Educación, filosofía y política en la Argentina 1560-1960. Juan Carlos Pablo BallesterosЧитать онлайн книгу.
el orden de las ideas, en religión, economía, política y filosofía, principalmente desde 1750 se produce el enfrentamiento entre el pensamiento tradicional, en franca decadencia en su manifestación de la escolástica tardía, que se limitaba a reiterar las interpretaciones cada vez más alejadas de las fuentes que le habían dado brillo a comienzos del siglo XVI, y las ideas iluministas, la mayor parte de ellas de origen francés, pero que, hasta Carlos III, no incidieron mayormente en la vida cotidiana. El Iluminismo, sobre todo el de origen francés, se caracterizó por un optimismo en el poder de la razón que independizaba al hombre de dogmas y religiones, adhiriendo en política al republicanismo. En España la ilustración no tuvo todas estas características, sobre todo porque a diferencia de los otros ilustrados europeos, los españoles casi todos pertenecieron al gobierno, por lo que no renunciaron a los principios monárquicos y no manifestaron abiertamente su rechazo a la Iglesia católica. Algunos incluso se mantuvieron devotos en su catolicismo. Entre estos ilustrados a la “manera española” se encuentra Pedro Rodríguez, conde de Campomanes (1723-1803), apasionado por el progreso de las artes y de la industria. Fue ministro de Hacienda de Carlos III y algunas de sus medidas lo enfrentó con la Iglesia, ya que sostenía que había que entregar a agricultores no propietarios las tierras sin cultivar de la Iglesia. Sus ideas educativas fueron coherentes con estos principios económicos. En 1774 publicó su obra Discurso sobre el fomento de la industria popular, y en 1775 Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento. También debe mencionarse, en la segunda mitad del siglo, a Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), quien quiso vincular los valores de la tradición con las nuevas ideas de libertad y de bienestar económico. Era partidario de reformas que se apoyaban en el pensamiento de los fisiócratas Quesnay y Turgot, que consideraban a la tierra como principal fuente de riqueza, y en el liberalismo de Adam Smith.
Los cambios de orden intelectual que se produjeron en España obedecieron más a la falta de renovación del pensamiento tradicional que a la pujanza de ideas nuevas. En Teología poco se había adelantado, perdiéndose incluso la frescura de los sistemas de Suárez y de Vitoria, repetidos en manuales cada vez menos fieles a sus pensamientos originales. Tomás de Aquino había caído en un olvido total, y apenas se transmitían algunas ideas pretendidamente tomistas en la formación del clero. Al adelanto del conocimiento científico realizado en otros países de Europa en el siglo XVII, España lo ignoró casi totalmente. A esto debe agregarse la notoria decadencia de las universidades españolas peninsulares. Vicente Sierra escribió al respecto: “No se puede negar que la Universidad española llega a un alto punto de decadencia a mediados del siglo XVIII.”39 Hubo un rechazo de renovación de los estudios universitarios, como si se poseyeran verdades absolutas que no podían actualizarse. Cuando en 1770 Carlos III ordenó a las universidades que elaboraran nuevos planes de enseñanza, la Facultad de Derecho de Salamanca contestó que no necesitaba ninguna modificación, ya que le bastaba con ser el baluarte inexpugnable de la religión.40 Sin embargo, en 1788 Salamanca incorporó a sus estudios la matemática y el método experimental, y las cátedras de derecho agregaron a los juristas clásicos el análisis de las obras de Samuel Pufendorf, Montesquieu y hasta Rousseau, al punto de que de Salamanca salió la mayor parte de los legisladores que redactaron la Constitución liberal de Cádiz en 1812 (conocida popularmente como La Pepa). Como había sucedido en otros países de Europa en el siglo XVI y XVII, los pocos adelantos científicos y las nuevas ideas se habían discutido fuera de las universidades, en academias, correspondencias y tertulias particulares.
La realidad americana no era exactamente así. A diferencia de la metrópoli, tanto dentro como fuera de las universidades el pensamiento se enriquecía frecuentando los textos originales de Tomás de Aquino, Vitoria, Suárez y los autores modernos, cuyas obras circulaban en los ambientes de jóvenes intelectuales tratando de no llamar demasiado la atención de las autoridades, que gracias al centralismo borbónico ya no eran locales sino en su mayoría peninsulares. Comienza de ese modo una fractura entre Hispanoamérica y el afrancesamiento de la monarquía. España ya no vivía en continuidad con su propia tradición sino bajo la influencia de ideas políticas y económicas que le llegaban desde fuera, con lo que su prestigio fue cada vez menor para los criollos. Pero el aspecto más significativo fue que la consideración por parte de la monarquía de las provincias americanas modificó su finalidad: el objetivo religioso se fue olvidando y el buen trato de los indios –aunque fuese meramente declarativo– quedó subordinado a conveniencias políticas y económicas. Así la monarquía cortó los vínculos con la tradición pero no pudo reemplazarla por nada que estimulase la adhesión de los criollos, al mismo tiempo que las antiguas provincias de ultramar se transformaron en dominios. Carlos III comenzó a llamarlas colonias, de acuerdo al modelo inglés y francés, considerándolas meros factores de enriquecimiento de la metrópoli.
Los americanos en general fueron reacios a modificar su condición anterior, la de vasallos de la Corona y no la de súbditos de un Estado que ahora no los reconocía como iguales sino como gentes inferiores que no podían gobernar sobre sus propios asuntos. La antigua distinción entre españoles americanos y españoles peninsulares ya no era reconocida por la nueva administración del Estado. Así, fue el rechazo del despotismo ilustrado, totalmente ajeno a las necesidades americanas, y el nacionalismo criollo, más que la Ilustración, el agente que activó las revoluciones hispanoamericanas.41 Quedaron así diferenciadas dos Españas, cada vez más distintas: la metropolitana y la americana, siendo la americana más española que la otra.
Las teorías de la soberanía popular (Suárez) y de la resistencia a la tiranía (Vitoria) fueron preservadas en las universidades hispanoamericanas y se hicieron presentes cuando Fernando VII se inclinó ante los mandatos de Napoleón. Y la conciencia de rivalidad entre los metropolitanos y los americanos “era tan intensa entre los clérigos como en el resto de la población.”42 El clero también estuvo dividido entre los peninsulares y los criollos. Los primeros vieron la obediencia a la monarquía y el rechazo de los movimientos independentistas americanos casi como imperativos morales. Pero la Iglesia en América no lo vio de ese modo.43 En la historia de la educación en nuestros territorios el intenso debate interno en la Iglesia del siglo XVIII no fue advertido y solamente dio cuenta de la lucha entre “la Escolástica y la Ilustración”.44 Observa Chiaramonte que en los estudios que Juan Probst dedicó a la historia de la educación colonial esta polémica interna de la Iglesia es casi inexistente.45
El clero estaba subordinado a la Corona y se ha hablado del regalismo de los Austrias, que encuentra su prolongación con Felipe V y Fernando VI, endureciéndose con Carlos III. Pero en realidad en la época de los Austrias lo que existió fue el Patronato, que tuvo lugar ante la imposibilidad de la Santa Sede de sostener económicamente la empresa de evangelización en América, tarea asumida por la Corona, que cobraba los diezmos, fundaba diócesis y enviaba religiosos, dando cuenta de todo esto a Roma. Este Patronato con los Borbones se transformó en un verdadero galicanismo, que tomaron de Francia, por el cual se subordinaba la Iglesia al Estado. Así, las reformas de los Borbones en asuntos religiosos estuvieron relacionadas “con la consolidación de la potestad de las monarquías en sus respectivos territorios, en detrimento de otras fuentes de poder político y religioso”.46 Sin embargo, en América la ilustración no alteró la catolicidad de la población.
Un momento particular fue la expulsión de los jesuitas por Carlos III en 1767, influenciado por sus consejeros más cercanos que eran enemigos de la Compañía como Campomanes, el conde de Aranda y Floridablanca. El decreto de expulsión fue un exponente de la arbitrariedad en que podía caer el poder real absoluto. El hecho de que Carlos III, un hombre personalmente piadoso, no experimentara dudas sobre su resolución indica cuán profundo había incorporado su sentido de omnipotencia. Al mismo tiempo se había desarrollado en la corte un sentimiento antirreligioso. No fue ajena a la expulsión de los jesuitas la acción de Manuel de Roda y Arrieta, ministro de Justicia y antiguo alumno de la Compañía, con los ya mencionados Campomanes, Floridablanca y el conde de Aranda, que fue el primer Gran Masón español.47 No obstante, Campomanes cambió mucho su actitud sobre la Iglesia en su vejez, Floridablanca terminó su vida entregado a la piedad y Roda legó su biblioteca al Seminario de Zaragoza.48 Esto parece darle la razón a don Miguel de Unamuno, quien escribió que en su vejez algunos hombres “terminan entregados a las copas y a las misas”.
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