Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy WilliamsЧитать онлайн книгу.
–¿Cómo vas a saber dónde está la entrada posterior?
En ese momento se sintió inclinado a explicarle la relación que mantenía con la anfitriona. Era evidente que ella no tenía idea de su identidad y prefirió que siguiera así. Al menos por el momento. Había conocido a suficientes mujeres en la vida a quienes su dinero les resultaba un afrodisíaco. A veces resultaba divertido. Aunque la mayoría aburría.
–No has llegado a decirme cómo te llamas –le comentó, cambiando la conversación, y al mirarla vio que se ruborizaba y que parecía consternada.
–Cristina. ¡Cielos, qué grosera soy! ¡Acabas de rescatarme y yo ni siquiera soy capaz de presentarme! –trató de no quedarse boquiabierta y de actuar como la mujer de veinticuatro años que era.
Sin embargo, todos los intentos de sofisticación eran frustrados por su personalidad intrínsecamente jovial y su naturaleza impresionable. Había conocido a muchos hombres a lo largo de su vida por su educación privilegiada en Italia, y luego por quedarse con su tía en Somerset al ir al internado. Pero la experiencia que tenía con ellos en un plano de intimidad era limitada. De hecho, inexistente, por lo que jamás había llegado a adquirir el cinismo que surgía con el corazón roto y las relaciones fallidas. Poseía una inagotable fe en la bondad de la naturaleza humana y, por ende, se mostraba imperturbable a la reacción poco acogedora de él a su charla.
–¿Cómo te llamas tú? –preguntó con curiosidad.
–Rafael.
–¿Y de qué conoces a María?
–¿Por qué te preocupa tanto la clase de impresión que causes? ¿Conoces a la gente que estará en la fiesta?
–Bueno, no… Pero… No soporto la idea de entrar en una habitación llena de gente con las medias rotas y el pelo por toda la cara –miró sus manos y suspiró–. Y también mis uñas están hechas un desastre… y pensar que ayer mismo fui a hacerme la manicura –sintió que se le humedecían los ojos por cómo había estropeado su aspecto y con decisión contuvo las lágrimas.
El instinto le advirtió de que se hallaba en presencia de un hombre que probablemente no recibiría de buen grado la visión de una desconocida chillando en su coche.
Pero se había esforzado tanto. Al ser nueva en Londres y sin tener aún alguna amistad sólida allí, la invitación de María la había entusiasmado y de verdad se había esforzado en arreglarse para la ocasión. A pesar de los intentos cariñosos de su madre, había sentido que jamás había logrado estar a la altura de la posición en la que había nacido. Sus dos hermanas, las dos casadas y con más de treinta años, habían sido bendecidas con el tipo de atractivo que requería muy poco trabajo.
Ella, por otro lado, había crecido casi como un niño, más interesada en el fútbol y en jugar en los amplios jardines de la casa de sus padres que en los vestidos, en el maquillaje y en todas las cosas de niñas. Más adelante había desarrollado un amor por todo lo que tuviera que ver con la naturaleza y había pasado muchos veranos adolescentes siguiendo al jardinero, preguntándole todo tipo de cosas sobre las plantas. En algún momento había sospechado que su madre se había rendido en la misión de convertir a la hija menor en una dama.
–No sé qué me hizo pensar que podría encontrar una lente de contacto en el suelo, y menos con nieve –confesó con tono lóbrego. Se miró las rodillas–. Las medias rotas, y no he traído otras de repuesto. Supongo que no tendrás un par extra por ahí…
Rafael la miró y vio que ella le sonreía. Tuvo que reconocer que tenía una rápida capacidad de recuperación, por no mencionar la intensa habilidad de pasar por alto el hecho de que resultaba evidente que no se sentía inclinado a dedicar el resto del trayecto a hablar del estado de su aspecto.
–No es la clase de artículo con el que suelo viajar –repuso con seriedad–. Quizá mi… Quizá haya algún par extra en alguna parte de la casa…
–Oh, seguro que María tiene cajones llenos de medias, pero no tenemos precisamente la misma complexión, ¿verdad? Ella es alta y elegante y yo, bueno, he heredado la figura de mi padre. Mis hermanas son todo lo opuesto. Son muy altas y con piernas largas.
–¿Y eso te da celos? –se oyó preguntar.
Cristina rió. Un sonido inesperado y contagioso.
–Cielos, no. Las adoro, pero no cambiaría ni un ápice de mi vida por la de ellas. ¡Quiero decir, entre las dos tienen cinco hijos y una exagerada vida social! Siempre están en cenas y en cócteles, agasajando a clientes en el teatro o en la ópera. Viven demasiado cerca la una de la otra y ambas están casadas con hombres de negocios, lo que significa que siempre están en el escaparate. ¿Puedes imaginártelo… no poder salir jamás de tu casa sin una tonelada de maquillaje encima y ropa y accesorios a juego?
Como las mujeres con las que él salía nunca abandonaban el dormitorio sin una capa completa de maquillaje y accesorios a juego, era capaz de entender ese estilo de vida.
Pudo ver la casa de su madre, una amplia mansión campestre de piedra amarilla, con las chimeneas elevándose orgullosas y el patio delantero lleno de coches, igual que la larga entrada hacia la casa. Incluso en la oscuridad resultaba fácil apreciar la belleza y simetría de la construcción. Aguardó la predecible manifestación de asombro, pero no se produjo.
Lo sorprendió un poco, porque en el pasado alguna vez había llevado allí a una amiga y siempre que la casa se había mostrado en todo su perfecto esplendor, invariablemente había oído una exclamación de maravilla y deleite.
Al mirarla, vio que Cristina jugaba nerviosa con el bajo de su vestido y que su rostro mostraba de nuevo el leve fruncimiento de ceño.
–Hay muchísimos coches –comentó casi inquieta–. Realmente me sorprende tanta asistencia con este tiempo –inquieta y un poco consternada. Le desagradaban los grandes acontecimientos sociales, y ése tenía pinta de ser enorme.
–La gente aquí arriba es más dura –señaló Rafael–. Los londinenses son muy blandos.
–¿Tú vives en Londres?
Asintió y rodeó al patio, dirigiendo el coche hacia el sendero de la parte de atrás y entrada de servicio.
–Creí que podrías vivir por aquí –comentó Cristina–. Lo que tal vez pudiera justificar que conocieras la casa y esas cosas.
Intentó llevar la observación a la lógica conclusión, pero su mente no paraba de adelantarse al pequeño problema de adecentarse y ponerse presentable para toda la gente que habría dentro… por no mencionar a María, quien había sido lo bastante amable como para invitarla.
Para su alivio, la entrada trasera se veía menos ajetreada. Sólo había que pasar ante el personal.
–Tengo que decirte que soy el hijo de María –Rafael apagó el motor y se volvió hacia ella.
–¿Sí? –lo miró en silencio durante unos segundos. Estaba pensando que María era una mujer encantadora, amable y sincera, y ese tipo de personas por lo general tenían hijos amables y sinceros. Le dedicó una sonrisa radiante porque comprendió que, sin importar lo seca que pudiera parecer su actitud, él era tan amable como en un principio lo había considerado–. Tu madre es una persona maravillosa.
–Me alegro de que pienses así. Al menos en eso coincidimos –sin darle tiempo a responder, bajó del coche y la ayudó a hacer lo mismo, mientras un hombre que pareció materializarse de la nada corrió a ocuparse del equipaje.
Eso sólo podía significar que su madre había solicitado que estuvieran atentos a la llegada del hijo impuntual, lo cual era un incordio, teniendo en cuenta que en ese momento era un renuente caballero con reluciente armadura que debía llevar a su inesperada carga a una de las habitaciones de invitados de la primera planta… cualquiera que estuviera desocupada, ya que sospechaba que algunos invitados iban a quedarse a pasar la noche allí.
Mantuvo una breve y rápida conversación