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Un sueño hecho realidad. Betty NeelsЧитать онлайн книгу.

Un sueño hecho realidad - Betty Neels


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de ladrillos, pero no hay razón para que no tengamos un bonito jardín.

      –Tan sensata como siempre, Matilda –había dicho su madre con frialdad.

      Y menos mal que lo era, porque su madre no tenía intención de hacer de tripas corazón. La señora Paige había disfrutado de una vida desahogada como esposa de un vicario rural. Sí, en la vicaría habían contado con demasiadas habitaciones y, de no ser por Matilda, que había vivido con ellos y había asumido la mayor parte de las tareas domésticas, la señora Paige apenas habría tenido tiempo para cumplir con su papel de esposa del vicario. Un papel que había desempeñado a la perfección, por la posición social que la confería. Sin embargo, en aquellos momentos, se veía forzada a vivir en aquella aldea, en una casa minúscula, con apenas dinero para subsistir…

      Matilda abrió la verja del jardín y recorrió la senda de ladrillos que conducía a la puerta principal. El jardín estaba terriblemente descuidado; tendría que hacer algo mientras todavía hubiera luz por las tardes.

      –Soy yo –dijo al abrir la puerta, como tenía por costumbre, y al ver que nadie contestaba, abrió la puerta de la izquierda del estrecho pasillo. Su padre estaba sentado detrás del escritorio, escribiendo, pero levantó la vista al oírla entrar.

      –Matilda… ¿no me digas que ya es la hora del almuerzo? Precisamente ahora iba a…

      Matilda le dio un beso en los cabellos grises. Era un hombre de rostro benigno y buen corazón, que vivía dedicado a su familia y se contentaba con lo que la vida quisiera ofrecerle, y al que no le preocupaba de dónde salía el dinero para sobrevivir. Se había resistido a la jubilación, pero, cuando no le había quedado más remedio, había sabido aceptar el cambio con entereza.

      El hecho de que su esposa no estuviera nada contenta con las circunstancias presentes lo preocupaba, pero suponía que, con el tiempo, se adaptaría a su nueva vida. Matilda no le había dado problemas; su hija había aceptado todo sin objeciones. Simplemente había declarado que, si era posible, buscaría un trabajo.

      Después del colegio, Matilda había hecho un curso de taquigrafía y mecanografía, había aprendido a manejar un ordenador y a aplicar las reglas básicas de la contabilidad. Nunca había tenido oportunidad de emplear aquellos conocimientos, porque su madre la había necesitado en casa, pero se alegraba de poder incrementar la pensión de su padre. Había sido una suerte que la señora Simpkins le mencionara que el doctor Lovell necesitaba una recepcionista…

      Dejó a su padre con la promesa de llevarle un café y fue en busca de su madre.

      La señora Paige estaba en el segundo piso, en su dormitorio, sentada delante del tocador. Había sido una joven bonita, pero la mueca de descontento y el ceño de su rostro echaban a perder su atractivo. Se volvió al oírla entrar.

      –La peluquería decente más próxima está en Taunton, a kilómetros de distancia. ¿Qué voy a hacer? –miró a Matilda con enojo–. A ti te da lo mismo, eres tan insulsa…

      Matilda se sentó en la cama y miró a su madre. La quería, por supuesto, pero, en ocasiones, tenía que reconocer que era egoísta y caprichosa. La señora Paige no tenía la culpa, había sido hija única y consentida, y había enviado a Matilda a un internado, así que nunca se había sentido unida a su hija.

      Y Matilda lo había aceptado todo: el afecto vago de su padre, la falta de interés de su madre, la vida en la vicaría, su ayuda constante en el catecismo, en el bazar anual, en las partidas de cartas… Pero todo aquello había terminado.

      –He conseguido un trabajo en la consulta del médico –le dijo–. De media jornada, por las mañanas y por las tardes, así que tendré tiempo de sobra para hacer las tareas de la casa.

      –¿Cuánto piensa pagarte? La pensión de tu padre no es bastante, y yo no tengo ni un penique.

      Matilda le dijo la cifra y su madre repuso:

      –No es mucho…

      –Es el salario establecido.

      –Bueno, menos da una piedra… y tú no necesitas gran cosa.

      –No, la mayor parte la dedicaremos a la casa.

      –Pobre de mí –la madre de Matilda sonrió de repente–. ¿Podré disponer de algo yo también? Solo lo bastante para parecer la mujer de un pastor, y no una pobre ama de casa.

      –Sí, madre, ya se nos ocurrirá algo sin que haya que molestar a papá.

      –Espléndido, cariño –su madre era todo sonrisas en aquellos momentos–. Dame tu sueldo al final de la semana y yo me encargaré de distribuirlo como Dios manda.

      –Creo que ingresaré el dinero directamente en la cuenta de papá y apartaré lo bastante para ti y para mí.

      Su madre volvió a mirarse al espejo.

      –Siempre tan egoísta, Matilda. Siempre quieres salirte con la tuya. Cuando pienso en todo lo que he hecho por ti…

      Matilda ya lo había oído antes. Dijo:

      –No te preocupes, madre, quedará bastante para ti.

      Cruzó el pequeño rellano hasta su dormitorio, se sentó en la cama e hizo cuentas en el reverso de un sobre. Era consciente de que la pensión de su padre era insuficiente; si se apretaban el cinturón, dispondrían del dinero justo para comer y pagar las facturas; cualquier extra tendría que salir del pequeño capital de su padre… que había mermado considerablemente con los gastos de su enfermedad y de la mudanza.

      El vicario había recibido un talón de sus feligreses antes de marcharse de la vicaría, pero una buena parte se había empleado en comprar alfombras y cortinas, y en reformar el cuarto de baño de la pequeña casa al gusto de la señora Paige. Aunque de estilo funcional, el cuarto de baño podría haberse utilizado tal cual estaba, pero el padre de Matilda amaba a su esposa, no veía ningún defecto en ella y le había dado ese capricho.

      Matilda bajó a la pequeña cocina para hacer café y, mientras esperaba a que hirviera el agua, miró a su alrededor. Era una habitación desnuda, con una vieja cómoda contra una pared, una antigua cocina de gas y una lavadora recién instalada, que su madre había insistido en comprar. La mesa del centro era sólida y cuadrada, la misma que habían usado en la vicaría, y tenía cuatro sillas de respaldo alto alrededor. Junto a la pequeña ventana, había un armario destartalado en el que se acurrucaba el gato de la familia, Rastus. En cuanto tuviera un poco de dinero, decidió Matilda, pintaría las paredes de un suave color amarillo cálido, y un bonito mantel y un centro de mesa harían maravillas…

      Llevó el café al salón y encontró allí a su madre.

      –Le llevaré esto a papá –sugirió Matilda, y atravesó el pasillo hasta la pequeña habitación en penumbra situada detrás de la cocina, a la que grandiosamente denominaban despacho. Estaba muy desordenada, con montones de libros sobre el suelo, que esperaban la instalación de una estantería, y más libros desperdigados sobre el escritorio, que era demasiado grande para la estancia. Aun así, era el escritorio en el que el reverendo había trabajado toda su vida, y le parecía impensable deshacerse de él.

      El señor Paige levantó la vista cuando ella entró.

      –¿Matilda? Ah, el café. Gracias, querida –se quitó las gafas–. ¿Has salido esta mañana?

      –Sí, padre, tenía una entrevista con el doctor Lovell, el médico del pueblo. Voy a trabajar para él a tiempo parcial.

      –Muy bien, muy bien. Así conocerás a otros jóvenes y podrás llevar cierta vida social, espero. ¿No te supondrá mucho trabajo?

      –Qué va. Solo tendré que recibir a los pacientes, ocuparme de sus fichas y escribir cartas. Me gustará.

      –Y, además, te pagarán. Así podrás comprarte cosas bonitas, querida.

      Matilda bajó la vista a la mesa. Allí estaba la factura del gas y una nota del fontanero recordándoles que había arreglado los grifos de la cocina.


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