily Ensworth, la sobrina del gobernador. Yo… —miró brevemente a los demás—. ¿Le molestaría que hablásemos en privado, coronel?
Del titubeó antes de contestar.
—Cada hombre de esta mesa es un viejo amigo, y compañero, de James MacFarlane. Los cinco trabajábamos juntos. Si su asunto tiene algo que ver con James, le pediría que hablara delante de todos nosotros.
Ella lo observó durante unos segundos, sopesando sus palabras, y asintió.
—De acuerdo.
La silla vacía de James estaba entre Logan y Gareth. Ninguno de ellos había tenido el valor de apartarla. Gareth la sostuvo para la señorita Ensworth.
—Gracias —ella se sentó, quedando sus ojos a la altura de la botella casi vacía de aguardiente.
Del se sentó nuevamente, junto a los demás.
—Comprendo que no es lo correcto—ella lo miró—, pero ¿podría tomar un poco de ese…?
—Aguardiente —Del la miró a los ojos color avellana.
—Sé lo que es.
Del le hizo un gesto al cantinero para que les llevara otro vaso y, mientras tanto, la señorita Ensworth jugueteaba bajo la mesa con el bolso que llevaba. Hasta entonces no se habían percatado. La señorita Ensworth tenía un cuerpo curvilíneo, suavemente exuberante, pero ninguno se había fijado en nada más.
Cuando el chico llegó con el vaso, Del sirvió media copa.
Ella lo aceptó con una tímida y tensa sonrisa y bebió un pequeño sorbo. Arrugó la nariz, pero valientemente tomó un trago más grande. Dejó el vaso sobre la mesa y miró a Del.
—Pregunté en la entrada y me lo dijeron. Siento mucho que el capitán MacFarlane no lo consiguiera.
Con el rostro pétreo, Del agachó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Si pudiera contarnos lo sucedido desde el principio —le rogó con las manos unidas sobre la mesa, nos ayudaría a comprender —«comprender por