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Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten. Victoria DahlЧитать онлайн книгу.

Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl


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la voz de Jamie, sonando justo tras ella, la interrumpió.

      –Es increíble. Cada vez sois más perezosas. Hace cuatro meses ya utilizasteis este truco. ¿Qué tal un poco de originalidad para la próxima vez?

      –¡Ay, Jamie! –exclamó la mitad de la mesa con obvia decepción.

      –Y procurad no romperme el billar.

      Era adorable. Como un cachorro. Pero Olivia mantenía los ojos fijos en la mesa.

      –¿Ya estás lista, Gwen?

      –¿Para irme? Pero si son solo las ocho.

      ¿Las ocho? Aquellas dos horas se le habían pasado volando. Se había divertido de verdad. Pero todavía tenía que ir a la compra, poner una lavadora y prepararse para meterse en la cama a las diez y media. Se levantaba todas las mañanas a las seis y media. Sin excepción.

      –Sé que soy patética, pero tengo que irme. ¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa? No me gusta la idea de que vuelvas andando.

      –Ya encontraré a alguien que me lleve, no te preocupes. Nos veremos mañana en la universidad, ¿de acuerdo?

      Olivia agarró el bolso y se levantó para no correr el riesgo de dejarse atrapar otra vez por la conversación. Y, por una vez, la posibilidad de que la atrapara era real. Aquellas mujeres eran simpáticas, amables y divertidas. Ninguna de ellas había sacado el tema del divorcio. No había sido objeto de miradas malintencionadas. Nadie le había preguntado con sarcasmo que dónde estaba viviendo. Parecía caerles bien de verdad.

      De hecho, todas expresaron su decepción ante su marcha. Algunas se levantaron para abrazarla antes de que se dirigiera hacia la puerta.

      –Entonces, ¿cuál será el libro del mes que viene? –preguntó Olivia, haciéndolas reír a carcajadas.

      –¡El Kama-Sutra! –gritó una de ellas.

      Y Olivia cedió a la tentación de enseñarles el dedo índice. Respondió con una risita a sus carcajadas de indignación y se dirigió hacia la puerta. Por supuesto, allí estaba Jamie Donovan, con la mano en el picaporte.

      –Te lo recomiendo con entusiasmo –dijo mientras mantenía la puerta abierta, dejando entrar una ráfaga de aire frío–. El Kama-Sutra, quiero decir.

      –Estaba de broma –le aclaró Olivia.

      –Yo no.

      Olivia se vio envuelta en una extraña mezcla de alegría y pura vergüenza, pero no quería limitarse a sonrojarse y pasar de largo. Así que optó por aceptar su desafío y recorrerle de los pies a la cabeza con la mirada. Estaba adorable, sosteniéndole la puerta con el brazo estirado.

      –Mucho hablar, pero… –dijo mientras pasaba por delante de él con una confiada sonrisa, intentando ignorar cómo temblaban las notas del libro, sacudidas por el viento.

      –Buenas noches, Olivia –gritó Jamie tras ella–. Te veré el mes que viene.

      Y era muy posible que lo hiciera, se dijo Olivia.

      2

      Jamie Donovan miró receloso a su alrededor mientras cruzaba el campus. No había muchas posibilidades de que se encontrara con alguien de su familia. Su hermano y su hermana estaban trabajando en la cervecería y hacía mucho tiempo que habían terminado sus respectivas carreras universitarias. Él también se había graduado mucho tiempo atrás, pero había vuelto a la universidad y entraba en el campus a hurtadillas, como si fuera una chica que se hubiera saltado la hora de llegar a casa.

      No sabía por qué se ponía tan nervioso. A nadie, y menos aún a sus hermanos, le había importado que hiciera un curso sobre el control de alimentos y bebidas. Les había sorprendido, sí, pero de forma favorable. Al fin y al cabo, él era el garbanzo negro de la familia. El único que no se tomaba nada en serio y sacaba siempre las notas raspadas. Por eso tenía tanto miedo. Si uno intentaba algo podía fracasar y Jamie tenía todo un historial de fracasos.

      Consiguió encontrar la clase sin problema y sintió una ligera decepción al entrar. Esperaba encontrarse con un aula de cocina con todo tipo de electrodomésticos y amplias zonas para la preparación de alimentos. Pero aquello no era un aula de cocina y la clase tenía el aspecto de una sala de conferencias: asientos en pendiente, paredes grises, una pizarra blanca y un ordenador en la mesa del profesor. Y solo unos cuantos estudiantes hasta entonces. Miró el reloj. Todavía faltaban diez minutos. Estaba tan nervioso que había llegado muy pronto.

      Decidió sentarse en la parte de atrás del aula y sacó el teléfono para revisar los mensajes recibidos. Pero no tenía nada. Cuando surgía algún problema en la cervecería, todo el mundo le consultaba a su hermano mayor, Eric. Y Tessa, su hermana, solo le llamaba cuando él se metía en líos, algo que no tenía que hacer bajo ningún concepto. Había sido bueno. Muy bueno. Mejor de lo que todo el mundo pensaba. Ni siquiera aquel desastre que había ocurrido dos meses atrás con Mónica Kendall había sido culpa suya.

      Bueno, técnicamente sí había tenido la culpa, pero estaba intentando hacer las cosas bien. Aunque ni siquiera se había tomado la molestia de contarlo. No, había ido demasiado lejos como para intentar justificarse mediante explicaciones.

      Necesitaba cambiar de vida y aquellas clases iban a ayudarle a hacerlo.

      Miró de nuevo el reloj y abrió el ordenador portátil, preparándose para tomar notas. Esperaba con todas sus fuerzas que aquel curso fuera tan práctico como prometía su descripción. Porque si comenzaban a contarle la historia socioeconómica de los restaurantes tendría que largarse. No había reorganizado todo su horario de trabajo para comprender el lugar que ocupaba en la historia de la restauración. Tenía un proyecto que sacar adelante. Tenía grandes planes.

      La puerta que tenía tras él se abrió y Jamie alzó la mirada al ver que alguien entraba. Y volvió a mirar.

      No podía ser.

      La sorpresa inicial dio paso a una sonrisa de placer. Era aquella mujer tan puritana del club de lectura. Amelia. No, Olivia. Sí, eso era. Aquel día parecía incluso más conservadora, con un vestido gris y una chaqueta de punto de color azul. El pelo lo llevaba tan peinado y brillante como la vez anterior, pero se había puesto también unas gafas pequeñas de montura negra. Era tan… pulcra. A Jamie le entraron unas ganas casi irresistibles de revolverle el pelo, como le había pasado la noche que la había visto en la cervecería. Comparada con las mujeres del club de lectura le había parecido fría, elegante y reservada.

      Antes de que tuviera oportunidad de ceder a la tentación de revolverle el pelo, pasó por delante de él. Y fue una suerte, porque podía imaginar cómo habría reaccionado en el caso de que hubiera alargado la mano para tocarla.

      Estuvo a punto de soltar una carcajada, pero le distrajo el hecho de que Olivia no se sentara en los asientos destinados a los alumnos, sino que continuara avanzando hasta la mesa que había en la parte delantera de la clase y dejara allí los papeles y el ordenador portátil.

      ¡Mierda! La puritana señorita Olivia era su profesora.

      En realidad, no pretendía nada cuando había estado coqueteando con ella la semana anterior, pero deseó haberse esforzado más. Porque no recordaba haber vivido una situación tan excitante.

      Olivia se ajustó las gafas y se alisó la chaqueta. Jamie se fijó en lo delgada que parecía con aquel vestido. No era una mujer pequeña; si no recordaba mal, tenía una altura media. Debía de andar por el uno sesenta y cinco, pero la delgadez de sus caderas y la delicadeza de sus brazos la hacían parecer más pequeña. Y no porque no fuera una mujer dura. Su mirada no había vacilado un instante cuando se había despedido de él.

      Aquellos mismos ojos estaban recorriendo el aula, pero no parecieron fijarse en Jamie. Él intentó no sentirse ofendido.

      –Bienvenidos al curso de Desarrollo y Dirección en Restauración –dijo con una voz que resonó con claridad en el aula–. Me llamo


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