Un puñado de esperanzas 3. Irene MendozaЧитать онлайн книгу.
en el ático de nuestra casa, un antiguo edificio industrial reformado con garaje y tres plantas en Astoria, al noroeste de Queens, frente a Manhattan.
A mí lo que me gustaba de verdad del barrio, aparte de que no tenía ese divismo pijo del Upper East Side, era el Astoria Park, para hacer picnic con Frank y los niños cuando llegaba el buen tiempo. Estaba junto al East River y desde allí se veía cómo se encendían las luces al atardecer, porque os puedo asegurar que Manhattan es más hermoso desde lejos, al otro lado.
Todo estaba en calma. Nos acostamos y Frank se acurrucó de espaldas a mí, entre mis brazos, sabiéndose amada y a salvo.
—Saldrá algo, ya lo verás —le susurré besando su pelo.
—Es verdad. Siempre lo hace —susurró con una sonrisa, terminando mi frase.
Yo la envolví con mi cuerpo, cerré los ojos respirando el aroma de su piel y sintiendo su calor me quedé dormido como un bebé, escuchando de fondo el constante zumbido del tráfico que cruza de Queens a Manhattan y el latido de su corazón, al compás del mío.
Así fue. La solución llegó días después. Charlie, mi madre, nos ofreció la oportunidad de promocionar la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore, dedicada a la memoria de la madre de Pocket, que casi había sido una madre para mí de niño, cuando la mía se fue a probar fortuna a Hollywood abandonando a mi padre alcohólico.
El único inconveniente era que la gala en la que íbamos a participar para intentar recaudar fondos privados era en la embajada americana en Venecia, al otro lado del mundo. Charlie había movido los hilos entre sus amistades del mundo del cine para conseguirlo y nos había incluido en aquella fiesta que tenía que ver con el famoso festival de cine casi centenario que se celebraba en Venecia.
—¿Y por qué no me lleváis con vosotros? Cuando era niña lo hacíais —dijo Charlotte.
—No, chérie. Ya no lo eres y tienes que ser responsable. Estás a final de curso y debes quedarte aquí. Primero son tus estudios —dijo Frank.
—¡Pero yo quiero ir a Venecia, mamá! —se quejó Charlotte amargamente.
Frank me miró para que interviniera.
—Solo va a ser un fin de semana y no son unas vacaciones. Vamos por negocios.
—No os molestaré. Venga… —dijo haciendo un puchero.
—No, Charlotte. La abuela está de vuelta en Los Ángeles, así que te quedarás con Jalissa, como siempre. Ya está decidido —dije intentando zanjar la situación.
—¡Es injusto! ¡Me tratáis como a una cría! —gritó Charlotte.
Nuestra hija mayor bufó de rabia y se metió en su habitación dando un portazo.
Charlotte llevaba tiempo anclada en aquella espantosa edad que llaman adolescencia y he de reconocer que yo la soportaba mucho peor que Frank. Echaba de menos a mi risueña hija, a mi niña pecosa de rizos caobas que desapareció de la noche a la mañana tres años atrás para convertirse en una iracunda jovencita que llevaba cinturones anchos en vez de faldas, camisetas ceñidas y rotas, que escuchaba una música espantosa heredera de algo que llamaban Trap y que siempre parecía molesta conmigo y de mal humor con el planeta en general. A su favor, he de decir que tocaba el piano maravillosamente, la guitarra, la flauta irlandesa y había conservado un gusto familiar por las canciones que ella denominaba «viejunas».
Al contrario que su hermana, Korey y Valerie no opusieron resistencia a nuestros planes. Ellos terminaban las clases dos semanas antes que Charlotte y se iban a las montañas de campamento, con otros compañeros de clase, ese mismo viernes. Además, ambos tenían un carácter mucho menos contestatario que su hermana mayor.
Así que preparé una pequeña maleta con cuatro cosas mientras Frank llenaba dos de las suyas con todo tipo de «por si acasos» y viajamos a la vieja ciudad de los canales.
La fiesta tuvo lugar el día de nuestra llegada a Venecia. Nos alojábamos en un palazzo de estilo gótico veneciano del siglo XV reconvertido en hotel. La elegante suite con vistas al Gran Canal era de apariencia antigua, pero todo lo moderna que debía ser al tratarse de un lujoso hotel de cinco estrellas.
Deshicimos la maleta, llamamos a Jalissa, para comprobar cómo estaba Charlotte, porque nuestra hija no nos cogía el teléfono y tras una breve charla con ella rezongando, que logramos gracias a la propia Jalissa, salimos a comer porque lo mejor de una ciudad tan antigua y bella como Venecia, como dice Frank, es callejear.
Acabamos entrando a una pequeña librería de viejo donde compré un libro sobre Venecia y Casanova y terminamos el paseo comiendo pizza en una placita perdida entre los canales. Allí ojeé el libro que me pareció sumamente interesante.
—¿Sabías que el tal Casanova era un tipo muy alto?
—No, chéri, no tenía ni idea —me dijo Frank distraída, sentada en aquella coqueta terraza con sus gafas de sol de estrella de cine.
—Pues verás —dije acercándome más a ella y leyendo del libro—. Al parecer medía un metro noventa, que era algo raro en aquella época. Era rubio, de torso corpulento, mirada cristalina de ojos claros y nariz aguileña. Aunque su vida sexual fue muy animada, no le gustaba participar en las orgías, que eran populares entre la alta sociedad. Y le encantaba la gastronomía, en especial las ostras. Al parecer le gustaban con locura. Aquí dice que la gastronomía, o mejor la comida, le permitía ciertos juegos eróticos, como por ejemplo el pase de ostras de su boca a la de la dama o dejarlas resbalar por entre sus senos.
—Vaya… —dijo Frank cada vez más interesada—. Un hombre grande y apuesto, el reservado de un restaurante, una dama dispuesta y ostras francesas. Adivina el desenlace.
—A ti te encantan —susurré. Frank asintió con una espléndida sonrisa y yo continué leyendo, alejando un poco el libro para poder apreciar bien las letras con mi vista cansada—. Fue conocido mundialmente por colarse entre las faldas de un gran número de mujeres. Alrededor de unas ciento veinte señoras, para ser más exactos. Gozaba de un feroz apetito y era un perfecto cronista gastronómico.
—Comer, luego amar. O amar comiendo —dijo Frank apoyando su hombro en mi brazo—. Siempre he pensado que los hombres a los que les gusta comer y cocinar son buenos amantes.
—¿Y las mujeres? —sonreí porque sabía que se estaba refiriendo a mí. Yo soy de esos a los que es mejor comprarles un traje que invitarles a comer.
—Igual —me sonrió con picardía.
Era cierto, Frank era golosa por naturaleza y siempre le ha encantado comer, tiene un paladar exquisito y bien entrenado en la gastronomía. Me ha enseñado cocinas exóticas que no conocía y con ella he probado platos deliciosos. A ambos nos gusta comer y hacer el amor sin medida.
—¿Tú has seducido a tantas como Casanova?
—No, que va —negué con la cabeza riéndome.
—¿A cuántas, chéri? Nunca me lo has dicho —dijo acariciando mi hombro.
—No lo sé. Nunca me paré a contar. Ni a la mitad, supongo, y no es algo que me guste recordar, lo sabes —dije besando sus labios—. Pero ahora… tengo una duda y creo que tú me la vas a aclarar.
—Dime.
—¿Qué crees que tendría el tal Casanova de especial para seducir a tantas mujeres?
—¿A parte de la buena planta? Pues… seguramente era un hombre que sabía escuchar, buen conversador y que las hacía reír. Ah, y se tomaría su tiempo, sería un buen amante, nada egoísta, de ahí su fama entre las señoras. Porque fueron ellas las que se la dieron. Me imagino que aquellas damas de la nobleza hablarían entre ellas de su amante, el de las ostras que no las dejaba a medias, y así se fue creando la leyenda. Y seguramente…
Yo asentí escuchándola, divertido con sus conclusiones. Para mí, gran parte del atractivo de Frank radicaba en que era muy ingeniosa y me