Эротические рассказы

Luna azul. Lee ChildЧитать онлайн книгу.

Luna azul - Lee Child


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también la podríamos visitar un poco a ella, mientras miramos dónde viven. Nos gusta tener a nuestros clientes cerca. Nos gusta conocer a la familia. Nos resulta provechoso. Ahora sube al auto.

      Reacher negó con la cabeza.

      —No estás entendiendo —dijo el tipo—. Esto no es una elección. Es parte del trato. Te prestamos dinero.

      —Tu amigo blanco leche de adentro me explicó el contrato. Repasó todos los términos, con un detalle considerable. La tasa administrativa, la tarifa dinámica, las sanciones. En cierto momento incluso se sirvió de ayuda visual. Después de lo cual preguntó si yo aceptaba los términos del contrato, y yo dije que sí, así que en ese momento el trato estaba cerrado. No pueden empezar a agregar cosas después, como llevarme a casa y conocer a la familia. Tendría que haber aceptado eso por anticipado. Un contrato es una cosa de dos. Sujeto a negociación y consentimiento. No se puede hacer de manera unilateral. Es un principio básico.

      —Te crees inteligente.

      —Tengo esa esperanza —dijo Reacher—. A veces me preocupa ser solo un pedante.

      —¿Qué?

      —Me puedes ofrecer llevarme, pero no puedes insistir en que acepte.

      —¿Qué?

      —Me oíste.

      —OK. Te estoy ofreciendo llevarte. Última oportunidad. Sube al auto.

      —Por favor.

      El tipo hizo una pausa muy, muy larga. Dijo:

      —Por favor sube al auto.

      —OK —dijo Reacher—. Dado que lo pediste de manera tan amable.

      OCHO

      Más o menos la manera más segura de transportar un rehén indócil en un auto particular era hacerlo conducir sin el cinturón de seguridad puesto. Los tipos del Lincoln no hicieron eso. Optaron en cambio por una segunda mejor opción convencional. Pusieron a Reacher atrás, detrás del asiento delantero vacío del acompañante, con nada frente a él para atacar. El tipo que había hablado se subió al lado de él, de la otra parte, detrás del conductor, y se sentó medio de costado, atento.

      —¿Adónde? —dijo.

      —Da la vuelta —dijo Reacher.

      El conductor giró en U a través del ancho de la calle, rebotando hacia arriba con la rueda delantera derecha en el cordón más alejado, y bajando el cordón de vuelta con una bofetada.

      —Sigue derecho cinco cuadras —dijo Reacher.

      El conductor hizo avanzar el auto. Era una versión más pequeña del primer tipo. No tan pálido. Caucásico, seguro, pero no deslumbrante. Tenía el mismo pelo cortado al ras, dorado y brillante. Tenía una cicatriz de cuchillo en el dorso de la mano izquierda. Probablemente una herida defensiva. Por el puño derecho de la camisa le sobresalía un tatuaje desteñido y de trazos muy delgados. Tenía orejas grandes y rosas, que le salían para afuera de los costados de la cabeza.

      Los neumáticos golpetearon sobre asfalto roto y pedazos de empedrado. Después de las cinco cuadras derecho llegaron al semáforo con dos calles de doble mano. Donde Shevick había esperado para cruzar. Salieron del viejo mundo y se introdujeron en el nuevo. Terreno llano y abierto. Cemento y gravilla. Veredas anchas. Todo tenía un aspecto distinto en la oscuridad. La terminal de autobuses estaba más adelante.

      —Derecho —dijo Reacher.

      El conductor cruzó la luz verde. Pasaron la terminal. La recorrieron alrededor, una distancia amable detrás de los distritos de altos ingresos. Un kilómetro después llegaron adonde el autobús había salido de la carretera principal.

      —Ve hacia la derecha —dijo Reacher—. Afuera hacia la autopista.

      Vio que la calle de dos carriles para entrar a la ciudad se llamaba Center. Después se ensanchaba a cuatro carriles y tenía como nombre el número de una ruta estatal. Después venía el supermercado gigante. Los parques empresariales estaban más adelante.

      —¿Adónde carajo estamos yendo? —dijo el tipo que iba atrás—. Nadie vive en esta zona.

      —A mí me gusta —dijo Reacher.

      La carretera era lisa y pareja. Los neumáticos siseaban. Delante de ellos no había tráfico. Quizás algo detrás. Reacher no lo sabía. No se podía arriesgar a mirar.

      —Díganme de vuelta por qué quieren conocer a mi esposa —dijo.

      —Nos parece conveniente —dijo el tipo de atrás.

      —¿De qué manera?

      —Le devuelves un préstamo a un banco porque te preocupa el puntaje de crédito y tu buen nombre y tu reputación en la comunidad. Pero para ti todo eso ya no existe. Estás en la mierda. ¿Qué es lo que te preocupa ahora? ¿Qué es lo que va a hacer que nos devuelvas el dinero?

      Pasaron los parques empresariales. Seguía sin haber tráfico. El concesionario de autos estaba más adelante a lo lejos. Un alambrado, filas de siluetas oscuras, banderines que brillaban grises a la luz de la luna.

      —Suena como una amenaza —dijo Reacher.

      —Las hijas también sirven.

      Seguía sin haber tráfico.

      Reacher le pegó al tipo en la cara. De la nada. Una explosión de músculo repentina y violenta. Sin ningún aviso. Un mazazo, con toda la velocidad y torsión que podía reunir en el reducido espacio disponible. La cabeza del tipo golpeó hacia atrás contra el marco de la ventanilla. Una rociada de sangre de la nariz salpicó el vidrio.

      Reacher recargó y le pegó al conductor. La misma clase de fuerza. La misma clase de resultado. Inclinándose sobre el asiento, un gancho apaleando recto la oreja del tipo, la cabeza del tipo golpeando hacia el costado, rebotando contra el vidrio, derecho a un segundo golpe recto a la misma oreja, y un tercer golpe, que apagó las luces. El tipo cayó sobre el volante.

      Reacher se apretujó en el espacio de atrás para los pies.

      Un segundo después el auto chocó contra el alambrado del concesionario a sesenta kilómetros por hora. Reacher oyó una explosión descomunal y un chillido de banshee y los airbags estallaron y su cuerpo se aplastó contra la parte de atrás del asiento que tenía enfrente, que cedió y colapsó contra el airbag que ahora se desinflaba adelante, justo cuando el auto se estrellaba contra el primer vehículo en venta, en la punta más cercana de la larga hilera debajo de las banderas y los banderines. El Lincoln lo chocó fuerte, de frente contra su flanco resplandeciente, y el parabrisas del Lincoln se hizo añicos y la parte de atrás se elevó por el aire, y se reventó de vuelta contra el suelo, y el motor se detuvo, y el auto quedó quieto y mudo, todo salvo por un siseo de vapor alto y furioso debajo del capot destrozado.

      Reacher se desenrolló y trepó otra vez al asiento. Había recibido todos los estremecedores impactos en la parte alta de la espalda. Se sentía con el aspecto que había tenido Shevick en la vereda. Conmocionado. Todo dolorido. ¿Algo normal, o peor? Estimó que algo normal. Movió la cabeza, el cuello, los hombros, las piernas. Nada roto. Nada desgarrado. No tan mal.

      No se podía decir lo mismo de los otros dos tipos. El conductor se había estrellado la cara contra el airbag, y después la parte de atrás de la cabeza contra el otro tipo, que había salido disparado hacia delante desde el compartimento de atrás como una lanza, directo hacia el parabrisas hecho añicos, donde todavía estaba, doblado desde la cadera sobre el capot estrujado, boca abajo. Sus pies eran lo que estaba más cerca. No se movía. Tampoco el conductor.

      Reacher abrió la puerta a la fuerza contra el chirrido del metal deformado, y se arrastró hacia afuera, y cerró la puerta a la fuerza al salir. No había tráfico detrás de ellos. Nada tampoco más adelante, salvo luces delanteras titilantes y tenues, quizás a dos kilómetros de distancia. Viniendo hacia ellos. Poco más de un minuto a cien kilómetros por hora. El vehículo


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