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Tiempo de espera. Jessica HartЧитать онлайн книгу.

Tiempo de espera - Jessica Hart


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que supiera que me había visto y que sabía dónde había estado y qué ropa llevaba puesta. Pensé que resultaba inquietante, pero nada más, y me olvidé de las cartas.

      Hablar de ello la ponía tensa. Nerviosa, se puso de pie y se acercó a la chimenea, como si quisiera recibir calor, aunque no estaba encendida. Cruzó los brazos y se volvió hacia Michael.

      —Entonces comenzaron las llamadas telefónicas. No puedo decirte cómo era la voz… –tembló al recordar su malevolencia—. Ni siquiera sé si es un hombre o una mujer. Lo que de verdad me asustó es que se puso a hablar de Jamie. No para de decir cosas como «Era una chaqueta azul muy bonita la que llevaba Jamie hoy, ¿verdad?», por lo que sé que nos vigila –respiró hondo para tranquilizarse. No iba a ponerse a llorar para que Michael tuviera la excusa de acusarla de histérica—. Y ha empezado a amenazarlo. «Sería terrible si Jamie se perdiera, ¿no?» «No querrás que nadie lo lastime, ¿verdad?», cosas de ese tipo –tragó saliva y juntó más los brazos—. Cuelgo el teléfono, desde luego, pero me aterra pensar que ese… ese loco… planee secuestrar a Jamie.

      —¿Ha intentado alguien acercarse a ti?

      —Nunca he visto a nadie, pero sé que nos vigila allá a donde vamos.

      —Suena muy desagradable –comentó Michael pasados unos momentos—, pero, ¿no crees que es un asunto para la policía?

      —He hablado con ellos –indicó con cierta impaciencia—. Hacen lo que pueden, pero hay un límite para su capacidad de acción cuando se trata de llamadas telefónicas y cartas, y ni siquiera se han producido amenazas específicas. Mi número no figura en la guía, pero de todos modos lo he cambiado, y todo continúa igual.

      Michael frunció el ceño, como si estuviera irritado consigo mismo por haberse involucrado.

      —¿Por qué no te marchas una temporada –sugirió—. Te lo puedes permitir.

      —¿No crees que he pensado en ello? En febrero me llevé a Jamie y a su niñera a ver a su abuela en Los Ángeles. Fue maravilloso los tres primeros días, pero entonces llegó una carta –recordó que había empezado a relajarse cuando la doncella le entregó la carta aparecida en el buzón. Miró a Michael con la cara pálida—. No se trata de un extraño. Es alguien que me conoce, que conoce a mis amigos y que puede subirse a un avión y seguirme a donde vaya —¿entendería su temor? ¿Sería capaz de imaginar qué se sentía al no poder confiar en nadie, al pasar todo el tiempo mirando una y otra cara y preguntándote si sería ésa?

      —¿Qué hiciste entonces? –inquirió él.

      —Volvimos a casa –alzó las manos en un gesto desvalido—. Al menos aquí nos encontramos en un terreno conocido. Por desgracia, la niñera ya estaba tan asustada que se marchó, y no me he atrevido a sustituirla. No puedo dejar a Jamie con una desconocida cuando hay alguien ahí afuera listo para hacer cualquier cosa para lastimarlo.

      —Entonces, ¿quién se ocupa de él en este momento?

      —Yo –repuso con un ligero desafío. Michael no dijo nada. Contempló su traje verde pálido con la falda corta, las medias y los tacones de las poco prácticas sandalias, el maquillaje impecable, las uñas inmaculadamente pintadas. Enarcó una ceja y Rosalind se sonrojó—. Por lo general, no voy vestida así –se contuvo de añadir que se lo había puesto porque sabía que le quedaba bien y quería impresionarlo. Aunque no tendría que haberse molestado. Tarde, recordó que hacía falta mucho para impresionar a Michael.

      Éste se reclinó en el sillón y juntó las manos detrás de la cabeza, disfrutando de la visión de Rosalind.

      —Me gustaría ver cómo te ocupas de un niño revoltoso –comentó divertido.

      —Puedes hacerlo –indicó un poco agitada.

      La diversión que brillaba en sus ojos grises había transformado al distante extraño en el Michael que recordaba, el hombre fascinante e inaccesible con la sonrisa que resultaba devastadora al tiempo que inesperada. Sólo pensar en esa sonrisa logró resecarle la garganta, y deseó no haberla recordado. Eso significaba recordar otras cosas sobre él, como el contacto de su boca fresca y sus manos cálidas, la expresión en sus ojos al abrazarla… cosas que era mejor olvidar.

      —No lo creo —con una mezcla de alivio y decepción, Rosalind vio que la sonrisa se desvanecía de su rostro cuando bajó las manos y se incorporó de repente—. Sé que esperas mi simpatía, y no me importa afirmar que lo siento por ti si eso es lo que quieres, pero no entiendo qué pretendes que haga al respecto, ni lo que esperas lograr acompañándome a Askerby. Si esa persona que te está acosando puede llegar a Los Ángeles, Yorkshire no le planteará muchos problemas.

      —Por eso necesito disfrazarme –expuso Rosalind con ansiedad, viendo al fin una oportunidad.

      —¿En qué pensabas? –la miró con sarcasmo—. ¿En una nariz y un mostacho falsos?

      —No. Algo mucho más sencillo.

      —¿Sí? –se mofó—. ¿Y de qué pensabas disfrazarte?

      Ella respiró hondo y rezó para mantener la voz firme.

      —De tu esposa –soltó—. Y Jamie podría ser tu hijo.

      —Lo siento, creo que debo tener el oído mal –fingió destaparlo—. ¿Podrías repetirlo? ¡Por un minuto pensé que habías sugerido acompañarme a Yorkshire fingiendo ser mi esposa! Desde luego, de inmediato me di cuenta de que no te podía haber escuchado bien. Ni siquiera tú, Rosalind, podrías ser tan arrogante como para rechazar una propuesta de matrimonio y suponer que, cinco años después, el mismo hombre al que rechazaste con tanta indiferencia seguiría lo bastante enamorado para aceptar tomar parte en semejante farsa.

      Rosalind se ruborizó, pero apretó los dientes y continuó.

      —No te lo pido por eso. Sé muy bien que no estás enamorado de mí. Te lo pido porque puedes ofrecerme el disfraz perfecto –intentó explicar—. Ese hombre, mujer, o quienquiera que me esté haciendo la vida miserable, va a buscarnos a Jamie y a mí allá donde vayamos. No va a buscar a la esposa e hijo de un hombre del que jamás ha oído hablar. Por eso debes ser tú –las palabras no cesaron de salir de su boca en su afán por convencerlo—. Esa persona me conoce, puede que incluso muy bien, pero no te conoce a ti. Emma es la única que sabe de la conexión existente entre nosotros, y confío en ella absolutamente.

      —¿Por qué? ¿Porque no es lo bastante rica como para relacionarse con tus otros amigos? ¡Supongo que lo que la descarta como sospechosa es el hecho de que no pueda seguirte a los Estados Unidos!

      —No –empezaba a sentirse tan enfadada como él. ¿Es que pensaba que le resultaba fácil pedirle si podía fingir ser su esposa, sabiendo que ya había rechazado su propuesta real de matrimonio en el pasado? ¿Percibía acaso lo humillante que eso le resultaba?— No tiene nada que ver con el dinero. Tú nunca entendiste nuestra amistad, pero Emma y yo hemos sido íntimas desde la escuela, ¡y me atrevería a decir que la conozco mejor que tú! Confío en ella ciegamente.

      Como si ésa fuera su entrada, Emma apareció con una bandeja en la que llevaba una cafetera, tres tazas, un vaso de plástico y un plato con galletitas. Mantuvo la puerta con la cadera mientras un pequeño de aspecto angelical trotaba a su lado. Tenía el pelo rubio y enormes ojos castaños con unas pestañas muy largas; en una mano sostenía un tren de juguete y en la otra una galletita. Al ver a Michael, se paró en seco y lo observó con la inquietante franqueza de los niños.

      —Éste es Jamie –dijo Emma al dejar la bandeja sobre la mesita de centro—. Todavía no lo conoces, ¿verdad?

      —No –Michael hizo un esfuerzo por dominarse y esbozar una sonrisa—. Hola, Jamie.

      —Hola –saludó al rato, al parecer aceptándolo después de observarlo con cuidado—. Tengo un tren.

      —Eso veo –corroboró Michael—. Yo tenía uno igual de pequeño.

      —Míralo –Jamie no era un niño muy abierto,


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