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Un puñado de esperanzas 3. Irene MendozaЧитать онлайн книгу.

Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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en que la conocí, aquella lejana tarde, cuando la fui a buscar al teatro donde trabajaba, en calidad de chófer.

      Me había sabido a poco, pero me puse de pie y ayudé a Frank a levantarse del capó del coche aferrando sus manos. Ella me abrazó temblorosa y cálida y yo tomé su rostro encendido para besarla con toda la ternura del mundo antes de vestirnos de nuevo y coger el ascensor para entrar en casa, intentando parecer dos buenos padres castos y formales.

      —Creo que no va a colar —dijo Frank con una risita—. Tienes las orejas rojísimas.

      —Y tú estás toda sonrojada y guapísima —susurré volviéndola a besar apretándola con fuerza contra mi pecho.

      Nuestra hija no podía entender lo mucho que nos costaba a su madre y a mí mantener una sana vida sexual con tres hijos de más de quince, once y nueve años. Era mucho más complicado que cuando eran pequeños. Se había vuelto una misión imposible tener sexo no silencioso en nuestra casa y solíamos recurrir a escapadas y momentos robados a la jornada para podar dar rienda a nuestros apetitos carnales más ruidosos. Aquello tenía su parte buena porque a ambos nos han gustado siempre los lugares extraños en los que podíamos ser vistos. Creo que nos pone, qué le vamos a hacer. Pero he de reconocer que donde mejor se hace el amor es en la propia cama de uno.

      Charlotte estaba en el salón, bailoteando y escuchando música con los auriculares puestos, y aquella pinta de Madonna en los 80 que se había vuelto a poner de moda casi cincuenta años después. Ni nos oyó entrar. Al notar nuestra presencia dejó de moverse, se volvió y nada más vernos hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo.

      —Charlotte, es tarde. Deberías estar ya en la cama, ma chérie —dijo Frank casi gritando para que nuestra hija nos oyera.

      —Mañana es sábado —refunfuñó.

      —Ya es sábado, hija. Son más de las doce —apunté haciéndole un gesto para que se quitara los auriculares—. No quiero que te levantes a las tantas. Hemos quedado para comer con tu abuela.

      —¡Yo tenía planes! ¡No es justo! Nunca me preguntáis.

      —No chilles. Seguro que puedes hacerlos otro día. Y apaga la música, por favor —dijo Frank.

      Nuestra hija adolescente obedeció resoplando y se encaminó a su habitación pasando a nuestro lado.

      —Anda, cariño, dale un beso a tu madre —le pedí con suavidad y toda la paciencia del mundo.

      Lo hizo, pero pasó de largo ante mí. Justo antes de entrar en su dormitorio se volvió hacia nosotros y mirándonos de arriba abajo se dirigió a Frank:

      —Mamá, te has puesto mal la falda. Tienes la cremallera delante.

      Y ambos nos miramos entre asombrados y avergonzados antes de echarnos a reír.

      Capítulo 3

      Più Bella Cosa

      Después de un largo día de labor, la casa estaba en silencio por fin. Frank se había quedado dormida en el sofá, con el portátil encendido sobre su regazo mientras repasaba unos documentos relacionados con la Academia de Arte.

      Me quedé sentado en la esquina del sofá, junto a sus pies descalzos, y le retiré el portátil que amenazaba con caerse en cualquier momento. Lo dejé en el suelo y me dediqué a observarla. Estaba apaciblemente dormida, preciosa, con una camisola que se le abría en el escote y me permitía ver uno de sus maravillosos pechos. De pronto me apetecía acariciárselos, pero preferí aguardar y continuar contemplándola. No tardó mucho en despertarse. Nada más abrir los ojos se encontró con los míos y sonrió con dulzura, haciendo que doliese de puro amor por ella.

      —Me he dormido —bostezó—. ¿Es tarde?

      —Sí, los niños ya duermen, pero me daba pena despertarte —susurré acariciando sus piernas desnudas.

      —Estaba revisando algunas cosas de la academia —dijo incorporándose con cara de preocupación.

      —¿Y? —pregunté acariciándole un hombro.

      —No me salen las cuentas. Se han retirado otros dos inversores este mes pasado y necesitamos más capital o estaremos en serios problemas.

      —He estado revisando los papeles que me dejaste —asentí—. Lo peor de todo es que mi madre tampoco anda muy boyante. Los últimos proyectos de Estudios Kaufmann han sido un auténtico fracaso y no ha recuperado la inversión. Así que mi participación como accionista no sirve de nada.

      —Lo sé. La dichosa crisis está pudriéndolo todo. La gente lo está pasando muy mal y por eso mismo no quiero dejar a ningún alumno que lo merezca sin su beca. Hay verdadero talento en esos chicos y chicas. El único problema es que han nacido en el lugar equivocado.

      —Hay unos cuantos que son geniales. El trimestre pasado, en las clases de improvisación de jazz, me encontré con verdaderos talentos. Por cierto, uno de ellos es D’Shawn. Tiene muy buen oído y compone sobre la marcha.

      —Sí, pero ya sabes lo que opinan Pocket y Jalissa sobre lo de dedicarse al mundo del espectáculo.

      —Como todos los padres del mundo, amor.

      Me gustaba dar algunas clases que Frank denominaba magistrales. No las impartía durante todo el año y tampoco cobraba. Solo lo hacía por el placer de tocar el piano, como cuando animaba a la clientela en el pub de Sullivan.

      —Cambiando de tema. He estado pensando en hacer una recaudación de fondos o algo así, pero sé que toda esa gente del Upper East Side no va a aportar un solo dólar. Los conozco. Si no obtienen un beneficio rápido no colaborarán. Las donaciones desinteresadas y anónimas que nosotros necesitamos no les importan. Y yo no quiero dar protagonismo a los benefactores, como en otras escuelas, sino a los alumnos.

      —Sí, ya sé lo que opinas de la caridad, que es indigna.

      —Además… —suspiró Frank—. Me he labrado una reputación peligrosa con los años.

      —Ya, anti-Trump y todo lo que representaba.

      —Y lo que aún representa. Sí, algunos me ven como una peligrosa comunista —sonrió con ironía.

      —¿Tal vez en Hollywood? —sugerí.

      —Si hay bebida gratis y fotógrafos, puede —rio Frank.

      Sonreí acariciando su mejilla. Frank era la persona más lúcida e inteligente que había conocido y también la que tenía un corazón más grande. Ella veía el mundo tal y como era y aun así nunca perdía la fe. Por eso era mi esperanza y la medicina para el cinismo heredado de mi madre y el pesimismo de mi padre.

      Bostecé y Frank me miró con ternura. Era viernes y estaba agotado tras toda una semana de ir y venir de fiestas escolares de fin de curso al parque, de llevar a Korey y a Valerie a sus clases particulares, de labores de amo de casa y de machacarme en el gimnasio de Joe.

      Lo habíamos decidido así. Frank era quien iba a trabajar a la Academia de Artes Escénicas cada día, solo por las mañanas. Por las tardes trabajaba en casa y yo me ocupaba de las cosas del hogar y los niños.

      Nunca hubo ningún problema. Era nuestro pacto. Éramos un equipo. Me sentía afortunado de ver crecer a mis hijos, de cuidarlos y educarlos. Era un privilegio que muy pocos padres conocen. Además, ninguno de los dos habíamos tenido esa suerte y siempre tuvimos claro que estaríamos cerca de nuestros tres hijos, viéndolos crecer. Pero últimamente Frank estaba más pendiente de los asuntos de la academia porque las cosas no iban bien y se sentía mal por ello.

      —Encontraremos la solución, amor —dije volviendo a bostezar.

      —Estás cansado. ¿Por qué no te has ido a la cama? —preguntó acariciando mi pelo.

      —Porque no me gusta irme sin ti. Te estaba esperando. No me gusta dormir solo.

      —¡Oh, Mark!


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