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Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria DahlЧитать онлайн книгу.

Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl


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      –Ese ha sido tu error. Una cerveza clara no siempre es sinónimo de suave. La India pale ale tiene un fuerte sabor a lúpulo. Se le añadía una dosis de lúpulo para conservarla cuando se enviaba en barco a la India, de ahí su nombre.

      –¡Ah, claro!

      Gwen asintió como si de verdad lo comprendiera. Pero la verdad era que había probado todo tipo de cervezas a lo largo de su vida y no le había gustado ninguna.

      –Prueba la cerveza ámbar –sugirió Jamie.

      –Vale –comenzó a volverse, pero Jamie alzó un dedo para detenerla.

      –Toma –le sirvió un vaso muy fino que parecía como el primo mayor de un vaso de chupito. Olivia miró el líquido dorado oscuro con inquietud. En realidad, no tenía la menor intención de probar la cerveza ámbar, pero a lo mejor él se había dado cuenta.

      –Adelante –insistió Jamie–. Te prometo que es más suave que la pale ale.

      Encogiéndose de hombros con un gesto de resignación, Olivia tomó el vaso y bebió un sorbo. Estaba ya haciendo una mueca cuando se dio cuenta de que no estaba tan mala.

      –Vaya.

      –¿Lo ves? Te lo he dicho.

      Una sonrisa de placer marcó las líneas de expresión de sus ojos y Olivia se dijo que el calor que fluía dentro de ella era producto de la cerveza.

      –¡No, no! –protestó cuando le vio servir un vaso de cerveza de color chocolate–. De ninguna manera.

      –¿No confías en mí?

      No podía estar preguntándolo en serio. ¿Quién demonios iba a confiar en un hombre como aquel, con aquellos chispeantes ojos verdes? De hecho, le resultaba ofensivo que estuviera coqueteando con ella como si de verdad pretendiera hacerlo. Como si ella pudiera tragarse que un joven como él pudiera sentirse atraído por una mujer de treinta y cinco años como ella. ¿Pensaría que estaba tan desesperada como para creerse una cosa así?

      Olivia alzó la barbilla y le quitó el vaso de las manos, ignorando el roce de sus dedos.

      –No confiaría en ti ni en un millón de años –contestó. Aun así, bebió un generoso trago de cerveza y se sorprendió al ver que no le lloraban los ojos. La verdad era que estaba bastante… suave–. De acuerdo, no está mal.

      –¿Alguna vez te he mentido?

      Olivia no pudo evitar echarse a reír. Agarró los dos vasitos de cerveza y se alejó de allí. Cada mirada de aquel tipo era una mentira, pero una mentira agradable por lo menos. Aun así, sabía que no debía permitirse disfrutar de sus mentiras en exceso. Ya había caído en eso en otra ocasión. Probablemente, aquello era lo único que Jamie Donovan tenía en común con Víctor, su exmarido. Su especial encanto.

      De modo que le resultó fácil dar media vuelta para regresar con su grupo de mujeres. Sin embargo, Gwen decidió ponerle las cosas difíciles.

      –Vaaaya –dijo, alargando las sílabas cuando Olivia se sentó–. Se te veía muy cariñosa con Jamie.

      –No es cierto. Solo estaba dándome a probar una cerveza. Eso es todo.

      Gwen tamborileó los dedos sobre uno de los vasos.

      –Dos cervezas.

      –Sí, dos cervezas. ¿Eso significa algo? ¿Hay un código secreto relacionado con las cervezas en Donovan Brothers? ¿Es como el lenguaje victoriano de las flores o algo parecido?

      Gwen se derrumbó sobre la mesa, riendo a carcajadas tan fuertes que terminó resoplando.

      –Espero que no tengas que conducir.

      –¡Qué va! Vivo a cuatro manzanas de aquí.

      –Puedo llevarte yo a casa –se ofreció Olivia.

      Gwen siempre le había caído bien, pero no habían comenzado a hablar entre ellas hasta que se había hecho público el divorcio de Olivia. Durante el año anterior, habían quedado para comer juntas una media docena de veces y Gwen le había confesado que a ella tampoco le resultaba fácil hacer amigas. Había señalado su cuerpo con un gesto que lo explicaba todo. Gwen era una rubia natural de largas piernas y atributos dignos del póster central de una revista. No era la clase de amiga que una mujer llevaba a casa para que conociera a su marido. Pero Olivia ya no tenía marido. Y prefería salir a comer con Gwen que volver a pensar en la posibilidad de una cita.

      Al final, Gwen se irguió en la silla y se secó las lágrimas de los ojos.

      –Deberías darle caña –dijo, señalando hacia la barra.

      –Sí, claro. Seguro que soy su tipo.

      –Creo que «su tipo» son las mujeres en general y tú estás dentro del grupo. Me parece que ese chico es una opción muy agradable para volver al mercado del sexo.

      –Pensaba que se trataba de volver al mercado de las citas.

      Gwen sacudió la cabeza.

      –Tienes todo un mundo nuevo ante ti, Olivia.

      –Mira, lo sé todo sobre ese mundo nuevo y no tengo ningún interés en convertirme en una asaltacunas, gracias.

      –Ya has sido una esposa trofeo. ¿Por qué no probar la otra cara de la moneda?

      Olivia se terminó una de las muestras de cerveza.

      –Yo no era una esposa trofeo. No tengo los atributos necesarios para ello –miró los senos de Gwen arqueando una ceja con un gesto elocuente.

      –Sí, pero Víctor tenía doce años más que tú, ¿verdad? Así que ahora te toca a ti ser la más joven.

      Aunque negó con la cabeza, Olivia desvió la mirada hacia Jamie.

      –¿Cuántos años tiene, de todas formas?

      –No estoy segura. ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? Todavía está en su primera juventud.

      –¡Dios mío! Es solo un bebé.

      Pero, al parecer, ella era la única que lo pensaba. Entre risas ahogadas, una de las mujeres se acercó al billar y metió las dos monedas que hacían falta para una partida. Olivia la miró, confundida por su exagerada alegría, hasta que la mujer, ¿se llamaba Marie?, se irguió y miró hacia la mesa con el ceño fruncido.

      –¡Jamie! –gritó–. La mesa de billar está llena.

      Jamie rodeó la barra, secándose las manos en un trapo de cocina.

      –Se ha tragado las monedas, pero no ha salido ninguna bola –le explicó Marie.

      –Bueno, será mejor que le eche un vistazo.

      Se echó el trapo al hombro y se agachó y Olivia comprendió por fin de qué iba todo aquello. La falda escocesa se le levantó un poco, mostrando algunos centímetros de su musculoso muslo y, aunque a Olivia le pareció una treta de lo más infantil, ella miró como todas las demás.

      Se preguntó cómo sería el tacto de aquellos muslos. Seguro que eran duros. Fuertes. Y seguro que sería una delicia saborearlos.

      Jamie le dio un puñetazo al mecanismo de las monedas y tiró varias veces de él. Sus músculos se tensionaban y se relajaban con cada movimiento.

      ¡Dios santo!

      –¡Ah! Aquí está el problema –dijo Jamie–. Has metido una moneda de cinco centavos.

      –¡Ay, qué tonta!

      Jamie le tendió la moneda y comenzó a levantarse, pero recorrió la habitación con la mirada hasta cruzarla con la de Olivia. Arqueó las cejas al tiempo que bajaba la mirada hacia sus rodillas desnudas.

      –Nos ha pillado –susurró Gwen, mientras las dos volvían la cabeza hacia la mesa.

      –Marie no debería haber hecho eso –replicó


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